martes, 22 de marzo de 2016
CAPITULO 24 (PRIMERA PARTE)
Subieron la escalera y volvieron al trabajo.
A la hora de la cena, Paula había terminado cuatro posibles proyectos para pintar la casa de muñecas, y tenía tres más en la cabeza. Lucia dijo que prepararía la cena, así que Paula volvió a su mesa de dibujo. Pero entonces recordó que no había hablado con su padre desde hacía días, así que le llamó. Además, era la persona a la que más deseaba contarle que le habían encargado la restauración de un edificio.
En cuanto oyó la voz de su padre, supo que el hombre estaba de capa caída, y conocía la causa: la Guerra de Graciela.
—Me está volviendo loco —se quejó Juan Chaves—. Quiere empezar a vender cortinas. ¡En mi tienda! Tiene una tía que las hace en el sótano de su casa, y saben donde encargar más de esas cosas.
Lo dijo de una manera que pareció que Graciela quisiera vender drogas al lado de los destornilladores. A decir verdad, Paula pensó que diversificar las existencias parecía una gran idea, pero no estaba por la labor de decírselo así a su padre; este solo prestaría oídos a nuevas ideas cuando se relajara y estuviera de buen humor, lo cual no era en ese momento.
Graciela era una persona «combativa»; si alguien decía algo que no le gustaba, le plantaba cara. Paula la había visto tenérselas tiesas con hombres que la doblaban en tamaño sin ningún temor. Le gustaba ese rasgo de su cuñada, salvo cuando el hombre era su padre.
—Bueno, quizá... —empezó a decir Paula con prudencia.
—Te lo juro por Dios, si dices que debería vender cortinas en mi ferretería colgaré el número de tu móvil en la página web de tu instituto. Y empezarás a recibir llamadas de aquel tal Lawrence, ese muchacho que te seguía por todas partes.
—Papá, puedes llegar a ser realmente cruel —le replicó, aunque le alegró que su padre estuviera olvidando su enfado—. ¿Quieres oír lo que he estado haciendo?
—Por supuesto. Lo que sea, con tal de olvidarme de la mujer de tu hermano. Si no fuera la madre de mis nietos, le diría a Juan que se deshiciera de ella.
—No serviría de nada. Juan está loco por ella.
—Tal vez tengas razón. Bueno, cuéntame cuántos cuadros has hecho. ¿Terminaste los anuncios para Karen?
—La verdad —empezó Paula—, es que todavía no he pintado ninguno.
—¿Por qué no? ¿Has decidido convertirte en una de esas crías que no terminan los proyectos?
—Papa, no soy una cría y en este momento estoy pensando qué hacer. Tengo muchas alternativas. ¿Vas a dejar de sacar a pasear tu cabreo con Graciela y escucharme o no?
—De acuerdo, lo dejaré. ¿Qué es lo que vas a hacer?
Paula hizo una pausa para darle suspense, y luego empezó a hablar lentamente.
—Me han encargado la rehabilitación de una casa de muñecas construida en la década de 1920. —Como había esperado, su padre se quedó sin habla durante un instante.
—¿De verdad?
—Sí —le aseguró, y entonces le contó lo del pequeño edificio, que estaba al lado de la casa de la señora Wingate y que el propietario le había pedido que supervisara el proyecto, en especial la parte de la pintura.
—¿Y cuánto te pagarán?
—¡Nada! ¿Es que no sabes pensar más que en el dinero? Lo voy a hacer por amistad.
—Creía que tu única amiga en ese pueblucho era Karen. ¿Es suya la casa de muñecas?
—No, es de un familiar.
—Bueno, pues cóbrale a ella. No regales tu talento.
—A él. El dueño de la casa de muñecas es un hombre.
—Ah —soltó Juan—. Bueno, ahora estamos llegando al fondo del asunto. Así que es él. ¿Y tiene hijos?
Paula echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos un momento. No sabía cómo lo había hecho, pero una vez más su padre había averiguado lo que ella no quería que supiera.
—Papá... —dijo, y sacudió la cabeza.
—¿Qué? ¿Es que un padre no puede preguntar? ¿Quién es ese hombre? ¿Está casado y con hijos y te pide que andes por ahí en pantaloncito corto por el bosque y le pintes su casa de muñecas? A mí me huele mal.
De nuevo su padre la estaba obligando a defenderse de sus actos.
—Es el médico del pueblo, tiene treinta y cuatro años, jamás se ha casado y la niña es su sobrina. ¿Ya estás contento?
—Mejor así —dijo Juan—. Bueno, ¿y en qué está pensando ese al encargarle un trabajo así a una chica?
—¡Porque estoy cualificada! —respondió, exasperada—. Por eso. Papá, me estás poniendo de los nervios.
—Solo cuido de ti, nada más. Rechazas un trabajo remunerado para Karen por trabajar gratis en la casa de muñecas de un sujeto, así que me preocupo, eso es todo.
Paula sacudió la cabeza en silencio. Era mejor cambiar de tema.
—¿Quieres que te hable de mis compañeras de piso? Me están enseñando a bailar en la barra.
—¿Qué? ¿Saben que estás trabajando para un tipo que jamás se ha casado?
Paula levantó la mano. ¿Cómo conseguía hacer su padre que el no haberse casado nunca pareciera algo malo?
—Papá, te lo juro por Dios...
—Vale, vale, entonce cuéntame cómo vas a empezar una nueva carrera como bailarina de striptease para los hombres que tienen casas de muñecas.
Le costó un rato despegar a su padre del teléfono, y le prometió enviarle fotos y fotocopias de sus bocetos.
—Haz que Graciela te enseñe a recuperar un correo electrónico.
—Sé todo lo necesario sobre correos electrónicos —dijo el hombre—. Supongo que esa casa de muñecas significa que no volverás pronto.
—No durante algún tiempo, pero una cosa.
—¿Sí?
—Yo también te quiero —dijo ella, sonriendo.
—Sí, ya —respondió su padre, enfurruñado, y colgó.
Cuando cortó la comunicación, Paula arrugó el entrecejo. La verdad es que su padre parecía deprimido. Oyó que Lucia la llamaba desde abajo, y se fue a cenar.
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