martes, 29 de marzo de 2016

EPILOGO (PRIMERA PARTE)




Eran las nueve de la mañana, la luz se colaba tímidamente entre las cortinas del hotel y Paula estaba acurrucada contra Pedro. Cuando vio el reloj, pegó un salto. ¡Tenía que ir a trabajar! Pero entonces se relajó, y sonrió. Era la mañana siguiente a su boda, y esa tarde iban a subir a un avión que los trasladaría a la hermosa y exquisita Nueva Zelanda para pasar la luna de miel.


No pudo por menos que pensar en lo estupendo que era que no tuviera que madrugar para ir corriendo a algún sucio almacén del centro y ponerse a examinar cientos de rollos de tela. Pedro decía que trataba de hacer que su trabajo pareciera pesado, pero lo cierto es que ella lo disfrutaba cada minuto que le dedicaba.


Se había reído porque Pedro tenía razón. Su nuevo trabajo le gustaba de verdad. Sobre todo era agradable que su experiencia en el negocio de las herramientas la situara un paso por delante de los demás jóvenes que trataban de aprender el oficio. No solo era capaz de utilizar cualquier máquina que le pusieran delante, sino que además las arreglaba cuando se estropeaban. Se había convertido en la predilecta de los hombres y mujeres situados en el escalafón muy por debajo de los sublimes diseñadores. Y como era tan popular, obtenía respuestas a todas sus preguntas sobre cosas como cuál era la mejor manera de insertar un ribete alrededor de la sisa para que no se viera el cosido. 


Enseguida aprendió a enseñar primero los diseños a los operarios para que estos le señalaran los que eran laboriosos de confeccionar, y por consiguiente demasiado caros de fabricar. En consecuencia, los diseños que le presentaba al señor Chambers siempre eran rentables.


A pesar de que le encantaba lo que estaba haciendo, sabía que Pedro no estaba muy contento con su nueva consulta de Nueva York. Nunca se quejaba, pero Paula averiguó que había pasado mucho tiempo hablando por teléfono con Ruben sobre los pacientes de Edilean. Y cuando volvía «al hogar» —Paula también lo consideraba tal— pasaba la mayor parte del tiempo haciendo visitas a domicilio.


Las dos primeras veces que habían vuelto a Edilean a Paula le pareció que las personas del pueblo —esto es, los parientes de Pedro— no le quitaban ojo de encima. La cosa había resultado un poco escalofriante, hasta que Noelia le contó lo que estaba pasando.


—Dicen que conociste al tío Pedro cuando tenía el brazo roto, y que por consiguiente esperabas que dedicara todo su tiempo a ayudarte a montar desfiles de modelos.


Era una idea tan absurda que al principio Paula no la comprendió.


—¿Piensan que me marcharé cuando vea que es un médico concienzudo y diligente que se preocupa profundamente de la gente que tiene a su cuidado?


Noelia había sonreído abiertamente.


—Sí.


—Noelia —le dijo, sonriendo—, ya se darán cuenta de que tengo demasiado trabajo que hacer para tener celos del tiempo que Pedro dedique a su trabajo. Bueno, ¿qué te parece este boceto?


Lo cierto era que Paula estaba deseando adquirir algún compromiso, hacer algún sacrificio, por un hombre que había hecho lo que Pedro había hecho por ella. Un amigo de facultad había estado años suplicándole que se trasladara a Nueva York y abriera una consulta con él. Pedro jamás había considerado la idea, pero después de que Paula le abandonara —y después de que Juan le hubiera cantado las cuarenta— había llamado a su amigo para decirle que iría allí.


La única persona a la que Pedro le había contado lo que estaba haciendo fue a Ruben, al que había juramentado para que guardara el secreto.


A veces Paula se maravillaba de la enormidad de lo que había hecho Pedro. Y por ella. Sin otra razón que la de que la amaba más que a nadie ni nada en este mundo. Cuando había dejado su querida consulta no había sabido nada de una oferta de trabajo que exigiría a Paula tres años de formación. Pedro pensaba que estaba abandonando Edilean —sus raíces, su hogar, su familia— para siempre.


