miércoles, 16 de marzo de 2016

CAPITULO 4 (PRIMERA PARTE)




Entró en su dormitorio, accionó el interruptor de la luz y se dirigió al espejo. Metió la mano por detrás y sacó una foto. 


Era vieja y estaba un poco desvaída, y en la imagen había una mano que sobraba, perteneciente a la rubia que estaba reclinada en lo alto de la gran roca. Pero la antigüedad y estado de la foto le recordaron la cantidad de tiempo que llevaba intrigado por la señorita Paula Chaves.


Desplegó la foto y miró a las dos jóvenes. La rubia era sin duda preciosa, y tenía el físico de una chica de calendario de la década de 1950, grande por arriba y por abajo y con una diminuta cintura en el medio. Tenía un rostro bonito, de tez pálida y rosácea, con ojos azules claros y labios carnosos.


Pero Pedro nunca se había sentido atraído por aquella chica y volvió a doblar la foto.


Se estiró sobre su cama, sostuvo la foto en alto y miró a Paula. Se la había enviado Karen, junto con otras muchas, al poco tiempo de haberla conocido. Había conservado esa para recordar los breves momentos pasados con ella. Sí, por supuesto, tenía una pinta fantástica en biquini, larga y estilizada, aunque era más que eso. Tenía un cuerpo que parecía capaz de realizar actividades deportivas, como montar en bicicleta por los senderos de la reserva natural. O conducir un quad hasta la cabaña de su primo Ramon para ir a pescar.


Le gustaba su cuerpo por todo eso, y estaba fascinado por su cara. Tenía una expresión risueña en los ojos que siempre le había gustado; parecía alguien que podría echarse a reír aun cuando las cosas se pusieran duras.


¡Y si había algo que Pedro necesitaba en su vida era reírse a mandíbula batiente!


Le encantaba ser médico y ayudar a la gente, y sabía que había salvado algunas vidas. Pero cuando llegaban las analíticas y mostraban que una persona que le importaba tenía cáncer en grado IV, su trabajo ya no le gustaba tanto.


En los últimos años había querido volver al hogar, no a una casa vacía, sino junto a alguien con quien pudiera «hablar».


 Alguien que le comprendiera y escuchara.


Pero, pese a todas las mujeres con las que había salido, no había encontrado una mujer así. Había montones de ellas que dejaban claro como el agua que les gustaría casarse con él, pero siempre había tenido la sensación de que lo querían no por quién sino por lo que era. Parecían pensar más en ser la esposa de un médico que en serlo del propio Pedro.


Pocos años atrás había estado a punto de creer a una de ellas. Habían salido durante un año y las relaciones sexuales habían sido buenas. La había conocido en una fiesta, era de Virginia Beach, estaba licenciada en empresariales y vendía productos farmacéuticos. Era una mujer inteligente e interesante. Después de que hubieran pasado varios meses juntos, Pedro había considerado la posibilidad de pedirle que se casara con él. Pero entonces, por esas cosas del azar, la había oído hablar por teléfono con su amiga sobre el tamaño del anillo que probablemente le iba a regalar. «Estoy segura de que puede permitirse por lo menos tres kilates —había dicho—. Te aseguro que estoy impaciente por meterle mano a esa vieja casucha suya. Aunque solo la utilicemos en vacaciones, no soporto ese lugar.»


Pedro se había adelantado y dejado que lo viera. Había escuchado sus excusas y disculpas, pero la mujer se había dado cuenta de la inutilidad de sus esfuerzos. Le dejó aquella noche, y Pedro no la había vuelto a ver desde entonces.


De ahí en adelante, no había habido nadie serio; de hecho, en los dos últimos años cada vez había salido con menos chicas.


Era muy consciente de que en el pueblo ahora se decía que jamás se casaría, que era un solterón empedernido. Y una parte de él había empezado a creérselo.


Pero en los últimos años, uno a uno, sus primos de edad aproximada a la suya se habían ido casando, y ya tenían hijos. Ya no quedaba ninguno con quien salir a tomarse una cerveza. Todos los hombres estaban tan recién casados que seguían queriendo quedarse en casa con sus mujeres y sus bebés. O al menos esa era la excusa que Pedro les buscaba. 


Que hubieran escogido bien sus parejas era algo en lo que ni siquiera quería pensar.


Pedro bromeaba permanentemente sobre lo tranquila que era su casa, pero no engañaba a nadie.


Volvió a mirar la foto de Paula. Unos años atrás, su hermana Andrea se había enfadado al contarle que había roto con una joven que a ella le había gustado.


—¿Sabes cuál es tu problema, Pedro? —le había dicho, con las manos en las caderas. Estaba desayunando en casa de su hermana y su sobrina Noelia estaba a su lado.


—No, pero tengo la impresión de que me lo vas a decir. —Lo dijo sin levantar la vista del periódico.


—Que nunca te has tenido que esforzar para conseguir una chica. ¿Conoces siquiera el significado de la palabra esfuerzo?


Pedro consideró que la afirmación de su hermana era absurda. La miró por encima del periódico.


—¿Te refieres a la mujer que llevé a dar un paseo en globo? ¿O por la que volé a Nueva York a pasar un fin de semana de tres días? ¿O...?


Andrea sacudió la cabeza.


—Sí, ya sé. Eres el señor Encanto en persona. Las mujeres le echan un vistazo a esa jeta tan bonita tuya y a ti te encanta volverlas locas reforzando sus fantasías sobre ti.


Pedro había bajado el periódico y mirado a Noelia.


—¿Tienes idea de lo que está hablando tu madre?


A la sazón, Noelia tenía solo seis años, y siempre había sido un poco adulta. La niña asintió solemnemente con la cabeza.


