lunes, 21 de marzo de 2016
CAPITULO 21 (PRIMERA PARTE)
Paula subió de puntillas la escalera para ir a su dormitorio.
La puerta de Lucia estaba cerrada y no se oía ningún ruido en la casa. Confió en que las dos mujeres no hubieran reparado en que una vez más había vuelto a estar fuera hasta tarde.
Cualquier duda que hubiera tenido se esfumó cuando vio algo apoyado en su almohada. Era el libro de instrucciones del software de bordado de Lucia. Se duchó rápidamente, se puso la camiseta con la que le gustaba dormir y se acurrucó en la cama.
Después de la romántica velada que acababa de pasar con Pedro, lo último que deseaba era leer el manual de un software. Se puso las manos detrás de la cabeza, miró al techo y empezó a revivir cada segundo. La voz de Pedro, su cuerpo, sus labios besándole la nuca.
Cuando su móvil zumbó, pegó un brinco. Lo avanzado de la hora le hizo pensar que la llamada era de su casa y que alguien había tenido un accidente. La identificación de llamada le mostró un número desconocido con un código de zona local. Respondió con indecisión.
—No estás dormida, ¿verdad? —preguntó una voz que se le había hecho familiar.
Sonrió.
—Empezaba. ¿Y tú?
—Estoy tan despierto que tanto me daría irme ahora al aeropuerto.
Ella conocía esa sensación. La suavidad de las sábanas en sus piernas le hizo desear que él estuviera allí.
Pedro bajó la voz.
—Bueno, ¿y qué llevas puesto?
—Lo normal. Seda negra.
Pedro gimió.
—Llevo una de las viejas camisetas de fútbol de mi hermano.
—¿Corta?
—Para mi hermano no, pero tengo las piernas algo más largas que las suyas, así que me queda muy corta.
—¿Intentas liquidarme? —Pedro no dijo nada durante un rato—. ¡Ahora jamás me dormiré! Pero, dejando eso a un lado, te llamaba por un motivo.
—¿Cuál? —Paula estaba sonriendo de oreja a oreja. Era agradable ser deseada por ese hombre.
—Quiero pedirte que me hagas otro favor.
—¿Más listas?
—No. ¿Te importaría echarle un vistazo a mi casa mientras estoy fuera?
—Claro que no —respondió—. Me encantaría. —Mientras Pedro le contaba dónde tenía escondida una llave, pensó en lo mucho que le gustaba la idea de ver el interior de su casa. Y le encantó la idea de ver la casa de muñecas en la que habían pasado juntos una de sus noches sin luna.
—¡Oye! ¿Verdad que te gustaría ayudarnos a Noelia y a mí a escoger los colores para pintar la casa de muñecas?
—Me puedo resistir a lo que sea excepto a los colores. ¿Alguna preferencia?
—Ninguna.
—¿Y Noelia no tendrá alguna, ya que es su casa de muñecas?
—Buena idea —dijo él—. Le hablaré de ti, y las dos podéis hablarlo mañana.
—¿Quieres que hable con ella?
—Por supuesto. ¿Por qué no?
A Paula no se le ocurrió un motivo para no hablar con Noelia, aunque ya se estaba preguntando cómo iba a hablar con una niña a la que no había visto nunca.
—Bueno, de verdad, ¿qué es lo que llevas puesto? —preguntó él.
—Una bata de cirujano.
—Me encantan esas cosas. No tienen espalda.
Ella se rio.
—Eres terrible, ¿lo sabes?
—A veces. Mejor échate a dormir. Mi avión sale muy temprano. ¿Me extrañarás?
—Sí —respondió ella—. Te extrañaré.
—¿Te puedo traer algo de Miami?
—¿Qué tal uno de esos tíos cachas de playa?
—¿Y qué tal si te compro un nuevo biquini y posas para mí?
—Es posible. ¿Puedo nadar en tu piscina?
—Puedes nadar en mi bañera. Conmigo.
Paula soltó una carcajada.
—Buenas noches, Cupido.
