martes, 22 de marzo de 2016

CAPITULO 25 (PRIMERA PARTE)





Durante los días siguientes Paula no paró de trabajar. 


Quería tener una presentación adecuada del trabajo para cuando Pedro y Noelia regresaran el sábado.


Se pasó horas en la casa de muñecas, dibujándola minuciosamente y tratando de imaginar el aspecto que tendría con los diferentes colores. Jamás había hecho una decoración de interiores. Los dos pisos en los que había vivido en Nueva York habían sido poco más que unos lugares a los que iba a dormir. Entre el trabajo de camarera y los intentos por vender su trabajo, y más tarde el trabajo en la galería, jamás había dispuesto del tiempo —ni del dinero— para pensar en su propio piso.


Pintó uno de los dibujos de la casa con los colores de Pascua, y logró conferirle tal autenticidad que pensó que de un momento a otro iban a empezar a saltar conejos por las ventanas. Pero luego también experimentó con otros colores, tomando como modelos las «damas pintadas», las casas victorianas de San Francisco.


Cuando tuvo seis diseños con los que se sintió satisfecha, se los enseñó a Lucia.


La mujer se tomó su tiempo para examinarlos, y se detuvo en la casa de Pascua.


—Vi un lino de Beatrix Potter que sería perfecto para las cortinas de esta.


—¿De qué color?


—Azul muy claro sobre blanco nieve.


Paula sonrió al oír la respuesta. La precisión en describir los colores revelaba el temperamento artístico de la mujer.


—Eso significaría que tendríamos que tener unas fundas azules con un ribete en amarillo.


—Y un ribete azul oscuro en las cortinas. ¿De qué color tendrían que ser las paredes?


Las dos mujeres se miraron y dijeron al unísono:
—Amarillas.


Lucia sonrió y dijo:
—Ve a quitarte la pintura de la cara. Tenemos que ir de compras.


—Pero ¿qué pasa con su costura? —preguntó Paula—. ¿No tiene encargos pendientes?


—A montones. ¿Qué tal si esta noche te enseño a utilizar la fruncidora? Y me puedes hacer unos veinte metros de cortes al bies para el ribete francés.


—Me parece fantástico —dijo Paula, mientras salía corriendo hacia su cuarto de baño.


Después de que Lucia llamara a la señora Wingate para decirle que no asistirían a la gimnasia de las tres, fueron a Telas Hancock, en Williamsburg. Los conocimientos que Lucia tenía de costura eran tremendos, y todo lo que Jecca pudiera imaginar, ella sabía cómo hacerlo.


Hablaron sin parar mientras examinaban cintas y adornos, muestras y botones, hilos y material. Consiguieron muestras de varias telas. Paula se echó a reír por la afectación de la mujer al hablar de las máquinas.


—Está Bernina y está Baby Lock, y se acabó —dijo Lucia—. No hay nada que esas dos empresas no hagan, y lo hacen mejor que nadie.


Paula la seguía a todas partes, sonriendo.


Después de salir de la tienda de telas, se permitieron un té vespertino en el Williamsburg Inn. Mientras estaban sentadas en el precioso restaurante, contemplando el maravilloso campo de golf, Lucia consiguió que Paula le hablara de su vida. Cuando le dijo que su madre había muerto siendo ella niña, Lucia alargó la mano por la mesa y le cogió la suya.


—Yo y mi padre nos quedamos solos.


—Y tu hermano —añadió Lucia.


Paula le dedicó una media sonrisa mientras se comía un diminuto pastel con tres capas de chocolate.


—Supongo. Pero Juan siempre ha sido autosuficiente. Es más como una sombra de papá que él mismo. Y ahora que Graciela está en medio, todo ha cambiado.


—¿Graciela es la novia de tu padre?


—Peor aún. Es la esposa de Juan. —Hizo un gesto con la mano—. Todo esto es un aburrimiento, nada más que los problemas familiares normales. Nada diferente y sin duda nada interesante.


—Paula, me paso todo el día sentada delante de mis máquinas con la televisión por única compañía. Me interesa hasta la vida amorosa de un caracol.


Paula se echó a reír.


—De acuerdo —empezó—. Digo que Graciela es combativa porque...


—No ve la hora de decirle a los demás que solo su opinión es la correcta y lo único que importa.


—¡Pero si la conoces! —bromeó Paula.


—A alguien parecido. Bueno, ¿y qué es lo que ha hecho?


—Quiere que mi padre deje el negocio familiar —dijo Paula—. Quiere que Juan deje de ser la sombra y se convierta en el jefe.


Paula siguió hablando, contando con pelos y señales todo lo que había cambiado en la familia desde que Graciela había pasado a formar parte de ella. A veces Lucia hacía algún comentario, pero la mayor parte del tiempo hizo aquello que tanto se ignora en la sociedad moderna: escuchó. Y no lo hizo solo por educación, sino que prestó toda su atención a Paula. Escuchaba con la cabeza y con el corazón.