—Mi profe dice que eres el hombre más guapo que ha visto nunca, y me pidió que le diera el número de tu móvil.


—¡Lo ves! —insistió Andrea—. Es de eso de lo que estoy hablando.


Pedro había seguido mirando a su sobrina.


—¿Te refieres a la profe pelirroja o a la morena de pelo largo?


—A la morena —dijo Noelia, dándole un mordisco a su tostada.


—Ah. —Había dicho Pedro, que volvió a coger el periódico—. Sonríele, pero no le des mi número. Si te lo pide la pelirroja, dáselo.


—¡Noelia! —dijo Andrea—. No te atrevas a darle el número de tu tío a nadie. Y tú, Pedro, si no dejas de tontear, vas a acabar como un solterón cincuentón viviendo con un montón de gatos. ¿Es que no quieres tener una familia?


Él había vuelto a bajar el periódico, pero esa vez su expresión fue de seriedad.


—Estoy abierto a todo tipo de sugerencias, así que, por favor, dime cómo encontrar a una mujer que puede ver más allá de sus fantasías de casarse con un médico. ¿Esa mujer que te gustaba tanto? No quería vivir en Edilean. Y me sugirió vehementemente que me trasladara a Nueva York y me hiciera cirujano plástico para poder ganar dinero de verdad.


—Ah —había dicho Andrea, mientras se sentaba en el extremo de la mesa—. Esa parte no me la contó.


Pedro se bebió su zumo de naranja y le dijo a Noelia que hiciera lo mismo.


—Andrea—había dicho—. Estoy más que dispuesto a resolver ese problema. Pero parece que no puedo cambiarme. Al contrario de lo que la gente parece creer de mí, me gustan las mujeres inteligentes, esas con las que uno puede mantener realmente una conversación. Pero todas las mujeres así con las que he salido me piden que deje este pueblo de mala muerte y empiece a ganar mucho dinero.


—No sabía nada de eso —había dicho Andrea. Levantó la cabeza—. Todo lo cual hace que lo que he dicho sea más cierto. Tienes que encontrar a una mujer que no piense que eres la respuesta a todos sus problemas. Encuentra a una mujer que no te quiera, y luego ve a por ella.


—Pero si no me quiere, ¿por qué habría de perseguirla? —había preguntado Pedro con desconcierto.


—Mírame —le dijo su hermana—. Cuando conocí a Armando, era la última persona que deseaba. ¿Un mecánico de coches que quería ser militar? ¡Jamás! Pero míranos ahora.


Pedro miró a su preciosa sobrina y pensó en lo mucho que envidiaba a su hermana


Ella y su marido eran una pareja tan feliz como no había visto en su vida.


—Estoy dispuesto —había dicho—, pero ¿cómo la encuentro?


—Ponte una máscara —terció Noelia, y cuando los dos adultos la miraron, añadió—: Ponte una máscara horrible, tío Pedro.


Andrea y Pedro se habían echado a reír con tantas ganas al oír lo que había dicho, que la tensión desapareció.


Algunas semanas más tarde, Pedro conoció a otra mujer que le gustó. Consideraba que se había esforzado con ella, pero quizá su hermana tuviera razón, porque nunca había tenido la sensación de estar luchando para conquistarla. La ruptura se produjo cuando averiguó que la mujer había dejado de tomar sus anticonceptivos.


Pedro volvió a mirar la foto. Paula había permanecido en su pensamiento a lo largo de todo ese tiempo. Tal vez los escasos momentos que estuvieron juntos en el patio de los padres de Karen no hubieran significado nada para ella, pero para él habían representado muchísimo. A Paula no le había impresionado la profesión de Pedro, y no se había dejado subyugar por lo guapo que era. Ella le había calado, había mirado en su interior, y le había hecho preguntas acerca de él como hombre. A Pedro se le ocurrió que a Paula le habría dado lo mismo que él hubiera estado desfigurado.


Andrea decía que jamás se esforzaba por conquistar a una mujer, y eso era lo único que había hecho con Paula. Pero había fracasado. Todos sus intentos de volver a verla se habían quedado en nada.


Bueno, ¿y de qué narices iba ese asunto de Ruben Alfonso? ¿Qué tenía él que ver con Paula? ¿Y por qué Karen había mantenido en secreto lo que quisiera que hubiera ocurrido —ese «algo»— durante todos estos años?


Pedro miró su brazo escayolado con asco. ¿Cómo iba a conquistar el afecto de una mujer con aquel lastre envolviéndole? Ruben iba por el mundo salvando a la gente de manera espectacular ¿Cómo podría competir con eso? Sabía por experiencia que los hombres incapacitados tienden a sacar la enfermera que las mujeres llevan dentro.


Pero Pedro no quería una enfermera, quería...


Quería conocer a Paula como hombre, con todas sus facultades en pleno funcionamiento.


Había mentido a Karen cuando le dijo que no recordaba lo del crucero que sus padres estaban planeando hacer; su padre había rezongado al respecto sobradamente. 


Pedro le había encantado la idea. Si su padre se marchaba, eso significaba que podría regresar a su consulta, aunque siguiera con el brazo escayolado. Pero Pedro no se había enterado de que su madre —estaba seguro de que había sido ella— se hubiera puesto en contacto con Ruben y lo hubiera convencido para que regresara.


Cogió su móvil y abrió el calendario para comprobar las fechas. Disponía de poco tiempo entre la marcha de su padre y la llegada de Ruben. Pero con escayola o sin ella, iba a reunirse con Paula el día que ella llegara.


¡Y esta vez se iba a asegurar de que lo recordara!






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