domingo, 27 de marzo de 2016

CAPITULO 42 (PRIMERA PARTE)




A medianoche hizo que Lucia y Paula apagaran las luces, y condujo a esta por el pasillo hasta su habitación. Cuando empezó a desnudarla, ella dijo:
—Estoy demasiado cansada para...


La forma en que Pedro la miró la hizo callar; allí no había sexo, sino ternura y comprensión. Paula se entregó a él.


Pedro la condujo hasta el baño para que se diera una ducha caliente y la desnudó; mientras lo hizo, no dejó de hablarle con una voz suave y acariciadora. Elogió la buena labor que había hecho durante toda la semana, su habilidad para dirigir el trabajo y a las personas.


Paula se metió en la ducha, y las palabras de Pedro, junto con el agua caliente, empezaron a reanimarla, así que alargó los brazos hacia él.


Pero Pedro retrocedió. Cogió el frasco del champú, y aunque estaba fuera de la ducha y completamente vestido, le enjabonó el pelo. El vigoroso masaje que le dio en el cuero cabelludo hizo que Paula se diera cuenta de lo verdaderamente cansada que estaba.


Pedro le aclaró el pelo, cerró el agua y la envolvió en una gruesa toalla. Cuando llegaron al dormitorio, ella estaba bostezando. La vistió, no con una de aquellas cosas llenas de encaje que solía ponerse cuando estaba con él, sino con la vieja camiseta a la que era tan aficionada.


Pedro retiró la colcha, e igual que ella le había visto hacer con Noelia, la tapó con ternura y le dio un beso en la frente.


Creyendo que su intención era marcharse, le cogió la mano.


—No te preocupes —le susurró él—, no te vas a deshacer de mí así como así. Deja que me duche y volveré para abrazarte durante toda la noche.


Se quedó dormida con una sonrisa en la boca, y cuando Pedro se metió en la cama a su lado, vestido solo con el pantalón del pijama, se acurrucó contra él y le puso los labios en su cálida piel desnuda. No estuvo segura, pero creyó oírle decir: «Te quiero.» Aun estuvo menos segura cuando creyó oírse decir: «Lo sé.»


El viernes —la víspera del pase de modelos—, durante la comida, Ramon dijo que tenía cierta experiencia en el mundo de la interpretación. Como nadie entendiera a qué venía aquello, no hubo comentarios. Que Ramon, poseedor de un vozarrón y una personalidad impresionantes, hubiera sido actor alguna vez casi se daba por hecho.


—Muy bien —dijo—, dado que nadie parece capaz de coger mi indirecta, solo diré que lo voy a organizar todo.


—¿Te refieres al pase de modelos? ¿El de las niñas? —preguntó Paula, que estaba cosiendo a mano las rosas hechas por Armando al cuello de un vestido.


—Eso es exactamente lo que estoy diciendo —confirmó Ramon—. Pedro, encárgate de recoger la mesa de la comida. Tengo que llamar a los padres de las niñas.


Cuando Paula empezó a preguntar, Ramon le dijo que ella y Lucia tenían permiso para verlo y oírlo todo. Ambas iban a volver a la costura, aunque Andy le iba a ayudar a él.


—¿Y dejar de inclinarme sobre esa máquina? —masculló Andy—. ¿Qué tengo que hacer para conseguirlo?


Mientras que Lucia y Paula regresaron al piso de arriba para ocuparse de los últimos arreglos de los vestidos de todas las niñas, los demás anduvieron entrando y saliendo de las habitaciones de abajo colaborando en el plan ultrasecreto de Ramon.


Lucia se abstuvo de preguntar, aunque no así Paula. En un par de ocasiones Pedro estuvo a punto de ceder y contárselo todo, pero Noelia lo mantuvo a raya.


—¡Lo vas a estropear todo! —advirtió a su tío—. Queremos que sea una sorpresa para Paula. Así que Pedro se negó a contar nada de lo que estaba haciendo Ramon.


A lo largo de la tarde, las niñas que iban a participar en el desfile regresaron a casa de la señora Wingate con sus madres... y un padre divorciado.


Paula oyó una música que le sonó como a una estampida, y en un par de ocasiones como si alguien prorrumpiera en vítores. Quiso saber qué estaba pasando, aunque tenía demasiado trabajo para tratar de averiguarlo.


El sábado amaneció un día soleado y resplandeciente, sin el menor rastro de nubes en el cielo.


—¿Cómo te encuentras? —le preguntó Pedro cuando la atrajo entre sus brazos. Estaban en casa de él, acurrucados en la cama.


—Muy bien —dijo Paula—. Es solo un desfile infantil en un pueblo, nada más. No hay motivo para ponerse nervioso. —Apartó la colcha, se levantó de la cama... y le fallaron las piernas.


Pedro la agarró antes de que cayera al suelo.


Paula se sentó en el borde la cama; sentado detrás de ella, Pedro le pasó las largas piernas sobre las suyas y la hizo apoyarse de espaldas contra él.


—Todo irá bien —le dijo, y la besó en la mejilla—. Tendrás mucha ayuda, y todos saben lo que tienen que hacer.


