sábado, 26 de marzo de 2016

CAPITULO 39 (PRIMERA PARTE)



Al cabo de una hora Paula volvió al salón, donde Pedro estaba preparando una mochila para hacer una excursión y Ramon marinaba una carne de ternera con limón y especias.


—Tengo que volver a casa —dijo Paula.


La reacción de Pedro no se hizo esperar.


—Pero si el verano no ha terminado. Todavía te quedan semanas. Meses. Ruben quiere que regrese para trabajar, pero lo demoraré. Iré a Nueva York contigo y... —Se interrumpió porque Paula le estaba mirando fijamente.


—Me refiero a Edilean —masculló.


Ramon se estaba riendo por lo bajo.


—Ahora que el amigo Ken, aquí presente, ha colgado su corazón para que todo el mundo lo vea, ¿puedo preguntar qué pasa?


—Tengo que conseguir que Lucia empiece a hacer un vestuario completo para que Noelia lo lleve al pase de modelos.


Pedro trataba de superar su bochorno.


—Pero Savannah dijo que ella se iba a encargar de toda la ropa.


—Y si la conozco bien —metió cuchara Ramon—, será lo mejor que el estado pueda ofrecer. Probablemente su hija lleve algo con diamantes en la falda.


—Esa es la cuestión —observó Paula.


Los dos hombres la miraron con idéntica expresión de no entender de qué estaba hablando.


Pedro —dijo ella lentamente—, el año pasado, cuando fuiste a ver las heridas de Rebeca, pensaste que era muy divertido que Noelia llevara puesta un maillot de Mickey Mouse dos tallas más pequeña que la suya. ¿Cómo crees que se sentía ella con aquel atuendo? ¿Y por qué piensas que la «buena» de Rebeca no le dijo a su preciosa, despierta e inteligente prima que tenía que llevar un maillot para la fiesta circense?


—Ay —dijo Pedro—, supongo que no caí en la cuenta. ¿Así que planeas...?


—No confío en que Rebeca y su madre le vayan a dar a Noelia unos vestidos preciosos para que los luzca en el pase de modelos. Me rondan por la cabeza algunas espantosas visiones de monos y botas de caucho. Creo que lo más conveniente para Noelia sería que llegara con sus propios vestidos, diseñados exclusivamente para ella. En realidad, he estado preparando una línea completa de ropa llamada El ropero de Noelia.


Pedro parpadeó varias veces antes de comprender. No quería decir lo que pensaba de Savannah McDowell y su hija, pero estaba en su mirada.


—¿Cuánto tardarás en estar lista para salir?


—Tengo que hacer el equipaje y...


—¿Por qué no os vais vosotros ahora y yo os bajo la ropa esta tarde? —sugirió Ramon—. Y creo que deberíais...


Los dos le miraron.


—No sé mucho de niñas pequeñas, pero podría estar bien que Paula hiciera alguna prenda para que las demás niñas las llevaran en el pase. Y eso podría hacer que Noelia se sintiera menos marginada.


—Es una idea genial —admitió Paula—. Parece que sabes mucho de niñas mezquinas.


—He conocido a algunas. Anda, idos. Llevará una hora meter todas las muñecas Kirby de Noelia en el coche.


—Riley —le corrigió Paula, dirigiéndose al dormitorio.


Veinte minutos más tarde ya estaban listos para partir. Paula había metido a la remanguillé en una bolsa todos sus objetos de aseo, y hecho lo propio con los de Pedro y Noelia. Ramon estaba transportando el lote entero de animales y muñecas de Noelia al coche, y Paula no pudo resistirse a la tentación de hacerle una foto.


—Te la enviaré a Berkeley para que la utilices como reclamo para que se inscriban alumnos —dijo cuando entró en el coche—. En el pie se leerá: TAL VEZ PAREZCA DURO, PERO EN REALIDAD ES UN GIGANTE TIERNO.


—Como diría Nietzsche... —empezó a decir Ramon, pero Pedro arrancó el motor y ahogó su voz. Ramon cogió la indirecta—. Decidle a las chicas que les devolveré sus ollas esta tarde —gritó, por encima del ruido.


Cuando Pedro dejó atrás la cabaña, Paula le miró.


—Deduzco que «las chicas» son la señora Wingate y Lucia.


—Sí, así es —dijo él, echando un vistazo al retrovisor. Noelia, acurrucada con sus muñecos, ya estaba dormida—. Quiero que me cuentes todos tus planes —dijo.