—Buenas noches, Psique.
Paula apagó el móvil con una sonrisa y se acurrucó bajo la colcha. Sí, iba a extrañarle.
A la mañana siguiente se despertó temprano sintiéndose pletórica de energía. Lo atribuyó a que por fin iba a conseguir trabajar en sus acuarelas, aunque lo que tenía en la cabeza era ver la casa de Pedro y la casa de muñecas.
No queriendo que la señora Wingate y Lucia sospecharan, mantuvo la calma durante el desayuno. Hizo huevos revueltos con pimientos verdes, mientras Lucia preparaba unas salchichas. La señora Wingate hizo las tostadas y puso la mesa.
Paula no quiso que se notara que tenía prisa, aunque la comida pareció prolongarse indefinidamente. Cuando salió por la puerta, con su equipo portátil bajo el brazo, prácticamente echó a correr por el sendero que conducía a la casa de Pedro.
No fue difícil encontrar la casa de muñecas. El camino que llevaba hasta allí había sido trillado por generaciones de Alfonso, y Paula lo recorrió a toda velocidad.
La primera visión que tuvo de la casa de muñecas le produjo una mezcla de placer y terror. El placer se debió al hermoso diseño del edificio. Era como una casa victoriana en miniatura, con columnas labradas en el diminuto porche y un reborde en bajorrelieve que rodeaba el empinado tejado. La casita provenía inequívocamente de otra época.
El terror se lo produjo el hecho de ser la hija de Juan Chaves.
De niña, acompañaba a su padre a los solares en construcción para entregar cargamentos de madera y herramientas. Había seguido a su padre, las manos llenas de lápices y un viejo conejito de juguete, y escuchado a los hombres examinar los defectos de un edificio. Cuando cumplió los nueve, podía mirar una casa y decir las reparaciones que eran necesarias.
En ese momento vio que la preciosa casita de muñecas necesitaba ser restaurada urgentemente. Un canalón estaba suelto, las tejas rajadas, las ventanas necesitaban ser selladas, los goznes de las puertas estaban a punto de salirse. Y a menos que estuviera equivocada había un par de sitios donde los hongos habían podrido la madera.
Además del trabajo que había que hacer, la pintura estaba agrietada y levantada; en algunos sitios la madera carecía por completo de ella.
—Esto no está bien —se dijo, mientras giraba el pomo de la puerta delantera y se agachaba para entrar.
Se alegró al comprobar que el interior estaba en mucho mejor estado que el exterior, aunque aun así necesitaba alguna reparación. Tiempo atrás, las paredes interiores habían estado pintadas de un precioso color crema. Pero ahora mostraban las marcas del uso de años. Había unos pocos muebles tamaño infantil, todos caseros, cubiertos por unas fundas gastadas y desvaídas que alguien sin experiencia había cosido a máquina.
—Lucia lo haría mejor —dijo.
Durante un momento permaneció dentro, mirando el lugar y recordando cómo la había guiado Pedro en la oscuridad.
Cuando echó un vistazo alrededor vio un par de lámparas.
Se volvió y vio un interruptor junto a la puerta, y se echó a reír. Si hubiera querido, Pedro podría haber iluminado el lugar para su encuentro.
Se alegró de que no lo hubiera hecho.
A la derecha había una puerta. Se agachó de nuevo antes de entrar en un pequeño cuarto que contenía una cama infantil empotrada en un resalte de la pared. Era como un gran mirador, y estaba cubierta con una colcha deshilachada por los años de uso y los lavados.
Durante un momento solo pudo pensar en las horas que había pasado acurrucada con Pedro en aquella cama. ¡Qué dulce recuerdo!
Regresó fuera y rodeó la casa de muñecas; realmente necesitaba algunas reparaciones antes de poder pintarse. Incluso entonces, habría que quitar capas viejas, raspar y lijar antes de poder aplicar la pintura nueva.
Abrió el maletín del material, sacó la cámara y empezó a hacer fotos. Hizo algunas tomas generales de la construcción, pero también muchos primeros planos de los lugares que necesitaban ser reparados.
