martes, 29 de marzo de 2016

CAPITULO 47 (PRIMERA PARTE)






El día que empezaba la sexta semana desde que Paula se hubiera marchado de Edilean, sonó el timbre de la puerta.


—¡Mantenimiento! —gritó una voz masculina desde el otro lado de la pesada puerta.


Paula se estaba comiendo un panecillo y estaba a punto de marcharse al trabajo. Ignoraba qué clase de mantenimiento necesitaba su piso, aunque por otro lado las normas del edificio no paraban de cambiar. Abrió la puerta con una mano y cogió la carpeta con la otra.


—Tengo mucha prisa —le dijo al hombre parado junto a la puerta—. ¿Le importa...? —Se interrumpió porque era su padre, y su actitud era la que ella conocía tan bien, con su cinturón de herramientas y un martillo apoyado en la cadera.


Si alguien le hubiera preguntado, Paula habría dicho que se había recuperado muy bien de la ruptura con Pedro. Pero la visión de su padre demostró que no se había recuperado en lo más mínimo. En un segundo pasó de ser una mujer adulta a convertirse en una niña pequeña.


Dejó caer al suelo el panecillo a medio comer y la carpeta, le echó los brazos al cuello a su padre, y al final, por fin, empezó a llorar.


Su padre, que era más bajo que ella, aunque más ancho con diferencia, cerró la puerta de una patada, cogió en brazos a su hija y la llevó hasta el sofá.


—No me ha llamado ni una vez —le estaba diciendo, llorando como una magdalena—. No hizo ningún esfuerzo por intentar que me quedara.


Su padre le entregó un montón de pañuelos de papel de una caja que había en la mesa de café.


Paula siguió hablando.


—Sé que no tiene ningún sentido que quiera que me siga... ni yo a él. Si hubiera aparecido en la puerta, se la habría cerrado en las narices. Fue algo terrible que me comprara un estudio. Sabía que no me iba a quedar. Se lo dije desde el principio. Aunque quizá podría haber pintado allí. En Edilean, quiero decir. Lo que hice allí es lo mejor que he hecho en toda mi vida. Quizá podría haber seguido haciéndolo. No al lado de la ferretería por supuesto, porque harías que me encargara de la caja registradora, pero en alguna otra parte. ¿Sabes lo que hago ahora? Dirijo toda la maldita galería, eso es lo que hago. Me paso los días contemplando el trabajo de los demás artistas, y llevo semanas sin coger un pincel. Podría haber pintado más cuadros de verdad en Edilean, y puede que Pedro y yo hubiéramos resuelto eso, pero me puso tan furiosa que no pude pensar. Y en cuanto a ti... —No supo qué decir de la traición de su padre—. Pedro me odia, ¿verdad?


Como su padre guardara silencio, le miró.


—Creo que está loco por ti —le dijo su padre—. Pero tu doctor Pedro se marchó del pueblo poco después de que te fueras tú y nadie sabe adónde fue. Livie pensó que había subido a la cabaña, pero fue hasta allí y solo estaba aquel profesor.


Paula tardó un momento en comprender lo que le estaba diciendo.


—¿Livie? ¿Has visto a la señora Wingate?


Juan asintió con la cabeza.


Paula se sentó, se sonó la nariz, se secó los ojos y miró a su padre.


—Suéltalo ya —le espetó—. Lo que has estado tramando, y no te comas una palabra.


Juan miró por el piso, hacia los grandes ventanales de cristal.


—Bonito lugar. ¿Tienes más panecillos? Ha sido un largo viaje desde el sur.


—¿Desde el sur? ¿Es que vienes de Edilean? —Paula fue a la cocina a prepararle el desayuno a su padre. Querría beicon y huevos con el panecillo, salvo que no tenía beicon.


Su padre se movió para sentarse en un taburete al otro lado de la encimera.


—¿Has reparado en que hoy hace justo seis semanas que te marchaste en una de tus rabietas?


—No tuve... —Paula agitó la mano—. Estaba muy enfadada con vosotros dos.


—Bueno, ese novio tuyo se puso más que furioso conmigo. ¿Cómo iba yo a saber que no te gustaría que abriera una tienda en ese pueblecito?


Volviéndose, Paula lo miró con los ojos entrecerrados.


Juan le dedicó una sonrisa tendenciosa y soltó una pequeña carcajada.


—De acuerdo, puede que sí lo supiera. Puedes estar segura de que ese novio tuyo sabe guardar un secreto.


—No es mi novio. Llevo sin verle ni tener noticias de él desde hace semanas.


—Si vas a empezar a llorar de nuevo, deberías coger un rollo de papel higiénico.


—No voy a llorar más —dijo Paula—. Quiero que me cuentes qué ha estado pasando. Cuando dices que Pedro sabe guardar un secreto, ¿a qué te refieres?


—No te contó nada sobre la compra de la ferretería, ¿no es así? ¿Viste aquel edificio? Cuando acabe con él, será el fin de Home Depot y Lowe’s.