—Preferiría que me hablaras de ti y de Ruben. ¿Cuándo hablasteis?


—Yo y mi bocaza. Después de que Ruben me viera bailar contigo sugirió que me ocupara de mi consulta para que pudiera regresar a donde quiera que haya estado trabajando últimamente.


—Y en vez de eso, nos trajiste a Noelia y a mí a la cabaña.


—Eso hice —dijo Pedro—. Además, Ruben tiene que hacer frente a sus problemas?


—¿Y que son...? —preguntó ella.


—Laura Chawnley.


—¿Estás de broma? —dijo Paula—. ¿Después de todos estos años sigue enganchado a ella? ¿Aunque esté casada con el predicador baptista y tenga hijos ya?


—En efecto —dijo Pedro—. Lo que pasa es que no la ha vuelto a ver desde el día que ella le dijo que no se iban a casar, y él es un miedica.


—Algo que seguramente le has dicho.


—Y disfruté mucho haciéndolo —dijo Pedro con una sonrisa de oreja a oreja.


Paula iba a seguir con sus preguntas, pero entonces su móvil empezó a zumbar.


—Parece que volvemos a tener cobertura. —Sacó el móvil del bolso—. Y tengo veintiún correos electrónicos. —Empezó a repasarlo—. ¡Oh, Dios mío! Una mujer de Nigeria ha decidido entregarme la fortuna de su difunto marido de dieciocho millones de dólares. Y todo porque se ha enterado de que soy una persona muy buena.


—Se lo dije yo —dijo Pedro con aire solemne.


—Entonces debería darle tu dirección de correo electrónico.


—No merezco tanta generosidad —dijo él, y se echaron a reír.


Paula pulsó sobre el número de Lucia, que respondió enseguida. Tardó solo un par de minutos en explicar lo que necesitaban.


—Disponemos solo de una semana. ¿Crees que podemos hacer algo en ese tiempo?


—Me parece que podemos montar un espectáculo que hará que Savannah McDowell se desmaye de envidia. Y a propósito, todo esto es cosa suya, no de su hija.


—Entiendo —dijo Paula, mirando a Pedro de reojo.


—Me reuniré contigo en Telas Hancock de Williamsburg —dijo Lucia—. Sé modificar patrones, pero no soy diseñadora. Además, tendremos que comprar tela.¿Cuántos vestidos has diseñado?


—Seis —dijo Paula—, pero Ramon cree que deberíamos hacer algunos más para las otras niñas.


—Me gusta la idea. Pero no podremos mantenerlo en secreto. Tendremos que decírselo a Savannah... y a Rebeca. No será fácil.


—Tienes razón, por supuesto —reconoció Paula, pensando—. Pedro es el maestro de ceremonias, así que él puede...


—Engatusar a Savannah con lo que sea. Logrará que acepte todo lo que él le proponga. ¡Ah, sí!, me encanta esto. ¿Cuánto tardarás en llegar a la tienda?


Pedro está con nosotros, así que tendremos que dejarle primero, y luego...


—Iré con vosotras —dijo él.


—¿Estás seguro? —preguntó Paula—. Mira que una tienda de telas no es exactamente un lugar para hombres.


—Creo que podré ir y seguir conservando mi masculinidad.


Paula se lo dijo a Lucia, y colgaron.


Durante un momento viajaron en silencio.


—¿Cómo está tu brazo? —preguntó ella.


—Duele, pero mejor. Paula, acerca de lo que dijiste antes...


—¿Cuando creíste que volvía a Nueva York?


—Sí. Te dije que ya era mayorcito y que podría soportar el dolor, pero ahora me parece que quizá no sea tan adulto como pensaba.


Paula miró por la ventanilla. En ese momento no fue capaz de imaginarse no estar con él. En tan poco tiempo habían llegado a involucrarse completamente uno en la vida del otro. Pero se tuvo que recordar que en ese momento aquella no era su verdadera vida. Su familia estaba en otra parte, y era imposible que pudiera ser fiel a su carácter, a lo que realmente era ella, en aquel pequeño pueblo. No podría vivir sin hacer algo creativo en su vida.


—De acuerdo —dijo Pedro, rompiendo el silencio—. Se acabó la seriedad. Cuéntame tus planes para Noelia.


Paula agradeció la tregua; no quería pensar en cosas tristes.


—¿Hasta qué punto conoces a esa mujer, Savannah? —empezó.


Cuando llegaron a la tienda de telas, Noelia estaba despierta y haciendo preguntas. Paula le contó la idea de Lucia de organizar un pase dentro del pase.


