—Acaba de traerlo un mensajero para ti —dijo Delia, entregando a Paula un pesado paquete.
Paula no pudo evitar soltar un gemido. Parecía que un artista más le había enviado otro paquete urgente con su obra.
Habían pasado cuatro días desde que hubiera ido con su padre a ver al señor Chambers, pero no le había dicho nada del asunto a Delia. Sabía que era una oferta que no podía dejar pasar. No era lo que había imaginado para su vida, aunque era una actividad creativa, sabía que se le daba bien y que podría ganarse la vida con ello.
—Tienes mucho que aprender —había dicho el señor Chambers—. No creo en los diseñadores que viven en rascacielos y no conocen a los que cosen la ropa. Tendrás que aprenderlo todo, desde el patronaje a los botones, pasando por los ribetes —continuó—. Y todo, desde cero.
—Entonces ¿tendrá que vivir en Nueva York? —había preguntado su padre, y su expresión lo dijo todo. Quería que Paula regresara a Edilean con él. Había cambiado su vida para estar cerca de ella, y ahora su hija iba a tener que quedarse en Nueva York.
El señor Chambers paseó la mirada de uno a otro.
—Dame tres años, y luego podrás vivir donde quieras. Es decir, si quieres que esas cosas se vendan. Todo se basa en eso.
Paula no había dicho gran cosa, y se limitó a asentir con la cabeza. Cuanto más trabajo, mejor. No quería tener tiempo para pensar en Pedro y lo que había dejado atrás. Su padre le había preguntado a Lucia por él en sus llamadas nocturnas, pero nadie en Edilean —ni siquiera la señora Wingate— sabía dónde estaba ni qué estaba haciendo.
—Livie dice que Paula le rompió el corazón y que Pedro no se va a recuperar jamás —le dijo Lucia a Juan.
—Sí, bueno, el corazón de Paula no está precisamente sano —había respondido Juan.
Oficialmente, Paula había aceptado la oferta del señor Chambers veinticuatro horas después de la reunión, pero quería hablar con el señor Preston antes de decírselo a alguien más. Quería conservar el piso y decirle que, aunque joven, Delia podía llevar la galería. Además, había visto los óleos de la chica y no los iba a vender; así que necesitaba un empleo.
Paula tenía una cita para ver al señor Preston al día siguiente, cuando ya hubiera regresado de un viaje al extranjero, y después de eso empezaría a trabajar en su nuevo empleo. Ya había estado horas sentada en Central Park haciendo bocetos de ideas para ropa. Su objetivo era reunir París y Edilean; un pequeño pueblo norteamericano aderezado de alta costura.
A la noche siguiente de haber hablado con el señor Chambers, Paula supo que la persona con la que más deseaba hablar era Noelia. Marcó el número de casa de sus padres, y se alegró de que fuera la niña quien atendiera la llamada.
Noelia no estaba contenta.
—Me abandonasteis —dijo, con una especie de enfado lacrimógeno—. Pensé que estábamos unidos, pero tú y el tío Pedro me abandonasteis.
Paula tardó un rato en tranquilizarla y asegurarle que no la habían abandonado, al menos no de forma permanente. Le contó lo del trabajo y que tendría que permanecer en Nueva York unos tres años.
—Mi padre quiere que entonces me vaya a vivir a Edilean. ¿Has conocido a mi padre?
—Sí —dijo Noelia, con voz apagada y sin entusiasmo—. No se parece a ti.
—Es que yo salí a la familia de mi madre. Noelia, iré a visitarte en cuanto pueda. Te lo prometo.
La niña no dijo nada.
—Y si tu madre te deja, puedes venir a Nueva York y ayudarme a diseñar la ropa y comprar las telas. ¿Qué te parece?
—Vale —dijo Noelia, pero todavía sin demasiado entusiasmo—. ¿Sabes dónde está el tío Pedro? —Lo dijo con un hipido, y a Paula le dio pena. Una cosa es que Pedro no se pusiera en contacto con Paula, ¡pero era tremendamente injusto que abandonara a Noelia!