Cuando Paula le contó lo del señor Chambers y que al cabo de tres años podría regresar a Edilean y aun así seguir trabajando, en los hermosos ojos de Pedro habían aparecido las lágrimas. Se había esforzado en ocultarlas, pero allí estaban. Paula había deseado abrazarle, pero también quiso mantener a salvo el orgullo de Pedro.


—Pero no tendré mi despacho en aquella sala contigua a la nueva fábrica de mi padre. Ahí es donde pondré el límite. Si no me pondrá a atender a los clientes...


No había terminado porque Pedro saltó sobre ella y empezó a besarla en la cara y a decirle que la quería. Le había hecho el amor con tal pasión, con semejante desenfreno, que durante los dos días siguientes Paula vivió en un estado de total aturdimiento.


Después de eso, el humor de Pedro había cambiado completamente. Paula le oía hablar a menudo por teléfono con Ruben, diciéndole que levantara el ánimo, que «pronto» estaría de nuevo allí y él podría volver a su trabajo.


Todos los días hacía copias de expedientes de pacientes desde los archivos de sus correos electrónicos, y llamaba a menudo a personas de Edilean. Paula llegó a oír su «voz de médico» cuando aliviaba y tranquilizaba a la gente. A veces le oía explicar lo mismo tres veces a una persona; nunca perdía la paciencia con ellos, jamás parecía tener prisa. 


Paula pensaba que no era de extrañar que le quisieran tantísimo.


Iban a Edilean de visita con la mayor frecuencia posible, y a Paula nunca le importaba que Pedro estuviera ausente la mayor parte del tiempo, visitando a sus antiguos pacientes. 


Para ellos, él era su médico, y no Ruben con su brusca manera de tratarlos.


En cuanto a Paula, había hecho muchas amistades en Edilean. En sus visitas nunca se perdía la gimnasia de las tres de la tarde con Lucia y la señora Wingate, y le encantaba ponerse al día de todas las noticias y cotilleos.


Fue en su tercer fin de semana en casa cuando la señora Wingate preguntó cuándo se iban a casar.


—No había pensado en eso —había contestado—. Hemos estado tan ocupados que...


Estaban tomando el té en la mansión Wingate, Paula seguía teniendo la cara reluciente —la señora Wingate arrugó la frente al decir «que les caía el sudor a chorros»— por el entrenamiento de kickboxing que acababan de realizar. Lucia levantó la vista de su taza y Juan bajó la factura que había estado leyendo. Su padre estaba viviendo en casa de la señora Wingate, aparentemente en su propio apartamento, aunque pasaba todo el tiempo que podía con Lucia. Noelia también estaba allí, y miró a Paula con sus ojos de niña resabiada.


Paula había sabido que estaba en inferioridad numérica.


—Vi una charmeuse blanca nieve que sería fantástica para un vestido de novia.


Ninguno dejó de taladrarla con la mirada.


—¡De acuerdo! Pondré una fecha. Pero primero tengo que hablar con Tristan.


Ninguno quedó satisfecho con aquello, aunque supieron que era todo lo que conseguirían. Paula se recostó en su asiento con el té y durante un momento pensó en el edificio de su piso de Nueva York. Siempre le había gustado que la gente no supiera adónde iba ni cuándo regresaría, pero Edilean la había cambiado. Ahora le gustaba que hubiera mucha gente a la que le importara.


—Veamos —había dicho solemnemente—. Papá para llevarme hasta el altar, dos madres de honor de la novia para sentarse en la primera fila, Karen como mi dama de honor y... —Había mirado a Noelia. La niña era demasiado alta y mayor para llevar las flores—. Y Noelia como segunda dama de honor. No te importará sujetarme el ramo mientras Pedro y yo intercambiamos los anillos, ¿verdad?


La niña le había saltado encima con un grito de placer. 


Ambas se habrían caído de espaldas si Juan no llega a agarrar el brazo del sillón y lo hubiera sujetado.


Eso había sucedido dos semanas atrás, y la de la última noche había sido la boda más bonita que Edilean hubiera visto jamás, o al menos eso es lo que todos le habían dicho a Paula y a Pedro.