—A papá le daría un ataque —dijo en voz alta. Para su padre, aquel sería un edificio histórico, y le parecería que dejarlo pudrir de aquella manera era una injusticia. Paula se lo imaginó diciendo que el propietario debería ser encarcelado. ¡Su padre se tomaba muy a pecho la conservación de lo histórico!
Dejó la cámara y sacó el cuaderno de dibujo. Tenía que hacer algunos dibujos del edificio desde diferentes ángulos para poder probar diversas variaciones de color. Cuando conociera a Noelia, pensaba mostrarle varias posibilidades para pintar la casita. Se imaginó utilizando colores propios del bosque, verdes y marrones rojizos. O podría utilizar colores de la tierra, ocres claros y cremas. También podrían funcionar los colores primarios infantiles.
Tardó un par de horas en hacer los bocetos. Eran sencillos, aunque mostraban la casa desde distintos ángulos. Tendría que fotocopiar los dibujos para luego poder colorearlos de diferentes maneras. Lucia tenía una fotocopiadora en su apartamento, aunque para utilizarla tendría que revelar lo que estaba haciendo.
Echó un vistazo a la izquierda y pensó en lo cerca que estaba la casa de Pedro. Fascinada por la casa de muñecas, casi se había olvidado de su promesa de cuidar la casa.
Encontró la llave de la que Pedro le había hablado en la preciosa rinconera del salón de la casa de muñecas.
Recogió sus cosas y echó a andar por el sendero que había recorrido solo de noche. Había algunas ramas caídas, y las apartó. Pedro le había dicho que con el brazo escayolado
no podía mantener limpia la zona.
Cuando llegó a la casa, se detuvo para contemplarla. A su izquierda había un lago verdaderamente maravilloso; el agua era de un verde azulado oscuro, muy tranquila, y en su superficie nadaban los patos.
Avanzó un par de pasos y vio que un poco más adelante había una pequeña isla no lejos de la orilla, comunicada con esta por uno de aquellos puentes arqueados que se curvaba hacia arriba y se reflejaba en el agua que pasaba por debajo.
La artista que llevaba dentro se quedó tan paralizada por la belleza de lo que contemplaba, que durante un momento fue incapaz de moverse. Si viviera allí, haría construir un pequeño pabellón en la isla, un lugar al que pudiera ir a pintar o simplemente a estar tranquila. Lo vio todo en su imaginación.
Tardó un rato en poder apartar la mirada, y entonces vio las dos grandes columnas de piedra donde ella y Pedro habían cenado. Al contrario de lo que él le había dicho, había dos, lo que significaba que no habría sido necesario que Paula se apoyara en él. Pero se alegró de haberlo hecho.
No pudo abstenerse de la costumbre de mirar la casa con ojo de constructor. Había algunos sitios hundidos, pero todo lo que podía ver estaba en mucho mejor estado que la casa de muñecas.
Si no hubiera visto tantas casa antiguas en su vida habría tenido problemas para encontrar la puerta. La parte delantera, que daba al lago, tenía unos grandes espacios acristalados, y ninguno de ellos se abría desde fuera.
La casa tenía forma de L, y en el recodo de la L estaba la puerta. Utilizó la llave para abrirla, y entró en un vestíbulo.
Puesto que todo estaba completamente cerrado, el vestíbulo estaba a oscuras, y encendió las luces... lo que no fue de gran ayuda. Parecía haber pasado algún tiempo desde la última modernización de la instalación eléctrica.
Delante de ella había una escalera, y a la izquierda una puerta. La abrió para dejar a la vista un pequeña sala de reconocimiento médico amueblada en la década de 1950 con un mobiliario esmaltado en blanco. Había un par de viejos librillos de cerillas metidos bajo la pata de una de las altas vitrinas.
Cerró la puerta sacudiendo la cabeza y atravesó el salón.