—Ya lo sé—dijo ella—. Es solo que...


—¿Que qué?


—Espero que les gusten mis diseños. Si a los asistentes no les gusta, se reirán de las niñas, y han puesto tanto empeño y...


Pedro siguió besándola con las manos en los brazos de Paula.


—He visto toda la ropa, y las niñas tienen un aspecto fantástico. ¡Tendrías que haberlas visto con Ramon! Son las bichos raros del colegio, y nunca han hecho nada parecido a esto. Paula, cariño, no te haces idea de lo que esto está haciendo por ellas. ¡Y espera a ver lo que se le ha ocurrido a Ramon!


—¿Es bueno?


—¡Fabuloso! Y ni se te ocurra tratar de sonsacarme el secreto.


Ella restregó las nalgas contra sus partes pudendas, que enseguida dieron muestras de responder al estímulo.


—¿Ni siquiera una pista?


—Paula... —empezó a decir Pedro—. Tenemos que vestirnos y... —Emitió un sonido gutural cuando ella se restregó un poco más—. Esas niñas poseen unos talentos ocultos, y Ramon los ha descubierto. ¡Basta! Eso es todo lo que te voy a contar, y es más de lo que debería haber dicho. —Se levantó de la cama—. Vamos, deja que te prepare un buen desayuno. Vamos a necesitar que estés fuerte cuando Savannah descubra lo que has hecho para su desfile de modelos.


Paula le siguió a la cocina. Llevaba puesta una de las camisetas de Pedro y las bragas.


—Estás de broma, ¿verdad?


—En absoluto. ¿Crees que aguantarás hasta las once con tres huevos?


—¿Cuánta ginebra les vas a poner?


Pedro se rio por lo bajo.


—A los huevos solo les pongo ron, y exclusivamente cuando trato de derribar tu resistencia. Ve a vestirte o no conseguiré concentrarme.


Paula respiró hondo, y Pedro se dio cuenta de que estaba realmente nerviosa. Se alejó de la cocina para ponerle las manos en los hombros y le apoyó la frente en la suya.


—Paula, escúchame. No tienes motivos para preocuparte. —Ambos sabían que ya se lo había dicho antes, pero a Paula le parecían pocas todas las veces que pudiera decírselo—. Tus diseños son fantásticos. Y lo que es más importante, estás haciendo que unas niñas que se han pasado todas sus vidas en un segundo plano, se vean a sí mismas con otros ojos. Tú...


—Y Noelia. Esas niñas fueron idea suya, no mía. Se merece que se le reconozca.


—A ambas dos —dijo él, y fue tal el tono afectuoso de su voz que ella no pudo evitar sonreír—. Noelia sabía quiénes eran, pero tú, tu sensibilidad artística y tu buen corazón las han arrastrado a lo que nadie creía que serían capaces de hacer.


—Eso espero.


—¡Muy bien! —dijo Pedro—. Se acabaron las palabras de ánimo. Ahora ve a vestirte antes de que la visión de tus piernas desnudas me vuelvan loco y te posea aquí mismo, sobre el suelo de la cocina.


—Pues a lo mejor deberíamos...


—¡Aléjate de mí, seductora! —dijo, y la hizo darse la vuelta hacia el dormitorio.


Paula abandonó a regañadientes la seguridad de sus brazos y fue a sacar su ropa del armario ropero de Pedro. Daba igual la de veces que se recordara que aquello no era Nueva York; que no era una exposición de pinturas; que no iba a ser algo que los críticos iban a despedazar, y que no era algo que fuera a condicionar su vida para los restos... que ella seguía hecha un manojo de nervios. No quería decepcionar a las niñas.


¿Cómo iba a reaccionar la pequeña Kaylin cuando caminara por una pasarela delante de lo que según Pedro serían al menos cien personas? La niña era tan tímida que apenas le había hablado. Entonces se imaginó a la pobre Kaylin paralizada al fondo de la pasarela, negándose a dar un solo paso.


En uno u otro sentido, todas las niñas salvo Noelia eran unas inadaptadas, la clase de criaturas a las que todos avasallaban y que siempre eran excluidas de las actividades escolares cotidianas.


Mientras se vestía, volvió a sentirse intrigada por lo que Ramon podría haber hecho con las niñas. Noelia haría todo lo que se le pidiera, pero las demás...


Tardó un rato en tranquilizarse, y finalmente se puso el vestido negro que se había llevado de Nueva York. Iba vestida de negro de la cabeza a los pies, porque no quería llamar la atención. Ese día pertenecía por entero a las niñas. Irguió los hombros y entró en la cocina.


—¡Caray! —exclamó Pedro—. Vestida así no va a haber quien mire la ropa de las niñas.


—La idea es pasar desapercibida.


—Imposible —dijo él, besándola, y le puso un plato con huevos y beicon delante.


—Piensas eso porque tú... —Se interrumpió. «Me quieres», era lo que había estado a punto de decir. No pudo terminar la frase, ni la terminaría.


—Sí, así es —dijo Pedro en voz baja, y entonces le dijo que comiera mientras él se vestía.