—Tu pobre padre —dijo Lucia—. Debe de parecerle que su hijo y su nuera lo quieren ver muerto.


A Paula se le cortó la respiración, porque la mujer había expresado en palabras lo que llevaba tiempo sintiendo y no había querido decir en voz alta.


—Creo que tiene razón. —Bajó la voz—. No creo que Graciela le odie, pero si papá se muriese mañana, creo que ella sentiría que sus vidas podrían progresar.


Una vez más Lucia le puso la mano encima de la suya.


—No seas tan dura con ella. Es una madre que cuida de sus hijos y les está labrando un futuro. Cuando tengas tus propios hijos, lo entenderás. Harás cualquier cosa por ellos.


—¿Igual que Pedro por su sobrina?


—Es aún más fuerte que eso —dijo la mujer—. ¿Te gustaría pasear un rato por el Williamsburg colonial?


—Por supuesto.


Siguieron hablando mientras caminaban. Pero de nuevo fue Paula la que habló y Lucia la que escuchó. Paula intentó en varias ocasiones que Lucia le contara algo acerca de ella, pero no lo hizo; la mujer ni siquiera dijo si estaba casada, lo había estado o si tenía hijos. Nada de nada.


En otras circunstancias, a Paula le habría molestado, incluso enfurecido, que alguien fuera tan reservado, pero Lucia tenía la habilidad de hacer que pareciese una simple cuestión de humildad.


Mientras paseaban por la calle del Duque de Gloucester, por el caserío del siglo dieciocho perfectamente restaurado, Paula le habló de Pedro... y le hizo algunas preguntas sobre él.


—Ya hace cuatro años que le conozco —dijo Lucia—, y nunca he conocido a un hombre que se preocupe más por la gente. A la mitad de sus pacientes no les cobra. ¿Y sabes lo que hace los fines de semana?


—¿Qué?


—Visitas domiciliarias. Esa es la razón de que su casa ande necesitada de una mano de pintura y la casa de muñecas esté en un estado tan espantoso. A Livie y a mí nos preocupa que alguna noche, cuando vuelva a casa en coche, se duerma al volante. Cuando supimos que se había roto el brazo casi nos alegramos. Al menos, el pobre muchacho descansará un poco.


—¿Es por eso que su padre no le deja ver a ningún paciente?


—Oh, sí. Livie fue a ver al doctor Alfonso y le contó que su hijo estaba agotado. Entre los pacientes y las chicas que querían que las sacaran para «pasarlo bien» —esto último lo dijo con una mueca de desprecio—, Pedro estaba a punto del colapso.


—A lo mejor Ruben se queda aquí y echa una mano.


—No he conocido nunca a ese joven —dijo Lucia—, pero por lo que sé lo único que el joven Ruben quiere es salir en las noticias.


Paula le echó una mirada que le dejó ver que consideraba muy injusto lo que acababa de decir.


—Tienes razón —admitió la mujer—. Pero es que he llegado a querer a Pedro como si fuera mi propio hijo. ¿Qué otro joven se pasaría una noche viendo películas con dos señoras solitarias?


—¿Está de broma? Está deseando pasarse por la casa y sumarse al baile de la barra.


Lucia abrió los ojos de par en par.


—No le contarías eso, ¿verdad?


—Con todo lujo de detalles —admitió Paula, y las dos se echaron a reír.


Salieron del barrio colonial de Williamsburg para ir a un restaurante chino donde compraron comida para llevar a casa y compartirla con la señora Wingate.


En el trayecto de vuelta, Paula le preguntó por lo que había averiguado de Bill Welsch.


—Nada —dijo Lucia—, pero Livie debe de conocerle desde hace mucho para reaccionar como lo hizo.


—Estoy de acuerdo. Todavía no me ha llamado por lo de la casa de muñecas, aunque es posible que Andy se olvidara de llamarle. Estoy deseando conocerle.


—Yo también —dijo Lucia.


Esa noche, durante la cena, Lucia le pidió a Paula que enseñara a la señora Wingate los dibujos que había hecho, y desplegaron las muestras de tela obtenidas en Hancock.


—A Noelia le gustarán estas —declaró la señor Wingate, escogiendo las que podrían ser descritas como de «colores de Pascua». Parecía conocer bien a la niña.


Paula y Lucia se pisaron mutuamente la palabra mientras le contaban a la señora Wingate la petición de Noelia.


—Siempre he pensando que la casa de muñecas debería estar colocada en un jardín que hechizara a los niños —dijo la señora Wingate—. Debería haber farolillos chinos pensamientos con caras divertidas y calabazas creciendo sobre una valla.


Paula empujó una de las fotocopias y un bolígrafo hacia ella.
—Muéstreme a qué se refiere.


