martes, 22 de marzo de 2016

CAPITULO 26 (PRIMERA PARTE)





—No pareces contenta —le dijo Lucia en el desayuno el sábado por la mañana.


—He hecho una verdadera tontería —dijo Paula, que pasó a relatar a las dos mujeres su comentario a Pedro de que iba a ponerse algo especial para la fiesta de Ruben.


—¿Es que quieres impresionar a Ruben? —preguntó la señora Wingate, poniendo ceño.


—La verdad es que no. Es solo que no quiero que Pedro piense que soy una mentirosa. Y... y sería agradable que la gente le dijera que estaba guapa en la fiesta.


El ceño de la señora Wingate se trocó en sonrisa; era evidente que ella estaba en el Equipo de Pedro.


—¿Qué te gustaría ponerte?


—No lo sé —dijo Paula, y sonrió de oreja a oreja—. Mi preferencia sería algo que hubiera llevado Audrey Hepburn. 
—Lo estaba diciendo de broma, pero las mujeres no se rieron.


—Aquel vestido blanco sin tirantes con el estampado en negro —dijo Lucia con voz soñadora.


—Sabrina —dijo Paula—. Pensaba en algo más tipo Desayuno con diamantes. Sin las gafas de sol y el sombrero, claro.


La señora Wingate se levantó.


—Quizá tenga la solución —dijo, mientras abría un cajón y sacaba una llave de una pequeña caja metálica—. Si me seguís.


Las condujo a través de la casa hasta la parte posterior y utilizó la llave para abrir una puerta que Paula no había visto y que daba paso a un cuarto a oscuras lleno de juguetes viejos, una pila de cortinas, unas cuantos sillones raídos y montones de cajas.


—Bueno, ya conocéis mi vida secreta como urraca —dijo la señora Wingate—. Si sois capaces de caminar sobre estas...  —Empujó algunas cajas para apartarlas. Al fondo, contra la pared, había un gran armario ropero. La señora Wingate abrió la puerta para mostrar que estaba lleno hasta los topes de ropa de mujer.


Paula se quedó momentáneamente desconcertada; entonces la señora Wingate levantó una persiana y un rayo de luz dejó a la vista lo que a todas luces era seda.


—¡Ahhhhhhh! —exclamó Paula, alargando las manos. Miró a la señora Wingate, que con un gesto de la cabeza le dio permiso para sacar los vestidos.


Los vestidos, trajes y un par de vestidos de baile llevaban unas etiquetas que dejaron a Paula sin respiración: Chanel, Balenciaga, Vionnet.


—¿De dónde ha salido todo esto?


—Mi difunto marido insistía en que vistiera bien —dijo la mujer en un tono que no invitaba a las preguntas—. Aquí está. —Sacó un vestido de tubo de seda negra—. No es exactamente como el de la señorita Hepburn, pero...


—Se acerca bastante —dijo Paula, sujetando la prenda delante de su cuerpo. No estaba segura, pero parecía quedarle perfecto—. ¿Puedo...?


—Pruébatelo, por favor —dijo la señora Wingate.


—Sí, pruébatelo —repitió Lucy.


Paula se quitó los vaqueros y la camiseta desenfrenadamente y se quedó en ropa interior. Lucia la ayudó a meterse el vestido por la cabeza y le subió la cremallera de la espalda


La anfitriona abrió más la puerta del armario para dejar a la vista un espejo de cuerpo entero.


El vestido le quedaba como si se lo hubieran hecho a medida, y el tacto de la seda contra la piel le pareció una sensación maravillosa. Nunca se había puesto nada parecido. No eran simplemente un par de trozos de seda cosidos; no, el vestido estaba «construido». Una obra de ingeniería equiparable a la de un coche caro. Notaba las ballenas del corpiño, la rigidez del bocací en la cintura. El vestido la obligaba a mantenerse erguida, le levantaba ligeramente el pecho, le metía la cintura y le aplanaba las caderas y los muslos. Ya de por sí, tenía una figura esbelta, pero el vestido le acentuaba la esbeltez y convertía su cuerpo en algo digno de la portada de una revista.


—No podría llevarlo —dijo—. Es demasiado valioso. Es demasiado... demasiado hermoso.


—¡Tonterías! —replicó la señora Wingate—. Lleva tantos años en este viejo armario que es un milagro que las polillas no se lo hayan comido. Tienes que llevarlo a la fiesta de Ruben. Y cuando Pedro se entere de lo que se ha perdido... bueno, quizás entonces eso le haga quedarse en casa.


Paula pasó las manos por el vestido. No quería quitárselo jamás.


—Claro que tendremos que hacer algo con tu pelo —añadió la señora Wingate.


—Y tienes que llevar medias —terció Lucia—. Este vestido no admite unas piernas desnudas.


—Pero no pantis —apostilló Paula—. Esas cosas dejaron de estar de moda con las botas yeyés.