Los espacios destinados a la cocina, el comedor y la sala de estar formaban entre todos una habitación larga, y todos andaban necesitados de ser transportados al siglo veintiuno.
Se dirigió a uno de los extremos de la habitación y pensó que si aquella fuera su casa —que por supuesto jamás lo sería— lo único que no tocaría sería la chimenea. A un lado había una pequeña placa de madera en la que había sido tallado un retrato de Pedro. O de un antepasado, pensó, puesto que la talla parecía bastante antigua. Dedicó varios minutos a admirar el talento de quien fuera que la hubiera esculpido.
Al otro lado del vestíbulo se abría otra habitación, una especie de cuarto familiar. También estaba necesitado de una actualización, porque lo único nuevo era el enorme televisor.
Subió la escalera y se asomó a dos dormitorios que parecían haber sido decorados muchos años atrás y permanecido así desde entonces. Una de las colchas estaba medio desvaída; parecía como si el sol llevara cayendo de la misma manera sobre la colcha desde hacía mucho tiempo.
Recorrió un corto pasillo y abrió una puerta que daba a lo que sin duda era el dormitorio de Pedro.
Como el resto de la casa, la habitación daba la impresión de no haber sido renovada durante una o dos generaciones. Pero aun así, había algo en ella que indicaba que era una estancia querida.
Frente a ella había una cama de matrimonio con una colcha lisa de color marrón. A la izquierda se abría un armario empotrado, y a la derecha las grandes puertas de cristal que daban al balcón. Giró la falleba y salió. La vista a través del lago cautivaba los sentidos. Podía verlo todo, incluida la isla y el precioso puentecito. El lago tenía forma de lágrima, y el extremo más estrecho daba paso a lo que parecía un arroyo.
Le entraron unas ganas tremendas de recorrer el lago y seguir la corriente de agua hasta donde llevara.
Volvió a mirar la habitación. Estaba muy limpia y ordenada, y se preguntó si era el natural de Pedro o si la habría ordenado por ella.
Había una pequeña estantería abarrotada de libros de Medicina, y sobre la mesilla de noche se acumulaban varias revistas científicas.
—¿Ningún Playboy? —dijo en voz alta, sonriendo.
Se sentó en el borde de la cama y sintió un irresistible impulso de tumbarse. Extendió los brazos, cerró los ojos y se preguntó cómo sería estar allí con Pedro. Podrían sentarse fuera, en el balcón, y comer cruasanes y frambuesas; podrían hacer el amor sobre aquella gran cama y dejarse caer sobre el suelo alfombrado.
Allí tumbada, mientras su mente creativa elucubraba sobre todo lo que podrían hacer, se fijó en una pequeña mancha del techo. ¿Era una grieta? Tal vez fuera consecuencia de una gotera del tejado. ¿Cuándo habrían renovado el tejado por última vez?
Cuanto más lo pensaba, más ganas le entraban de saber la causa de la mancha. Se puso de pie encima de la cama pero no pudo tocarla. Fueron necesarias varias acrobacias, pero cuando volvió a ponerse de pie encima de las almohadas apiladas, colocó un pie sobre el cabezal y alargó la mano todo lo que pudo, consiguió tocar apenas la mancha con las yemas de los dedos. No era una mancha, sino un diminuto trozo de papel que, al tocarlo, cayó revoloteando sobre la cama.
La cabeza de Paula se llenó de las diferentes posibilidades de que un trozo de papel hubiera acabado pegado en el techo. La más pujante era que Pedro hubiera follado con alguien y... ¿Y qué?, se preguntó. ¿Que el papel saliera volando?
Se sentó en la cama con las piernas cruzadas y cogió el trozo de papel. Lo escrito estaba en una letra tan pequeña, que apenas lo podía leer.
P, te extraño. P
No pudo reprimir la sonrisa. Era vergonzoso que él hubiera sabido que iba a fisgonear por toda la casa, incluido su dormitorio, aunque al mismo tiempo la hizo reír. Se metió el papel dentro del sujetador y decidió echar un vistazo al interior del armario empotrado.