La señora Wingate demostró tener talento para el diseño de jardines cuando dibujó un terreno para los vegetales, un sendero bordeado de flores y una pequeña valla delante.


—Hay un gran roble cerca, y a menudo le decía a Bill que habría que colgar un columpio allí —explicó la señora Wingate—. A Andy le habría encantado.


Paula y Lucia se miraron con las cejas arqueadas; parecía que su suposición de que entre la señora Wingate y Bill Welsch había habido algo era cierta.


Aquella noche, cuando Pedro llamó —como hacía todas las noches—, Paula le preguntó por Bill y la señora Wingate.


—Bill era el jardinero —dijo Pedro—, pero no sé más. Yo solo tenía cuatro años cuando él se marchó de Edilean. Si has mirado los álbumes de la señorita Livie, le habrás visto.


—Lo sé. Es el hombre de la carretilla —dijo Paula.


—Eres una chica lista, ¿eh?


—No demasiado, porque no pensé en el paisajismo de la casa de muñecas. Si ese tal Bill Welsch era el jardinero, también puede hacer eso, ¿no te parece?


—Probablemente. No le conozco bien. No volvió a casa hasta el último verano. Fue entonces cuando mamá me dijo que le llamara para arreglar la casa de muñecas, pero nunca me decidí a hacerlo. Bueno, ¿estás deseando que llegue la fiesta?


Paula estuvo a punto de decir: «¿Qué fiesta?», pero se contuvo.


—Muchísimo. Es una pena que no estés aquí para ver lo que me voy a poner. —La verdad era que ni siquiera había pensado en la fiesta, y mucho menos en lo que se iba a poner. Y era al día siguiente.


—¿Te vas a poner guapa para Ruben?


Ella no pudo evitar sonreír al detectar en su voz lo que parecían celos.


—Pues claro —mintió—. Si estuvieras aquí, podrías ponerte tu esmoquin. ¿Sabes bailar?


—Mejor que Ruben —dijo él de una manera que la hizo reír.


Pedro parecía querer cambiar de tema.


—¿Qué dijo tu padre por haber dejado que la casa de muñecas acabara siendo una ruina? ¿Está dispuesto a atarme a cuatro caballos y descuartizarme?


—¡Ay, no! —dijo Paula—. Me olvidé de enviarle las fotos.


—Probablemente estuviste muy ocupada pensando en Ruben.


En esta ocasión, cuando Paula se echó a reír, él se le unió.


—Hoy hablé con Ramon —dijo Pedro.


—¿Tiene que trepar a un árbol para tener cobertura en el móvil?


—Lo más seguro es que fuera al puesto del guardabosques. Vaya si tenía ganas de hablar. No creo que esté hecho para la vida solitaria de un escritor.


—No puede estar yéndole peor que a mí como artista. Mañana regresa Karen, y voy a tener que decirle que ni siquiera he hecho una pintura para su publicidad.


—¿Puedes colgar alguna joya en el exterior de la chimenea de la casa de muñecas?


—No tiene chimenea.


—Supongo que tendré que hacer que Bill añada una.


—¿Además de un establo para un poni? —preguntó Paula, y se echaron a reír al mismo tiempo.


Ella se acordó de su brazo y de lo que Lucia le había dicho sobre las horas que trabajaba Pedro.


—Se está haciendo tarde y creo que deberías acostarte.


—¿Tienes idea de lo que he esperado a oírte decir eso?


—¿Desde que te conocí hace una semana?


—Cada minuto desde que te conocí —dijo Pedro.


Se quedaron en silencio, los dos ardiendo en deseos de verse de nuevo.


—El domingo —dijo Paula al cabo.


—Estoy contando los minutos —dijo él—. Buenas noches, Psique.


—Buenas noches, Cupido —respondió Paula, y colgaron.


Paula envió inmediatamente un correo electrónico a su padre con las fotos que había sacado de la casa de muñecas, y escribió lo que esperaba fuera una carta entretenida sobre lo que estaba haciendo. La observación de Lucia acerca de que Graciela quería quitar de en medio a su suegro para dejar sitio a sus hijos, la estaba obsesionando.


Escribió un poquito sobre Lucia. «Hace que me acuerde de las cosas que me has contado de mamá—escribió—. Es una mujer discreta y cariñosa. ¡Tendrías que oírla hablar de lo que cose! Cose tan deprisa los acolchados al borde, que apenas puedo ver lo que está haciendo. ¡Y le sale perfecto! 
Te encantaría su destreza.»


Envió el correo y se preparó para acostarse. El sentimiento de culpa la devoraba. Allí estaba ella, en Edilean, disfrutando de sus vacaciones de verano, mientras su padre tenía que lidiar con una mujer que deseaba que abandonara este mundo.


Se quedó dormida antes de que se le ocurriera una solución.








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