—No —respondió en voz baja—. No lo sé. —Si no cambiaba de tema, empezaría a llorar y eso haría que Noelia llorara, y entonces...—. Tengo que irme —le dijo—. Piensa en qué cosas te gustaría ponerte y dímelo.
—Lo haré—dijo Noelia, aunque la tristeza seguía tiñendo su voz.
Cuando colgó, maldijo a Pedro. ¿Cómo podía hacerle semejante cosa a Noelia?
Abrió el paquete que le acababan de entregar, pero no se trataba de la obra de ningún aspirante a artista, como había pensado. En vez de eso, dentro había uno de esos equipos de pintura metido en una brillante caja de madera.
No pudo evitar acordarse del último que había visto. Pedro le había comprado un juego así a Noelia, y Paula le había dicho lo que pensaba al respecto.
Arrugando el entrecejo al recordar todo lo que había sucedido desde entonces, dejó la gran caja encima de su mesa y la abrió. Estaba llena de lápices de colores de buena calidad que formaban un arco iris.
Transcurrió un instante antes de que viera la tarjeta de visita metida dentro de la tapa.
Dr. Pedro Alfonso
Médico de familia
480 Park Avenue
Nueva York, Nueva York
La tarjeta relacionaba sus números de teléfono.
Paula estuvo allí parada durante un minuto, mirando la tarjeta de hito en hito sin entender lo que estaba viendo.
—¿A ti qué te parece? —preguntó Delia desde la puerta—. Yo creo que lo enmarcó mal y que esta es la parte de arriba.
Paula no respondió, sin dejar ni un momento de mirar fijamente la tarjeta.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Delia—. Parece como si fueras a desmayarte.
Paula le tendió la tarjeta.
Delia la leyó pero sin comprender nada.
—¿Estaba en esa caja de lápices? ¿De un médico que quiere ser artista? —Como Paula no dijera nada, a Delia se le iluminaron los ojos—. Es del tío ese con el que rompiste de mala manera, ¿verdad?
Paula consiguió asentir con la cabeza
—Y parece que ha abierto una consulta aquí, en Nueva York —dijo Delia—. ¿Y bien?
Paula se la quedó mirando fijamente.
—¡Ve! —exclamó la ayudante—. ¡Ve ahora mismo! ¡Ya! —Le puso la tarjeta en la mano y empujó a Paula hacia la puerta—. Quién sabe, si vuelves con él, a lo mejor dejas de gimotear cada vez que alguien pronuncie la palabra «amor».
—Yo no... —empezó a decir Paula, aunque sabía que sí.
Delia le tendió su bolso.
—Y toma, llévate esto. —Era un lápiz rojo.
Treinta segundos más tarde, Paula estaba saliendo por la puerta y llamando a un taxi.
Cuando llegó a la consulta de Pedro el corazón le latía con fuerza en la garganta. ¿Qué le iba a decir? Llevaban sin ponerse en contacto desde que le había dejado tirado aquel día en Edilean. ¿Y si...? Se le ocurrieron miles de «y si», pero él le había enviado la tarjeta y había... Había trasladado su consulta a Nueva York. Eso era lo principal.
En el exterior de la consulta había una brillante placa de latón en la pared. El nombre de Pedro aparecía debajo del de otro hombre, así que parecía haber abierto la consulta con alguien más.
Respiró hondo, lamentó no haber tenido tiempo de comprobar su maquillaje y abrió la puerta. Lo primero que vio fue a cuatro jóvenes verdaderamente hermosas sentadas en la sala de espera, hojeando unas revistas.
—Parece que he acertado con el lugar —dijo para sí entre dientes, y se dirigió a la ventanilla de la recepción. No le sorprendió ver a allí a dos mujeres de mediana edad.
La más gruesa miró a Paula de la cabeza a los pies de una manera que parecía decir que sabía el motivo de su presencia.
—Me gustaría ver al doctor Alfonso —dijo Paula.
—Tiene que tener cita, y la primera disponible es en febrero.
Paula la miró parpadeando. Faltaban meses para eso.
—Es personal. Querrá verme.
Oyó un ruido detrás de ella y se volvió para mirar a las mujeres que estaban sentadas en la sala de espera. Todas la estaban mirando, como diciendo: «A otro perro con ese hueso.»