—Por supuesto, nada de medias completas —aseveró la señora Wingate—. Es una idea espantosa. Llevarás un liguero con medias de seda hasta medio muslo.


Lucia y Paula la estaban mirando boquiabiertas.


—¡No os quedéis ahí paradas! —soltó la señora Wingate—. Tenemos trabajo que hacer. Lucia, mira en esa caja, creo que encontrarás unos zapatos adecuados al vestido.


Lucia parpadeó un par de veces y obedeció.


Paula salió de la casa sintiéndose de fábula. La señora Wingate y Lucia se habían pasado horas con ella. Le habían rizado el pelo con un rizador, y la señora Wingate la había maquillado con mano experta. En cuanto estuvo lista  —«nuestra obra maestra», había dicho Lucia—, le habían prodigado todo tipo de alabanzas. Se sentía como una estudiante de instituto acudiendo a su primer baile de fin de curso. Les dio las gracias, las abrazó, las besó en las mejillas.


—Jamás tuve madre —había dicho—, pero ustedes dos...


—Anda, vete —había dicho la señora Wingate—. Ya has hecho llorar a Lucia, y yo seré la siguiente.


Se marchó con una sonrisa en la boca. Pero en cuanto llegó a la casa de los padres de Karen, su euforia se desvaneció y quiso marcharse. Le pareció que iba demasiado arreglada y se sintió como un pulpo en un ascensor. La gente le sonrió pero, vestidos todos con vaqueros y camisas, no hicieron ningún ademán de presentarse. Ojalá Pedro hubiera vuelto de Miami; habría sido agradable tener un acompañante, alguien que la presentara a los demás.


Ya estaba a medio camino de la puerta para marcharse, cuando Karen la alcanzó.


—¡Estás fabulosa! —le dijo su amiga, agarrándola con firmeza del brazo—. Lo siento, no te vi entrar y no pude llamarte, pero es que mamá me ha inundado de trabajo.


—¿Qué tal te fue en Tejas?


—Mamá me ha amenazado si hablo de negocios esta noche —respondió su amiga, aunque luego susurró—: ¡Fantástico! Creo que firmaré un contrato. —Su voz volvió a la normalidad—. Quiero que veas a Ruben. Ha preguntado por ti.


—Karen, yo... —Le pareció sencillamente justo hablarle de nuevo de su relación con Pedro, de lo mucho que habían hablado por teléfono, incluso de sus coqueteos, pero Karen no la escuchaba. La hizo abrirse paso a empujones entre la multitud de tres personas que rodeaban a su hermano.


Paula sintió que se estaba poniendo nerviosa. A los diecinueve años se había colado de tal manera por Ruben que había pensado que aquel era el Verdadero Amor. A lo largo de los años, a menudo había convertido a Ruben en su «fantasía». Cuando rompió con su último novio se había tirado horas hablando con Karen por teléfono, que la había tranquilizado contándole el último viaje de su hermano a alguna jungla para salvar personas.


En ese momento no estaba muy segura de cuáles serían sus sentimientos cuando le volviera a ver. ¿Su historia con Ruben eclipsaría los últimos días pasados con Pedro?


—¡Perdonad! —dijo Karen a voz en grito por la que debía de ser octava vez. Prácticamente apartó a codazos a una preciosa chica que se mantenía en sus trece, plantada a poco más de medio metro justo delante de Ruben. Cuando la joven dio muestras de estar dispuesta a luchar antes que apartarse, Karen dijo:
—¡Soy su hermana!


Karen ocupó su sitio y tiró de Paula hasta colocarla a su lado.


—Aquí la tienes —dijo, mientras empujaba a Paula hacia delante.


—¡Caramba! —exclamó Ruben, mirando a Paula de arriba abajo—. Te has hecho mayor.


Paula se percató de que Ruben parecía mayor para su edad, pero su piel bronceada por el sol le sentaba bien. Sus ojos tenían la expresión de alguien que había visto cosas por el mundo adelante que nadie debería haber visto. Se le pasó por la cabeza que si no hubiera conocido a Pedro desde su llegada, probablemente habría hecho un verdadero esfuerzo por llegar a conocer mejor a Ruben.


—Y tú llevas ropa —le retrucó ella.


—A veces. —Parecía no poder apartar los ojos de ella. La señora Wingate le había prestado unas perlas, unas de verdad, y la joya realzaba las líneas clásicas del vestido—. ¿Te has vestido así por mí?


El nerviosismo que se había apoderado de ella se esfumó. 


Aunque Ruben era un hombre muy atractivo, aquel antiguo deseo sexual que otrora había sentido por él ya no estaba allí. Cuando, estando en Nueva York, se había planteado volver a verle, había dado por sentado que sería como reavivar un amor perdido hacía mucho tiempo. Había esperado que los años desaparecieran como si no existieran. Pero lo cierto era que Ruben era un extraño. Y lo que era aún más importante, aquella sensación de hormigueo que solía tener siempre que él andaba cerca había desaparecido.


Mientras se contemplaban mutuamente, el padre de Ruben se abrió paso a empujones entre la gente.


—Ruben —dijo—. Hay alguien que quiere conocerte. —Vio adónde estaban mirando los ojos de su hijo y se volvió—. ¡Madre mía, Paula, estás bellísima! Es tan agradable ver a una mujer vestida con algo que no sean unos vaqueros azules. Te devolveré a Ruben inmediatamente. Te lo prometo.


Karen pareció esperar que Paula se quedara allí y esperase a que Ruben regresara, pero no quería hacer eso. Había averiguado lo que quería saber: jamás habría nada serio entre ella y Ruben.


Así que cuando la señora Alfonso reclamó la ayuda de Karen, Paula se alegró. Había una persona que tenía mucho interés en ver a la mujer de la que Pedro, según propia confesión, casi se había enamorado. Desde que se lo contara, Paula había estado preguntándose qué había querido decir. ¿Se había enamorado de ella, pero cuando la mujer escogió a otro hombre él se había obligado a desenamorarse? ¿O había sido cosa de ella? ¿Había habido alguna situación desagradable en la que él le propusiera matrimonio y ella lo rechazara?


Por encima de todo, Paula quería saber qué clase de mujer había estado a punto de atrapar el corazón de Pedro.


Karen estaba ocupada ayudando a su madre a sacar la comida, pero Paula le pidió que le señalara a una mujer que se llamaba Gemma.


—Allí —dijo Karen—. ¿Ves a aquel tiarrón? Ese es Colin Frazier, nuestro jefe de policía, y Gemma es su esposa. No suele alejarse demasiado de él. ¿Por qué lo quieres saber?


Paula se salvó de tener que contestar gracias a alguien que preguntó por la ubicación del agua mineral. Se escabulló para unirse al grupo que rodeaba al hombretón. Se paró enfrente de él e intentó no llamar demasiado la atención mientras lo miraba fijamente. Era un hombre muy grande, alto, corpulento y muy musculoso. Aunque sin duda guapo, eso era menos importante que su tamaño.


Cuando el hombre vio que le estaba mirando, le hizo un gesto con la cabeza por encima de su cerveza, y dio la sensación de estar a punto de presentarse. Paula estaba a punto de alejarse cuando vio a la mujer que estaba al lado del jefe de policía. Era guapa, aunque nada del otro mundo, sin duda no el tipo de cara que despertara los celos de nadie. Aunque estaba embarazada, se dio cuenta de que la mujer hacía ejercicio; el vestido sin mangas que llevaba dejaba a la vista unos brazos bonitos y musculados.


Como si Gemma supiera que estaba siendo observada, se dio la vuelta y miró a Paula. Sus ojos rebosaban sagacidad, como si estuviera interesada en todo lo relacionado con Paula, desde quién era a de dónde había sacado su vestido.


Paula hubiera deseado que la mujer le desagradara y haber podido preguntarse qué era lo que Pedro había visto en ella. Por el contrario, sintió el impulso de llevársela a un rincón tranquilo y hablarle de los dibujos que había realizado para la casa de muñecas. No pudo evitar pensar que podían ser amigas.


Gemma pareció pensar lo mismo, ya que dio un paso hacia ella. Pero Paula se alejó; tuvo miedo de que si se conocían, la atosigara a preguntas sobre Pedro.


Se volvió a meter rápidamente entre la multitud y echó a andar hacia la puerta del fondo. Ya había visto lo que quería ver, así que no había motivo para quedarse. Pero cuando casi había llegado a la puerta, la muchedumbre se separó lo suficiente para que viera a una niña pequeña, de unos ocho años, sentada en un gran sillón. Era una niña extraordinariamente hermosa, de aspecto realmente angelical, y que sostenía un oso de peluche bajo el brazo. 


Iba vestida con un vestido sin mangas a rayas verdes y amarillas y una chaqueta verde, un conjunto que era casi tan de adulto como el que llevaba puesto Paula. Y tenía unas pestañas que parecían plumas. Paula supo sin ningún género de dudas que aquella era Noelia, la niña con la que había hablado varias veces por teléfono. Y si Noelia estaba allí, eso significaba que Pedro también.


De pronto empezó a oír silencio. Era una idea extraña, aunque era la única manera de describirlo. Noelia estaba mirando hacia la puerta delantera, lejos de donde estaba Paula, y a las personas que se habían parado allí, hablando, y que estaban mirando algo... o a alguien.


Por una especie de corazonada supo que se trataba de Pedro. Parecía que había regresado un día antes y que había ido allí por ella. Ya no iba a estar más tiempo en una habitación llena de extraños. El cosquilleo que una vez había sentido por Ruben la invadió de nuevo. Desde su regreso a Edilean, Pedro se había apoderado de todos sus pensamientos, y sus vidas habían acabado entrelazándose.


Conteniendo la respiración, con el corazón latiéndole en la garganta, permaneció donde estaba, en el otro extremo de la larga habitación, y esperó.




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