Pedro tenía un vestuario más bien escaso, aunque todo de buena calidad. Parecía tener solo un traje bueno... y un esmoquin. Eso la impresionó. Si alguna vez llegaba a tener su propia exposición individual en Nueva York, tal vez Pedro pudiera ponerse el esmoquin.
Pero entonces se recordó que eso sería en un futuro más bien lejano, y que para entonces Pedro probablemente estuviera casado con alguna chica de su pueblo y tuviera un par de hijos.
La idea le hizo arrugar el entrecejo.
Miró por el cuarto hasta que encontró unas tarjetas, de las que rompió una en seis pedazos. En cada uno escribió un texto a modo de coplilla, nada importante, solo para arrancarle una sonrisa a Pedro.
P y P sentados en un árbol...
P♥P♥P
Cuando los seis trozos tuvieron algo escrito, los introdujo en los bolsillos del vaquero limpio y planchado de Pedro. Reservó el de los corazones para meterlo en el bolsillo del esmoquin.
Bajó sonriendo en busca de las orquídeas de Pedro; no las había visto en su primera ronda.
Había un anticuado invernadero en el exterior del salón.
Aunque el de la casa de la señora Wingate era precioso, también era una estancia muy ordenada, pensada para ser disfrutada, con unos sillones preciosos para poder sentarse rodeado por las hermosas plantas de Pedro.
Pero el invernadero de su casa era más natural, y parecía como si las orquídeas hubieran sido sacadas directamente de la jungla. Algunas de las flores tenían unos tallos largos que iban disminuyendo de tamaño desde la base, y otras parecían más insectos que plantas. Y los colores variaban desde el blanco inmaculado a unos púrpuras que casi resultaban repulsivos.
Mientras daba una vuelta, tratando de mirarlas todas, pensó que casi se podían oír los tambores de la jungla. Y sus dedos le hormigueaban por la impaciencia de ponerse a reproducir aquellos colores en sus pinturas. Pedro había estado en lo cierto al decirle que encontraría lo que necesitaba para los anuncios de Karen entre las orquídeas de su casa. ¿Cómo las había llamado? Orquídeas salvajes; nada de híbridos, sino sacadas directamente de la selva.
A la hora de comer, se le habían ocurrido tantas cosas que hacer que no sabía por dónde empezar. Pero encabezando la lista estaba llamar a Karen. Ya era hora de que le hablara de Pedro.
—¡Paula! —exclamó su amiga en cuanto descolgó—. Te iba a llamar en este preciso instante. Tengo que ir a Tejas. Por favor, pregúntame por qué.
—Picaré. ¿Por qué?
—Neiman Marcus quiere hablar conmigo de la posibilidad de exhibir algunas de mis joyas en sus tiendas.
—¡Eso es fantástico! —dijo Paula—. Me dejas impresionada, de verdad. ¿Cuándo te vas?
—En cuanto consiga un vuelo. La reunión es mañana por la tarde. Me va a acompañar mi secretaria, y ahora nos vamos a hacer el equipaje.
—¡Entonces, vete!
—Sí, pero... —Karen titubeó—. Sé que soy la que te trajo al campo, pero ahora me preocupa que estés allí con dos viejas por toda compañía. Nadie te ha visto en el pueblo, así que te debes de estar volviendo loca de aburrimiento. ¿O es que no paras de trabajar?
—No me aburro lo más mínimo —le aseguró—. Karen, cuando vuelvas, tenemos que hablar.
—¿De Pedro?
Paula contuvo la respiración; a veces su amiga casi parecía una vidente.
—Sí, de Pedro.
Karen se tomó su tiempo antes de responder.
—Paula, no quiero veros desgraciados a ninguno de los dos. Os quiero a ambos, pero tengo que prevenirte acerca de él.
—¿Prevenirme?
—Sí. Pedro es la persona más agradable del mundo. Su verdadero yo es ese trato maravilloso que tiene con los pacientes.
—¿Y qué hay de malo en eso?