—Para los Davie del colegio —dijo Noelia, y Pedro soltó una carcajada.


Paula los miró con expresión perdida.


—¿Te acuerdas de las personas cuyos interiores y exteriores no corren parejos? —preguntó Pedro, y Noelia empezó a explicárselo.


Paula recogió su cuaderno de dibujo del suelo del coche.


—¿Crees que Davie podría pasar una camisa y unos pantalones cortos que son perfectos para una tarde de playa?


—¡Sí! —exclamó Noelia.


Necesitaron varias horas para conseguir todo lo que necesitaban en la tienda de telas. Lucia y Paula se echaron sobre los libros de muestras para encontrar las que mejor encajaran con lo que Paula tenía en mente, mientras Pedro se llevó a Noelia a la charcutería y a la librería cercanas.


Paula envió un mensaje de texto a Pedro cuando estuvieron listas para escoger las telas, así que él y Noelia regresaron a la tienda. A partir de ahí todo fueron discusiones entre
las tres mujeres mientras diseñaban una prenda tras otra, ora un vestido, ora una blusa, ora un pantalón.


—Y los sombreros —dijo Noelia—. Los sombreros van con todo.


—Creo que esta niña va a ser diseñadora de modas —le dijo Paula a Pedro.


—No —respondió él, inclinándose sobre el carrito que ya habían llenado de telas, accesorios y patrones—. Noelia va a ser médico.


Paula le miró con cara de pocos amigos.


—¿No te parece que debería ser ella quien eligiera su profesión?


Pedro se encogió de hombros.


—A veces es ella la que nos escoge. En nuestra familia, la Medicina es la que elige. Yo lo entendí; mi hermana, no; Noelia, sí.


Paula solo pudo mirarle con perplejidad. No había visto ni el menor indicio de que Noelia estuviera interesada en la Medicina. A la niña parecía gustarle el arte por encima de todo lo demás.


Pedro la estaba observando y sonrió.


—Noelia, ¿esto qué es? —Entonces se puso un dedo en la base del cuello por la parte de atrás.


—El bulbo raquídeo —respondió la niña sin apenas levantar la vista del rollo de tela que Lucia estaba sujetando.


—Yo no se lo he enseñado —explicó Pedro—, pero ahora te das cuenta de por qué mi hermana deja que pasemos tanto tiempo juntos.


—Sí, sois almas gemelas —dijo Paula, consciente de que recientemente había dicho eso mismo de ella y Noelia.


—Sí, aunque quiero que en su vida tenga algo más que la Medicina. No quiero que haga lo que yo, que eche los dientes mordisqueando un estetoscopio y leyendo textos médicos, en lugar de libros infantiles. Quiero...


Paula le puso la mano en la suya y se inclinó para darle un beso en la mejilla.


—Lo entiendo —susurró.


—¡Nada de besos! —dijo Noelia, haciéndoles reír.


Paula volvió a centrarse en las telas, combinando un ribete verde con otros rosa y blanco.


Pedro, aburrido con la tarea de agarrarse a los carritos, utilizó su móvil para hacerles una foto a las tres mujeres inclinadas sobre un montón de retales.


—Se la voy a enviar a la abuela —le dijo a Noelia—. ¿Te parece que se va a creer que estoy en una tienda de telas?


—Dile que estás practicando tus suturas —dijo Lucia.


Sonriendo, Pedro le escribió un mensaje de texto a su madre.


—Envíale una copia de esa foto a mi padre —dijo Paula, y le dio la dirección de correo electrónico.


Pedro escribió un breve mensaje genérico al padre de Paula, pero luego lo borró. ¿Cómo era aquel refrán acerca de que el que quiere peces ha de mojarse el culo? Respiró hondo para infundirse valor, y empezó a escribir: «Apreciado señor Chaves, me llamo Pedro Alfonso. Soy el único médico de este pequeño pueblo y estoy enamorado de su hija, con quien me quiero casar. Pero ella dice que va a volver a Nueva York. ¿Cómo podría convencerla para que se quedara?»


Antes de que perdiera los nervios, envió el mensaje.


—¿Se lo has enviado? —preguntó Paula.


—Por supuesto —respondió—. Se lo envié. Tal vez haya enviado el mensaje de mi vida. De toda mi vida.


—¿Qué quieres decir?


—Nada. ¿Tengo que pagar esto?


—Por supuesto —dijo Paula, y entonces Lucia le pidió que echara un vistazo a un algodón azul.







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