sábado, 23 de abril de 2016

CAPITULO FINAL: (TERCERA PARTE)





No dejó de correr hasta llegar a la consulta de Pedro, pero al entrar en ella le asaltaron las dudas. Estaba tan llena de pacientes que quizá sería mejor esperar para hablar con él.


Bety la vio y le dio un codazo a Helena, que aferró el brazo de Alicia con fuerza. Un segundo después, las tres mujeres rodearon a Paula, con Helena entre ella y la puerta para que la chica no pudiera escapar.


—Gonzalo ha hablado contigo, ¿verdad? —preguntó Bety muy seria.


—Sí. Y ahora quería hablar con Pedro, pero veo que está muy ocupado. Volveré más tarde.


Intentó abrir la puerta, pero Helena la bloqueaba.


Bety rodeó maternalmente con un brazo los hombros de Paula.


—¿Alguien tiene inconveniente en que Paula hable con el doctor Pedro? —preguntó en voz alta a los pacientes.


—Oh, puedo esperar —accedió una mujer con dos niños.


—Si hace falta, ya volveré la semana que viene —se apresuró a decir un hombre.


—Yo solo tengo bronquitis —dijo otra mujer, reprimiendo un ataque de tos.


—Me pueden quitar los puntos mañana —aseguró un joven.


—¿Lo ves? —preguntó Bety triunfalmente—. No hay ningún problema.


Arrastró prácticamente a Paula hasta el despacho de Pedro, seguidas de Alicia y Helena, que se encargaron de cerrar la puerta tras ellas.


Bety golpeó con los nudillos la puerta de la sala de examen contigua y la abrió sin esperar contestación. Una anciana estaba sentada en la camilla, vestida únicamente con una bata de hospital. Pedro se hallaba frente a ella, examinándole el pie.


—Si no se cortase tanto las uñas, no le crecerían hacia dentro —estaba recriminándole con tono gruñón—. Ya se lo advertí la última vez.


Volvió la cabeza al oír la puerta y sus ojos se abrieron como platos al ver a Paula prácticamente encajonada entre sus tres ayudantes.


—Les he dicho que podía esperar a que terminases —intentó disculparse la chica—. No quería...


La anciana saltó ágilmente de la camilla.


—Tiene razón. Me lo advirtió, es culpa mía. Adiós —balbuceó, antes de abalanzarse hacia la puerta.


Segundos después, Pedro y Paula se quedaron solos.


—¿Qué diablos está pasando? —preguntó un desconcertado Pedro—. ¿Te ocurre algo, Paula?


—Físicamente estoy bien, pero tengo que decirte algo importante —aclaró ella, sentándose en un extremo de la camilla—. ¿Te acuerdas cuando tallé aquellos animales para los niños con las patatas?


—Claro que me acuerdo.


—Los niños estaban traumatizados y con razón. Una flecha había volado por encima de sus cabezas y clavado a un hombre en un árbol. No podían saber si era un accidente o si un loco iba a por ellos. Solo puedo pensar lo que debió de imaginarse aquella enfermera, seguro que estaba casi histérica. Tenía que ocuparse de la herida del hombre, procurar que no se desangrara, pedir ayuda y proteger a los niños. Todo a la vez.


Pedro no tenía ni idea de adónde quería llegar Paula, pero por su expresión dedujo que realmente lo consideraba muy importante.


—Pero... tú conseguiste reunirlos y tranquilizarlos... —dijo, sonriendo—. Cuando os encontré, parecías una ninfa de los bosques rodeada de niños que te miraban como si los hubieras rescatado de una muerte segura.


—Algunos parecían muy asustados, ¿verdad?


—No contigo y tus dragones. Y estoy seguro de que en Acción de Gracias te consideraron un ángel. Tu forma de tratar a los niños fue algo mágico.


—Me gusta sentirme necesitada. Creo que por eso preferí quedarme con Lisa a aceptar aquel trabajo de las tazas. Creí que el mundo no necesitaba cucharas con la cabeza de los presidentes en el mango. En cambio, Lisa estaba hecha un lío. Era una adolescente que se había quedado sin madre, con un padrastro insufriblemente perezoso y necesitada de una excusa para no seguir viendo a una pandilla bastante peligrosa.


—Y entonces llegó Gonzalo—añadió Pedro—. Él también te necesitaba.


—Así es. Su padre es el mayor abusador de este planeta.