Paula cascó tres huevos y los echó en una sartén mientras escuchaba a su padre con todo lo que sabía de él. Tenía mucho que contarle, aunque allí había algo más. ¿Su padre tenía... qué? ¿Miedo? ¿Era esa la emoción que anidaba en sus palabras? ¿Qué diantres podría asustar a Juan Chaves? 


Cuando su esposa murió y le dejó con dos hijos de corta edad que criar, uno de ellos una niña que había nacido con sus propias opiniones, no se había arredrado.


—Papá—dijo Paula lentamente—, ¿por qué no me cuentas lo que estás ocultando?


El hombre esperó a que ella sacara los huevos de la sartén. 


Con la yema poco hecha, como a él le gustaban.


—Me quiero casar con Lucia.


Paula se hubiera esperado cualquier cosa, salvo eso.


—¿Con Lucia? ¿Lucia Cooper? ¿La que vive en casa de la señora Wingate?


—La misma.


Paula se sentó en el taburete contiguo al de su padre. Verle comer le resultaba muy familiar y le maravilló lo mucho que se alegraba de verle.


—Pero... —No se le ocurrió nada que decir. Asimilar que su padre quisiera volver a casarse no era moco de pavo. Lucia, una mujer a la que ella ya quería, iba a ser su madrastra.


—Esto... —empezó a decir Paula—. Háblame de Lucia. Nunca pude sacarle nada de su vida personal, y Pedro no sabe... digo, no sabía nada. —Tenía que parar eso o empezaría a berrear de nuevo.


—No sé—dijo Juan—. Lucia tampoco me ha contado nada a mí.


—Pero ¿te quieres casar con ella?


—Sí. Trasladé mi trabajo allí donde está la mujer que quiero.  —Su padre le sostuvo la mirada.


Sabía que la estaba criticando, juzgando, escarmentando, y, sobre todo, estaba diciéndole lo que pensaba de que hubiera huido de Pedro.


—Papá—dijo—, decidiste abrir una nueva ferretería antes siquiera de conocerla.


—¿Eso crees? —Sacó su móvil del bolsillo. La foto del salvapantallas era aquella de Lucia que Paula le había enviado. «Domingo en la casa Wingate», había escrito ella.


Paula tuvo que admitir que Lucia tenía muy buen aspecto, y pensó en todo lo que le había contado de ella a su padre. 


Lucia sabía cocinar tan bien como cosía. Y luego estaba lo de la barra de baile; eso no se podía olvidar. Sí, Paula se dio cuenta de que su padre pudo enamorarse de Lucia antes de conocerla.


—¿Y dónde estás viviendo ahora? —Detestó oírse preguntar eso. Su padre siempre había vivido en la misma casa, trabajado en la misma tienda; resultaba desconcertante pensar que estuviera en otra parte.


—En casa de Livie.


—¿En mi apartamento?


—No, estoy en el que estaba vacío. La mayor parte del tiempo estoy con Lucia. —Sus ojos brillaron.


—Ni siquiera se te ocurra entrar en detalles —le dijo Paula. Respiró hondo—. Y si estás en Edilean, ¿por qué no has visto a Pedro?


—Ya te dije que se marchó.


—¿A qué te refieres con que se marchó?


—A los pocos días de que salieras corriendo se marchó del pueblo. Ese otro chico médico, Raul...


—Ruben.


—Sí, él. Ruben ha estado atendiendo a los del pueblo. Karen me dijo que fue el que te rompió el corazón la primera vez que fuiste a Edilean. Y, efectivamente, cuando volviste a casa parecías un alma en pena.


—Ruben no me rompió el corazón, y de todas formas era una cría.


—No según tú entonces. Quien te hubiera oído hablar habría dicho que tenías cuarenta y cinco años y eras una mujer de mundo.


Paula abrió la boca para defenderse, pero entonces se echó a reír.


—Te he echado de menos.


—¿Ah, sí? —El hombre estaba limpiando el plato con su segundo panecillo—. Yo también he pensado en ti. ¿Lista para volver a casa?


«A casa», pensó Paula. ¿Ahora eso significaba Edilean? No pudo por menos que sentir que si Pedro la hubiera querido realmente habría... bueno... al menos la habría llamado. Aunque, por otro lado, era ella la que había perdido los papeles y huido.


Como siempre, su padre supo lo que estaba pensando.


—Ese muchacho se rinde con bastante facilidad, ¿verdad?


Paula tuvo que esforzarse para contener otro estallido de lágrimas.


—Me lo tuve merecido —consiguió decir—. Fui yo quien le dejó.


—Cualquier hombre que te deje huir sin dejarse la vida para evitarlo no te merece.


—Oh, papá—dijo, y entonces sí que empezó a llorar de nuevo.


Juan la condujo hasta el sofá y le entregó el último pañuelo de papel de la caja.


—Antes de que inundes la casa hay algo que tengo que enseñarte. —Se metió la mano en el cinturón de herramientas que seguía llevando (luego tendría que preguntarle cómo había conseguido pasar el sistema de seguridad del edificio), y sacó una carta doblada. Estaba sucia, deteriorada y arrugada.


—¿Hace tiempo que la tienes, no? —preguntó ella, levantando una ceja.


—Hubiera venido antes, pero ese chico me hizo jurar que no te vería antes de seis semanas. Me dijo que necesitabas estar algún tiempo alejada de todos nosotros para poder tranquilizarte.


—¿Pedro te dijo eso?


—Sí. Hablé un poco con él cuando llegué a Edilean y me cantó las cuarenta. Jamás en mi vida me habían echado una bronca tan descomunal. Hasta me enseñó algunas palabrotas nuevas?


—¿Quién, Pedro? ¿Tacos? Si es tan amable y encantador.


—No cuando pensó que le había engañado para provocar que salieras huyendo. Creo que algunas de aquellas palabras eran términos médicos, pero sí que le entendí cuando me dijo dónde podía meterme ciertas partes del edificio.


—¿Que le engañaste para provocar que yo saliera huyendo? —preguntó Paula, levantando la voz—. Por culpa tuya yo...


—¿Por qué no lees primero la carta y me gritas después? Al hombre que te la escribió le costó Dios y ayuda dar contigo. Hablé con él por teléfono, y me contó que cierta mujer llamada Savannah le dijo que eras una diseñadora de Nueva York. Chambers probó en Nueva York, luego en Nueva Jersey y en dos direcciones de Edilean antes de encontrarte... pero para entonces, ya te habías esfumado del pueblo.


Paula le lanzó una mirada que le dijo que todavía no había acabado con él, y abrió la carta. Un tal Henry Chambers, propietario de seis marcas de ropa, le decía que llevaba tiempo considerando la posibilidad de iniciar una línea de ropa infantil. Su hija vivía en Richmond, donde tenía una pequeña boutique de ropa exclusiva para mujer, «todo fabricado por mí», decía el señor Chambers.
Ella y mi nieta fueron invitadas a la fiesta de cumpleaños de los McDowell y asistieron a su desfile de modas.
Me gustaría hablar con usted sobre la posibilidad de que diseñara para mí. Podrá llamar a su línea El ropero de Noelia o Club de las Triunfadoras, como más desee. Mi hija dice que el nombre es lo de menos, porque la ropa se venderá sola. Algo que, viniendo de ella, es un gran elogio.
Vivo en el norte del estado de Nueva York, así que si estuviera interesada, llámeme y podemos concertar una cita.


Paula leyó la carta dos veces antes de levantar la vista hacia su padre.


—¿Esto es en serio?


—Lucia le buscó en internet, y es alguien muy importante en el sector de la confección. Un simpático joven de más o menos mi edad. Lucia me habló durante horas de lo que habías hecho para sacar adelante aquel desfile, así que le llamé.


A Paula se le empezó a nublar la mirada al recordar los felices días previos al desfile de modelos.


—Puedes trabajar en cualquier parte —dijo Juan, clavándole la mirada.


Paula estaba leyendo la carta de nuevo.


—Te refieres a que puedo abrir una tienda en la gran sala contigua a la ferretería.


—Ese sería el primer sitio que elegiría, pero si tú... —dijo su padre sin que en su voz pudiera percibirse otra cosa que súplica, ni el menor atisbo de cachondeo o pitorreo. Paula estaba escuchando por fin el tono lastimero que había querido oír en él, su disculpa—. Cuando hice que tu médico comprara ese edificio no era mi intención...


Paula no pudo soportar oír el resto de la frase. Pensó que había querido oír una disculpa, pero no era así. Lo único que Juan había deseado era estar cerca de su hija; y, para conseguirlo, había renunciado a la tienda que había constituido toda su vida. Le agarró con fuerza la mano llena de cicatrices de años de trabajo y endurecida por el acero y la madera.


—Está bien, papá. De verdad. Comprendo las razones que te movieron a hacerlo. Pero...


—Pero ese estúpido muchacho ha huido —dijo Juan, con un dejo de indignación en la voz—. Uno pensaría que un hombre que es capaz de decir semejantes palabrotas tendría algún valor, que sería...


Paula le apretó la mano.


—No pasa nada. Supongo que yo no era tan importante para él como pensaba que lo era. Y todo fue culpa mía.


—¡Eh! —dijo Juan—. ¿Desde cuándo son las mujeres las que dan el primer paso? ¿Crees acaso que dejé que Lucia llevara la voz cantante? ¡Pues claro que no, carajo! Le dije cómo iban a ser las cosas y que lo único que se le permitía era decir sí.


Paula miró a su padre a los ojos y lo único que vio fue terror en estado puro.


—Todavía no se lo has pedido, ¿verdad?


—¡Señor! ¡No! —admitió el hombre, y se pasó la mano por la cara—. Estoy que me muero de miedo.


—Papá, ¿qué te parece si me tomo el día libre en la galería y vamos en coche a visitar al señor Chambers? Y creo que también deberíamos ir a ver a Juan y a los niños. Me dijo que había hecho algunos cambios en la tienda.


—¡No empieces con eso! —dijo Juan, mientras ella se levantaba para coger el móvil. Cuando empezó a quejarse de lo que le habían hecho a su tienda, el miedo empezó a desaparecer de su mirada.





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