Fuera o no verdad, para Paula había sido preciosa. Habían levantado una enorme tienda en el césped de la casa de Pedro, y todo Edilean parecía haber hecho acto de presencia. Ella apenas conocía a alguien, pero Pedro conocía a todo el mundo. Karen y Noelia se habían vestido de mayores con sendos vestidos exactamente iguales de un precioso morado azulado que les favorecía a ambas por igual. El vestido de Paula —diseñado por ella y confeccionado por Lucia— había sido extraordinariamente hermoso. La señora Wingate se había pasado días y noches bordando a mano el corpiño con cuentas de cristal.


La ceremonia había sido romántica y respetuosa. Cuando el pastor —el marido de Laura Chawnley— se dirigió a ellos, fue como si Paula y Pedro hubieran estado solos en el mundo. 


Ella le sonrió cuando le levantó el velo y se inclinó para besarla en la mejilla. El pastor había dicho: «Todavía no», y los invitados se habían reído por lo bajo.


Pedro le puso un anillo creado por Karen en el dedo, y Paula le entregó uno hecho de la misma pepita de oro. Parecía adecuado que el oro que había estado unido durante siglos los uniera a ellos para siempre.


Después de la ceremonia había habido baile y unos manjares maravillosos. Ya era tarde cuando él y Pedro se habían marchado. Habían tenido que abrazar a Noelia hasta la extenuación para convencerla de que iban a regresar.


—¿Volveréis aunque os enamoréis apasionadamente con toda vuestra alma de Nueva Zelanda? —les había preguntado con mucha seriedad.


Pedro se había arrodillado junto a ella. Sabía lo que su sobrina les estaba preguntando en realidad.


—Te prometo que nunca te volveré a abandonar. La otra vez no debería haber salido corriendo sin decirte dónde estaría. 
—Esto ya se lo había dicho muchas veces, aunque la niña seguía necesitando que la tranquilizaran.


—Y veré si tienen algún peluche interesante en Nueva Zelanda —había añadido Paula.


Noelia había asentido con solemnidad y dejado que su madre se la llevara para que Pedro y Paula pudieran marcharse.


En ese momento, tumbada en la cama al lado de su marido —necesitaría algún tiempo para acostumbrarse a la idea— pensó en cómo le había dicho a Pedro que era excelsamente feliz. Y lo era. Se había dado cuenta que había temido a la felicidad porque el mundo había sido demasiado pequeño. Había tenido a su padre y a Juan, y eso había sido todo. Pero ahora su vida se había expandido hasta incluir a la mayor parte de un pueblo entero.


—¿De qué te ríes? —preguntó Pedro a su lado cuando le puso la pierna encima de la suya desnuda. Después del ardoroso sexo de la noche, ninguno de los dos se había molestado en vestirse.


—De alegría —dijo ella.


Pedro se le acercó y ella abrió los brazos... y el móvil de Paula zumbó.


—Olvídalo —murmuró Pedro acariciándole el cuello con los labios.


—Podría ser papá o alguien de Edilean que se haya puesto enfermo —le dijo, mientras alargaba la mano hacia el teléfono.


Al final, Pedro levantó la mano.


Ella cogió el móvil. Era un correo electrónico de Karen.



¿Te acuerdas de que tú y Sofia intentabais averiguar quién era el hombre a quien andaba buscando? Apareció anoche, y se va a quedar conmigo. Estoy enamorada de él desde que tenía ocho años. Que tengáis una luna de miel estupenda, y traedme un molde para magdalenas de frutas. 
A Tomas le gusta mucho comer.


Paula lo leyó dos veces, la segunda en voz alta para Pedro.


—¿Sabes algo de ese hombre?


—Nada.


—Llamaré a Lucia para averiguar qué está pasando.


Pedro le quitó el teléfono de las manos y lo dejó en la mesilla de noche.


—¿Dónde está mi chica neoyorquina a la que no le gusta que la gente se meta en sus asuntos?


—Ella...


Pedro la besó.


—... aprendió que...


El ardor del beso aumentó.


—Le gusta...


Pedro intensificó aún más la pasión del beso.


—Me enteraré de todo cuando regresemos —dijo Paula, empujándole de espaldas sobre la cama.


—Estoy de acuerdo —dijo él.


Y la besó más apasionadamente todavía.







2 comentarios:

  1. Hermoso final, me encantó esta historia.

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  2. Tarde, pero la terminé!!! Hermosa historia! La amé! Ahora a ponerme al día con la siguiente!

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