—¿Qué tiene que ver toda esa necesidad conmigo? —preguntó Pedro, sonriendo—. Soy bastante autosuficiente. Soy capaz de dirigir clínicas y consultas, así como de ocuparme de los problemas médicos de toda una ciudad, por no hablar de sus problemas psicológicos. Nunca te lo he dicho, ni a ti ni a nadie, pero prácticamente dirijo un servicio de citas. Una vez...


No pudo seguir. Paula se estaba riendo a carcajadas.


—¿Tú, autosuficiente? ¿Precisamente tú...? Estás de broma, ¿no? Eres la persona más necesitada del mundo.


—¿Yo? Paula... —No pudo evitar sentirse herido al ver que la chica lo conocía tan poco—. Sabes que en Edilean tengo tres ayudantes, pero cuando viajaba al extranjero...


—Casi te haces atropellar por unos coches de carreras.


—Eso solo me pasó una vez —protestó Pedro, frunciendo el ceño—. ¿Qué intentas decirme, Paula?


Ella suspiró. ¿Y si le confesaba lo que verdaderamente sentía, lo que verdaderamente quería, y él la rechazaba? ¿Y si se reía ante su deseo de querer acompañarlo en sus viajes?


—Gonzalo y Treeborne Foods financiarán tu hospital flotante, y quiero ir contigo.


Pedro se quedó sin habla. Solo pudo parpadear desconcertado.


—Pero ¿y tus esculturas? ¿Y el fabuloso estudio que te está construyendo Henry? Gracias a sus contactos podrías abrirte camino en el mundo del arte. Con tu talento, serías famosa.


—No, no soy como Maria o Karen. Lo más importante para mí no es tener éxito en el mundo artístico. —Se acercó a él poco a poco—. Me sentí mejor ayudando a esos niños tallando animales con patatas que con cualquier otra cosa que haya esculpido en mi vida. —Dio otro paso hacia Pedro—. ¿Hay sitio en tu cruzada para una mujer a la que le gusta encargarse de niños traumatizados? ¿Crees que podría serte útil en tu trabajo?


—Paula... —Pedro tuvo que tragarse las lágrimas para hablar coherentemente—. Sí, te necesito. Y los niños del mundo te necesitan. ¿Quieres casarte conmigo y acompañarme a... a donde quiera que el mundo nos necesite?


—Sí —aceptó ella—. Me encantaría.


Pedro la estrechó entre sus brazos, la besó y... y de la sala exterior les llegaron los aplausos y los vítores de los allí reunidos. Al parecer, alguien había pegado la oreja a la puerta. Tres minutos después, el departamento de bomberos disparó las alarmas de su sede, Colin conectó las sirenas de los dos coches patrulla y las campanas de las tres iglesias de Edilean repicaron jubilosas.


Pedro miró sorprendido a Paula, un segundo antes de que ambos empezaran a reír.


—Er... Creo que todos están de acuerdo con nosotros.


—Sí —secundó Paula—. Sí, sí y sí.



CAPITULO 49: (TERCERA PARTE)






Gonzalo iba a cerrar la tienda cuando tres mujeres abrieron la puerta e irrumpieron en el interior. Solo habían pasado dos semanas desde Navidad y hacía bastante frío, pero no llevaban abrigo y parecía que acababan de celebrar una carrera.


—Lo siento, pero ya hemos cerrado —las informó—. Si quieren algo especial, quizá mañana podamos servirlas.


Las mujeres lo miraron, parpadeando desconcertadas. 


Gonzalo sabía que eran de la ciudad, recordaba haberse cruzado con ellas en algunas ocasiones, pero ahora no acababa de situarlas. Una era una anciana; otra, de mediana edad, y la tercera, bastante joven y guapa.


—¡El doctor Pedro! —exclamó por fin—. Ustedes trabajan para él.


—Sí —reconoció la de mediana edad—. Y necesitamos su ayuda.


—Si tiene algo que ver con las lecciones de boxeo de su doctor, prefiero mantenerme al margen.


—No, es por Paula. Me llamo Bety. Esta es Alicia y ella es Helena. Está embarazada.


Por un segundo, Gonzalo se preguntó qué esperaban que dijera, pero de pronto lo comprendió.


—Oh. Felicidades.


Las mujeres siguieron allí de pie, expectantes, como si tuviera que decir algo más o hacer algo, pero él no tenía ni idea de qué. Si se trataba de Paula, quizá pensaban que él estaba intentando reconquistarla. Al fin y al cabo, Pedro todavía no le había propuesto matrimonio.


Dos días antes, Ramon le había preguntado a Paula al respecto.


—Nos conocemos desde hace pocos meses —dijo la chica.


Ramon puso su cara de profesor.


—En este caso creo que las vivencias son más importantes que el tiempo. ¿Acaso te lo pidió y lo rechazaste?


—No es asunto tuyo, pero no, no me lo ha pedido.


Paula salió de la habitación. Resultaba obvio que no quería hablar del tema.


Gonzalo estaba seguro que medio Edilean —y seguramente Paula— sabía que, un día antes de Navidad, Pedro había comprado un anillo de compromiso con tres diamantes engarzados. Dado que su hermana era la propietaria de la joyería, Carla se lo había contado a todo el mundo.


Pero Paula seguía yendo al trabajo sin anillo.


Gonzalo miró a las tres mujeres y no pudo evitar alzar las manos en ademán de protección.


—Me he asociado con Kelli para intentar cerrar un trato con mi padre. Él quería que volviera a Texas, pero le dije que no, que necesitaba más tiempo para disfrutar de mi independencia antes de ser devorado por la maquinaria de los Treeborne. Además, a Kelli y a mí nos gusta mucho Edilean. Estamos pensando abrir aquí una sucursal de nuestro nuevo negocio, así crearemos puestos de trabajo en la ciudad.


Las mujeres siguieron mudas y atentas a las palabras del joven. La más anciana, Alicia, se limitó a cambiar su peso de un pie a otro.


—O sea, que si han pensado en la posibilidad de que Paula y yo nos fuguemos juntos, pueden ir quitándosela de la cabeza —concluyó, exhibiendo una tímida sonrisa casi de disculpa.


—Nosotras solo nos preocupamos del amor de verdad —sentenció Helena muy seria.


—El amor verdadero. El que dura eternamente. Mira, solo tenemos cuarenta y cinco minutos para comer, y si no me siento voy a vomitar.


Gonzalo se apresuró a acercarle una de las sillas de la mesa.


—Por favor... —se disculpó, señalando la silla.


Mientras les ofrecía dos sillas más, se dio cuenta de que se alegraba de que las tres mujeres no hubieran ido hasta allí para reñirle. Desde que llegara a Edilean sentía que la ciudad lo tenía a prueba diariamente. Desde que el doctor Pedro le destrozara la nariz —que aún le dolía—, todos conocían el motivo de su llegada y había tenido que responder a un montón de preguntas.


—No me queda café, pero la nevera sigue funcionando. —Como las mujeres parecían no comprender nada, añadió—: ¿Qué tal unas cuantas muestras de los pasteles que hemos hecho Kelli y yo para que nos den su opinión? Si aceptan un vaso de leche, claro.


Las mujeres esbozaron por fin una sonrisa, y Gonzalo aprovechó el momento para retirarse hacia la nevera. 


Minutos después seguían sentados a la mesa, con tres platos vacíos frente a las mujeres. No se habían comido un pastel entero, pero casi. Helena en especial se mostró insaciable; lamió su cuchara con tanta pasión que el chico temió que gastara el grabado.


—Entonces ¿quieren que descubra qué le pasa a Paula? 
—preguntó Gonzalo.


—Exactamente —confirmó Bety—. Eres el único que la conoce lo bastante como para atreverse a hablar con ella. Sus amigas Karen y Maria no están en la ciudad, así que solo quedas tú.


Gonzalo estuvo a punto de decir que él tampoco conocía a Paula, que no la conocía realmente. La agobiada y aterrorizada mujer que conoció en Texas no era la misma que vivía en ese momento en Edilean. Aunque nunca había dirigido una tienda, lo estaba haciendo muy bien. Era una organizadora innata.


Cuando la felicitó personalmente, Paula había respondido:
—Eso es gracias a los años de compaginar dos y hasta tres trabajos a la vez, y a la gente que pensó: «Deja que Paula se encargue.»


—Y a tu experiencia en la universidad —le añadió Ramon—. Eso agota a muchos estudiantes.


Pero nada había cambiado desde Navidad. Paula les contó a todos la oferta de Henry y que, a partir de abril, se dedicaría a la escultura a tiempo completo.


—Eso tenemos que celebrarlo —exclamó Ramon—. Gonzalo, compra un par de botellas de champán y asegúrate de que esté frío.


—¡No! —cortó Paula—. En realidad no es un trabajo, y... y... —No sabía qué decir—. Y necesitamos género para mañana, así que yo...


Recogió su bolso y salió del restaurante.


—Ten cuidado con lo que deseas... —murmuró Ramon, antes de volver a la caja registradora.


No volvieron a mencionar el nuevo trabajo de Paula, pero todos se daban cuenta de que la chica no era feliz. Al principio pensaron que podía deberse al hecho de tener que trabajar con Henry, pero a Paula parecía gustarle el anciano.


Una tarde, mientras estaban cerrando y ella se encontraba ausente, decidieron que era porque Pedro no le había pedido que se casara con él.


—Ayer tuve que ir a visitarlo —dijo Dany—. La quemadura del brazo, ya sabéis, y Pedro no parecía nada contento. Esa pareja parece profundamente infeliz.


Pasaron unos cuantos minutos especulando sobre la causa de su desgracia, y cada uno tenía una opinión diferente.


—Mal sexo —aseguró Dany—. Si el sexo no funciona, no importa lo mucho que ames a alguien, no vale la pena.


—Estoy completamente de acuerdo —rubricó Kelli.


Gonzalo y Ramon miraron a las dos mujeres con los ojos llenos de preocupación.


—¿Nosotros tenemos...? Quiero decir... —balbuceó Gonzalo.


—¡Nene, somos geniales! —respondió Kelli.


Él suspiró de alivio, como hizo Ramon cuando Dany le dio un cariñoso beso en la mejilla.


—Entonces ¿qué problema hay entre Pedro y Paula? —insistió Dany—. ¿Por qué son las dos personas más infelices del mundo?


Nadie parecía tener la respuesta. Quizá por eso, días después, las tres empleadas del doctor Pedro estaban pidiéndole ayuda a Gonzalo.


—Verás —comenzó Bety—, nosotras juramos hacer todo lo necesario para que el doctor sea feliz. ¡Fuimos las que mantuvimos el secreto de su identidad!


—Y le hicimos el corsé a Paula —dijo Alicia.


—Aunque Sara tuvo que ayudarnos con el caballo —añadió Helena—. Y no tuvimos nada que ver con los ladrones, Mike se encargó de todo eso. Es muy importante para esta ciudad.


—Ya ves lo mucho que hemos hecho por el doctor Pedro —aseguró Bety.


—Y con resultados muy buenos. El carácter del doctor Pedro ha mejorado mucho desde que Paula llegó a la ciudad —dijo Helena.


—Bueno, eso es exagerar un poco —rectificó Bety—. La verdad es que el doctor Pedro está ahora tan deprimido que apenas puede concentrarse en su trabajo. Y creemos que Paula no está mucho mejor.


Las tres mujeres dejaron de hablar y volvieron a concentrar su mirada en Gonzalo.


—Señoras, no tengo ni idea de lo que están hablando —aseguró Gonzalo—. Ni la menor idea, de verdad.


Bety desvió la mirada hacia el reloj colgado en la pared.


—Tenemos que volver al trabajo. Todo se resume en que tienes que hablar con Paula y descubrir qué está pasando entre el doctor Pedro y ella.


Gonzalo vio al instante mil inconvenientes a la idea. Kelli, aunque pretendiera lo contrario, era casi tan celosa como Paula.


—¿Este verano pasado? —le preguntó una vez—. Hace apenas unos meses querías casarte con Paula, ¿y ahora pretendes que me crea que ya no te importa absolutamente nada?


Nada de lo que él dijo pudo convencerla de que Paula solo era su pasado... su pasado reciente, eso sí.


Además, Ramon y Pedro lo estaban mirando. Y el gigante, que era el sheriff local, no dejaba de dirigirle miradas asesinas, como si Gonzalo fuera un criminal que tuviera que ser vigilado constantemente.


Aunque, desde Navidad, daba la impresión de que el sheriff también dirigía miradas menos que afectuosas a Paula. Por lo que respectaba a ella, cada vez que Gonzalo se
acercaba mínimamente, la chica procuraba alejarse.


—Lo digo en serio —aseguró Gonzalo a las tres mujeres.


—No sabemos lo que está pasando. —Bety se levantó, y sus dos compañeras la imitaron.


—Ese es el problema. Nadie sabe lo que está pasando, pero tú eres el indicado para descubrirlo.


Tras esa frase lapidaria las tres mujeres salieron del restaurante. Gonzalo cerró la puerta tras ellas y se dejó caer en una silla. En esos momentos, la idea de volver a Texas y a la pequeña ciudad que era virtualmente propiedad de su familia le resultaba muy atractiva.


Le echó un vistazo al local vacío, limpio e inmaculado. Kelli había ido a la tienda en busca de suministros, y Ramon y Dany estaban... no sabía dónde. Paula se había refugiado en su apartamento, algo que últimamente hacía demasiadas veces, despreocupándose de ayudar al grupo. