domingo, 27 de marzo de 2016

CAPITULO 41 (PRIMERA PARTE)





Durante la semana siguiente trabajaron sin descanso en la ropa para el pase de modelos, y todos los que estaban al tanto del proyecto ultrasecreto colaboraron. Karen quiso ayudar, pero tenía un nuevo encargo para hacer un collar de aniversario, y no pudo. Pedro dijo que lo había aclarado todo con Savannah y que había hecho creer a Rebeca que iba a ser la mejor fiesta de cumpleaños de su vida.


—Y lo será —dijo Paula. Con independencia de lo que hubiera hecho en el pasado, no estaba en su ánimo estropear la fiesta de ninguna niña.


La señora Wingate puso a cargo de su tienda a la joven que llevaba muriéndose de ganas de tener la oportunidad de regentarla. Ramon dijo que renunciaría a escribir durante una semana —y Pedro se limitó a tres únicos comentarios sobre el «sacrificio»—, y Noelia vivía metida en un maillot mientras se probaba tropecientas partes de vestidos, desde mangas a cuellos, pasando por sombreros.


Lucia y Paula daban órdenes a todos los que andaban por allí, y la pregunta preferida no tardó en ser: «¿Qué queréis que haga ahora?»


Ramon y Pedro bajaron una mesa del ático y la colocaron en el pasillo para que la utilizaran de superficie de corte.


—Qué lástima que mi padre no esté aquí —se lamentó Paula.


Pedro estuvo a punto de atragantarse con su café.


—¿Por qué?


—Esa mesa es demasiado baja para cortar. Te deja la espalda hecha polvo. Si papá estuviera aquí, haría un cajón de contrachapado y la elevaría a la altura del mostrador.


—Estoy seguro de que le echas muchísimo de menos —dijo Pedro, mientras ponía unas guías telefónicas viejas debajo de las patas de la mesa.


Paula le lanzó una mirada penetrante. Sabía que Pedro estaba haciendo algo en secreto, pero por más que lo intentaba no conseguía sacarle de qué se trataba. Por la noche, cuando se metían juntos en la cama —la mitad de las veces en la de ella, la otra mitad en la de él— intentaba que respondiera a sus preguntas. Pero entonces empezaba a besarla, a tocarla por todo el cuerpo, y Paula se olvidaba de lo que estaba diciendo.


Lo único que sabía con certeza era que Pedro se había convertido de pronto en un fotógrafo insaciable —mayormente de Lucia—, y que su teléfono no paraba de zumbar. A menudo se excusaba para atender alguna llamada de su primo Rams. Paula le había preguntado por él, pero lo único que conseguía sacarle era: «Es el diminutivo de Ramsey», y entonces Pedro se ocupaba en alguna tarea.


Por dos veces, un joven le llevó a Pedro unos documentos para que los firmara, y al preguntarle Paula por ellos, se mostró esquivo: «Ya te lo diré más tarde», le dijo en ambas ocasiones, antes de alejarse a toda prisa.


Si no hubiera estado tan abrumada de trabajo, le habría perseguido, pero no podía. Todos tenían preguntas que hacerle, desde qué botones utilizar, hasta la altura del dobladillo o el color del ala del sombrero.


Pedro y a Ramon se les daba fantásticamente bien recortar los patrones, mientras que la señora Wingate se encargaba de toda la pasamanería. Lucia hacía la mayor parte del cosido con sus maravillosas máquinas, pero al cuarto día, después de varios días de acostarse tarde y levantarse temprano, la mujer estaba agotada. Retiró la silla de delante de la remalladora.


Pedro—dijo seriamente—, si no dejas de hacerme fotos durante unos minutos, te voy a enseñar cómo se hace un sobrehilado de cuatro hilos.


Pedro titubeó durante un instante, y todos le miraron.


—Finge que es una rotura de la válvula aórtica —dijo Noelia.


—Justo lo que iba a decir —comentó Paula, y todos se echaron a reír. No pudo evitar preguntarse si Noelia llevaba haciendo comentarios médicos desde el principio y ella no había reparado en ellos.


El trabajo por el que Noelia suspiraba era el de cambiar el color de los hilos de los bordados acabados en la gran Bernina 830. Lucia le enseñó a sujetar el hilo en su sitio con la mano derecha y simultáneamente a introducirlo por los canales con la izquierda. A Noelia le encantaba pulsar el botón blanco de la enhebradora automática de agujas, y emitía un pequeño sonido de triunfo cuando todo estaba listo y podía apretar el botón verde que ponía en marcha la máquina.


Ramon solía escaparse a la cocina, y todos paraban para comer lo que fuera que les hubiera cocinado. No parecía tener la menor prisa en regresar a la soledad de su cabaña.
Pero con independencia de lo ocupados que estuvieran, a las tres en punto, ni un minuto más, las mujeres dejaban de trabajar.


El primer día, Pedro les enjaretó un discurso muy bonito sobre las razones por las que consideraba que tanto a él como a Ramon se les debería permitir participar, pero las mujeres se limitaron a reírse de él. Las tres bajaban apresuradamente al sótano, y Noelia con ellas, y una hora después volvían a estar arriba, el sudor brillando ligeramente en sus frentes, listas para tomar el té vespertino que Ramon había preparado.