Treinta minutos más tarde estaban en el coche de Pedro, él con su esmoquin, Paula con su vestido de tubo de seda negra y tacones. Había conseguido darle una aceptable ondulación a su pelo corto y moreno, y el maquillaje, aunque sutil, era perfecto.


Pedro le cogió la mano, le besó el dorso y le preguntó si estaba preparada.


—Puede que sí —respondió, complacida por sentir cierta energía nerviosa corriendo por su cuerpo.


—Cuidado, Savannah McDowell, Paula Chaves va de camino —dijo Pedroarrancando el coche.


—¡Dabuten! —exclamó Paula.


Cuando llegaron al lugar de la fiesta, Paula se quedó impresionada por lo exagerado del escenario. Para empezar estaba la casa. Siguiendo el estilo impuesto por la cercana Williamsburg, la enorme mansión de ladrillo respondía a la idea que algún arquitecto había tenido de lo «colonial».


—¿Te gusta? —preguntó Pedro cuando ella se echó hacia adelante para observar la mastodóntica construcción.


—¿Para qué? ¿Como facultad?


Pedro no sonrió.


—Como hogar.


—Me crie en un ambiente demasiado proletario para eso —respondió—. Me gusta... —Se interrumpió por segunda vez. 


En su agitación nerviosa había estado a punto de decir algo de lo que más tarde se podría arrepentir. Había estado a punto de decir que le gustaban las casas viejas junto a un lago. La casa de Pedro. La vieja y agradable casa de Pedro donde tres de las puertas del armario de la cocina no cerraban, a los muebles se les salía el relleno, la pequeña consulta médica parecía sacada de un dibujo de Norman Rockwell y los suelos crujían. La casa de Pedro, donde se despertaba oyendo el canto de los pájaros; donde ella y Pedro hacían el amor en la isla de su estanque; donde los patos ya sabían que ella les llevaba comida; donde la casa de muñecas esperaba a que ella la reviviera—. Me gustan los pisos de Nueva York —dijo, al fin. No le pasó desapercibido la expresión de contrariedad que cruzó por la hermosa cara de Pedro, y supo que no había sido lo que él deseaba oír. Pero no podía decir la verdad... ni siquiera lo que sentía realmente.


Pedro rodeó la parte posterior de la casa, y Paula vio una zona acordonada para que la gente aparcara. Aunque llegaban con horas de adelanto, los chicos del instituto ya estaban allí, ataviados con unos brillantes chalecos amarillos, preparándose para ayudar a los coches a aparcar.


Lo que a Paula le llamó la atención fue la enorme estructura levantada en medio de lo que sería una media hectárea de césped. Habían construido una plataforma en forma de T. 


Era una pasarela tan grande como cualquiera de las de Nueva York o París. Al fondo había una enorme tienda de lona a rayas azules y blancas, y a lo largo de los laterales se alineaban lo que parecían más de cien sillas de madera.


—La fiesta de cumpleaños que se come la tierra —dijo Paula.


—Eso es exactamente lo que Tyler dice cada año. Solo que él lo dice referido a su cuenta bancaria, no a la tierra. —Aparcó el coche en una zona que había segregada de resto por unos gruesos cordones dorados.


—Pospuse los ensayos y le dije a Savannah que lo haría esta mañana, así que... —dijo Pedro.


—Así que se va a lanzar en picado sobre ti y te va a secuestrar, ¿no?


—Más o menos. ¿Estarás bien?


Paula echó un vistazo por los alrededores y vio la vieja y desvencijada camioneta de Ramon unas plazas más allá.


—Lucia y yo nos sumergiremos en trajes y niñas. Eso debería tenernos ocupadas.


—Parece que me han visto —dijo Pedro, cuando una mujer alta y ataviada con un caro vestido avanzó a grandes zancadas hacia ellos.


—Deduzco que esa es Savannah. Debería hacer una prueba para Las reales amas de casa de Edilean.


—Te desafío a que se lo digas —dijo Pedro, saliendo del coche.


Savannah ignoró a Paula como si no estuviera allí. Cogió del brazo a Pedro y se lo llevó, como si le perteneciera.
Paula se limitó a sacudir la cabeza y empezó a caminar hacia la tienda. Pero LucIA se reunió con ella antes de que entrara.


—Ni a ti ni a mí nos dejarán entrar.


—¿Quién no nos dejará? ¿Savannah? —preguntó Paula—. ¡En serio! Esto es el colmo. Primero se lleva a Pedro, y ahora...


—No, ella no. Livie, Andy y Ramon. Dicen que disfrutemos del desfile y que les dejemos el resto a ellos.


—Pero son mis diseños.


—Y yo quien los hizo —añadió Lucia.


Se miraron en silencio un momento, y entonces Paula dijo:
—Tranquila. Estoy tan nerviosa que sé que no haría más que liarlo todo. Bueno, ¿y qué hacemos para matar estas dos horas?


—Vayamos a explorar la monstruosa casa de Savannah y volvamos a diseñarla mentalmente —propuso Lucia.


—Tienes un lado deliciosamente perverso —dijo Paula, y se alejaron juntas entre risas.







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