—Lo malo es que es tan dulce con la gente, en especial con las mujeres guapas, que estas tienden a pensar que está enamorado de ellas.
Paula había tenido justo la sensación que Karen le estaba describiendo.
—Pero no lo está, ¿verdad?
—No —dijo Karen—. Supongo que podría estarlo, pero no estoy segura de que se haya acercado siquiera.
Paula pensó en lo que Pedro le había contado sobre la mujer casada de la que casi se había enamorado. ¿Era ella el premio de consolación? Como no podría tenerla, ¿había escogido a la siguiente chica que apareció en el pueblo?
Trató de quitarse semejante idea de la cabeza.
—Karen —dijo—, Pedro sabe que me iré cuando termine el verano. Solo somos... amigos. —No añadió que eran unos «amigos que se besaban».
—De acuerdo —dijo Karen—. Sé que eres lo bastante inteligente para hacer lo correcto, pero Pedro es muy seductor.
Paula vaciló.
—Supongo que lo que estás diciendo significa que siempre invita a la gente a acompañarle a él y a su sobrina a la cabaña de Rogelio.
—¿Rogelio? —preguntó Karen—. ¿Te refieres a nuestro primo Ramon?
—Eso. Así se llama.
—¿Vas a ir con Noelia?
—Sí. Karen, me estás poniendo nerviosa. ¿Hay algo malo en esa invitación? ¿Debería rechazarla?
—No —dijo Karen—. Solo que jamás había oído que Pedro hubiera dejado que ninguna mujer se acercara a su preciosa sobrina. Siempre mantiene a sus ligues al margen de su familia.
—Eso es porque su familia... —Paula no terminó la frase—. ¿Qué crees, que es bueno o es malo que vaya? —Valoraba en mucho la opinión de su amiga.
—No lo sé —reconoció Karen—. Pedro ha sido otro desde que se rompió el brazo. A veces pienso que cambió cuando Gemma llegó al pueblo.
—¿Gemma?
—Vino a Edilean a hacer cierta investigación, y acabó casándose con Colin Frazier, aunque pasaba mucho tiempo con Pedro. El pobre Colin estaba tan celoso que todos en el pueblo creyeron que él y Pedro acabarían pegándose... lo que no habría sido una buena cosa, puesto que Colin pesa unos cuarenta y cinco kilos más que Pedro.
Paula tuvo miedo de decir algo por temor a traicionar lo que Pedro le había contado confidencialmente. Oyó que alguien llamaba a Karen a gritos.
—Tengo que irme o perderé el avión. Paula, decidas lo que decidas, te apoyo. Lo sabes, ¿verdad?
—Siempre —respondió—. Y también sé que hemos compartido demasiadas cosas como para no dar nuestra opinión.
—No te habrás dejado engatusar por la buena presencia de Pedro, ¿verdad? —preguntó su amiga.
Paula no pudo evitar la risotada que se le escapó.
—Nunca le he visto. Le he besado y hemos hecho tantas manitas que podría dibujar las suyas, pero jamás le he visto la cara.
—Esa es una revelación tan seductora que me siento tentada de quedarme solo para escuchar la historia. —De nuevo alguien gritó su nombre—. ¡Puñetas! Mi secretaria y mi ayudante me van a atar y llevarme a rastras. Te llamaré esta noche y me lo cuentas todo.
—No —replicó Paula—. Esta historia hay que contarla en persona. Te veré en la fiesta de Ruben, ¿no?
—Pues claro. Ojalá... —Bajó la voz—. Ahora sí que se están enfadando. Te llamaré en cuanto regrese. Adiós.
Paula se despidió y colgó. Después de la llamada pasó algún tiempo pensando en lo que Karen le había contado de Pedro. No había dicho nada malo; en realidad, todo lo contrario. Parecía que Pedro era un tío realmente agradable. Y lo único que pasaba es que nadie conocía sus verdaderos sentimientos.
Se recordó que entre ellos no había un sentimiento profundo.
Solo iban a pasárselo bien, y eso era todo.
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