—Bueno, ¿y hoy qué hicisteis? —preguntó Pedro mientras se comía un bocadillo de cangrejo preparado por Ramon.


—Lo de siempre —dijo Lucia.


—Nada que no hayamos hecho antes —añadió la señora Wingate.


—Hmmm —corroboró Paula, con la boca llena.


—¡Danza Cubana! —soltó Noelia.


—¿Salsa? —preguntó Pedro.


—¿Estáis bailando salsa? —preguntó Ramon—. ¿Y no necesitáis pareja para eso? Yo podría enseñaros un par de movimientos que...


—No —le cortó Paula con firmeza—. No se permiten hombres.


Los dos hombres suspiraron.


El viernes por la mañana la madre de Noelia, Andy, entró en el estudio de Lucia.


—¡Pedro! —gritó desde la entrada, con algo más que un ligero tono de enfado en la voz—. ¿En algún momento has pensado que me gustaría ver a mi hija de vez en cuando?


Impertérrito ante el reproche, Pedro ni siquiera levantó la vista de la remalladora Baby Lock.


—Me alegra que estés aquí. Ramon necesita que le ayuden a cortar. Va a ser una noche larga.


—¡Mamá! —gritó Noelia, librándose de Lucia, que le estaba sujetando una manga en el hombro con alfileres, y echó a correr hacia su madre—. Ven a ver lo que hemos hecho.


Andy miró por encima de la cabeza de su hija hacia el ajetreo de la habitación. Eso fue un instante antes de que reparara en dos niñas pequeñas en la pared del fondo. La bonita joven que supuso era Paula Chaves estaba sentada en el suelo, subiéndole con alfileres la basta del vestido a una de las niñas. Andy reconoció a las dos niñas como amigas de Noelia. Eran unas criaturas inteligentes, de las de sobresaliente, aunque no lo bastante guapas ni
populares para formar parte del círculo de Savannah McDowell. Ese año habían sido incluidas para participar en el pase de modelos, pero eso iba a ser un tormento para las pobres niñas.


—Sí —dijo Andy—. Me gustaría verlo todo.


Treinta minutos más tarde, había asumido el trabajo de Pedro en la remalladora, y él había vuelto al corte. Por la tarde, apareció el padre de Noelia, Armando. A Paula le gustó de inmediato; de su persona emanaban una tranquilidad y una seriedad que le recordaron a su padre y su hermano.


—¿Qué puedo hacer? —preguntó a Paula. Llevaba un bastón, y ella se dio cuenta que incluso estar de pie le resultaba un problema.


—¿Has cosido alguna vez a mano? —le preguntó Paula.


—Soy un soldado. ¿Quién crees que arregla los desgarrones?


Paula sacó a una de las niñas del único sillón tapizado —en ese momento había cuatro niñas nuevas, además de Noelia—, y enseñó rápidamente a Armando cómo enrollar las tiras de seda que Lucia había juntado para convertirlas en rosas.


El hombre la miró con incredulidad un instante; sus ojos parecían decir: «¿Un hombre que acaba de regresar de la guerra haciendo rosas de seda?» Pero no dijo nada.


—Si no sabes hacerlo, dímelo —dijo Paula.


—Creo que puedo conseguirlo —respondió él.


Cuando Paula se apartó de Armando, Pedro la miró divertido, y Andy con curiosidad.


—Es un hecho científico —dijo Lucia— que la seda hace cicatrizar las heridas. —Y todos estallaron en carcajadas.


Luego, Pedro le hizo fotos a Armando, el bastón apoyado en un costado, el regazo del hombre un mar lleno de rosas de seda de alegres colores. La atractiva cara de Armando mostraba una expresión de intensa concentración, mientras cosía a mano los bordes de una rosa de seda charmeuse de color fucsia.


—Nunca superaré esta vergüenza —mascullaba el hombre, aunque estaba sonriendo.


Los padres aparecieron uno a uno a recoger a sus hijas, y ninguna de las madres escatimó las muestras de agradecimiento.


—A Lisa la invitan a los sitios, pero nunca encaja —dijo una, con lágrimas en los ojos—. Que os estéis esforzando de esta manera por ella... —La mujer no pudo seguir, y Paula le echó el brazo por los hombros.


—Asegúrate que Lisa esté allí mañana a las diez, y la peluquera...


—Lo sé —dijo la mujer—. Ya me ha llamado. —La mujer cogió la mano de Paula entre las suyas—. Nunca os podré agradecer esto lo suficiente.


Cuando se hubo marchado, Paula subió las escaleras corriendo. Tenían todavía seis conjuntos más que terminar. 


Con más niñas, a dos vestidos por cabeza, el trabajo se les había multiplicado considerablemente. La señora Wingate se había encargado de arreglar que la peluquera local y su hermana estuvieran en su peluquería a las seis de la mañana del sábado. Paula había dibujado cómo quería que se peinara a las niñas y, en dos de los casos, se les cortara el pelo.


Todo lo cual fue hecho con el mayor secretismo posible.


—Edilean tiene mucha experiencia en guardar secretos —dijo Pedro, aunque no dio más detalles.






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