—Siempre es personal —dijo la mujer del otro lado de la ventanilla—. Deme su nombre, y podrá verle en febrero.
Paula miró el lápiz de colores que tenía en la mano.
—¿Haría el favor de darle esto a Pedro?
—Pues claro —dijo la mujer, e hizo el ademán de ir a dejarlo caer en el portalápices.
—¿Es usted Paula? —preguntó la otra enfermera.
—Sí.
—Espere, iré a buscarlo.
La primera mujer miró a Paula de arriba abajo pensando sin duda que no era como ella había esperado. Aunque a Paula le alegró que supieran su nombre.
Se apartó de la ventanilla. No había ninguna silla libre, así que se apoyó en la pared. Las demás mujeres se la quedaron mirando muertas de curiosidad.
Cuando la puerta de la consulta se abrió y las jóvenes suspiraron, supo que Pedro estaba allí. Se irguió y contuvo la respiración.
Pedro apareció, cerró la puerta tras él y miró alrededor un instante antes de verla. Tenía buena pinta, mejor de lo que ella recordaba, y supo que lo quería más de lo que creía posible.
—No dejé la medicina —dijo—, pero me trasladé adonde tú estabas. Si Juan puede renunciar a su ferretería, yo puedo renunciar a mi pueblo.
Ella dio un paso hacia él.
—No me llamaste.
—Lo sé —dijo Pedro, y se dirigió hacia ella—. Decidí que los actos eran mejor que las promesas. Tardé un poco en mudarme. —Le tendió la mano—. Tu padre...
—Lo sé —dijo, cuando las yemas de sus dedos tocaron las de Pedro—. Se disculpó por lo que hizo, pero está impresionado por tus palabrotas.
Pedro le dedicó una sonrisa de medio lado.
—Le describí lo que podía hacer con su edificio en unos términos anatómicamente muy precisos.
Paula dio un paso más hacia él.
—Noelia está deprimida porque los dos la abandonamos.
—Primero tenía que poner en orden mi vida —dijo él, y entonces extendió los brazos hacia ella—. Paula, te quiero.
Fue hasta él y le besó con todo el deseo acumulado durante seis semanas y media. Había llegado a pensar que no le volvería a ver jamás, y había comprobado lo vacía que estaba su vida sin él.
—¿Te casarás conmigo? —preguntó él, poniéndole la boca en la oreja.
Paula empezó a decir que sí, pero alrededor de los dos se levantó un siseo colectivo. Se habían olvidado de las demás personas de la sala.
Dándose la vuelta, miraron a las mujeres, y todas, incluidas las dos del otro lado de la ventanilla estaban mirando a Pedro con expectación.
—Supongo que debo hacer esto mejor —dijo él— o no me quedará ni una paciente. —Y entonces hincó una rodilla en el suelo ante ella.
»Paula, ¿te...? Ah, espera. —Buscó a tientas en el bolsillo de su bata blanca y sacó una caja de piel con un inconfundible diseño de Karen labrado encima. Paula contuvo la respiración... igual que el resto de las presentes.
Todavía con la rodilla en el suelo, abrió la caja, y todas las mujeres se echaron hacia delante. En esta ocasión lo que se elevó fue un grito ahogado.
—¿Está bien? —preguntó Pedro , mientras movía la caja en círculo para que todas pudieran ver el anillo con un gran diamante de tres quilates. Hubo un gesto universal de asentimiento con la cabeza.
—Paula, amor mío —dijo él—, ¿te casarás conmigo y vivirás conmigo donde tú quieras? Adonde vuestra merced fuere... Y todas esas cosas.
—Sí —respondió Paula.
Pedro le puso el anillo en el dedo, se levantó y la besó.
Paula le correspondió... mientras extendía la mano izquierda para que las mujeres pudieran ver el anillo.
—¿Eres feliz? —le preguntó Pedro en un susurro sin apartar los labios de su boca.
—Excelsamente feliz.
—¿Sigues teniendo miedo?
—Ya no. Te quiero, Pedro. Con todo mi corazón.
—No creo que pueda querer a nadie como te quiero a ti —dijo él, y la volvió a besar.
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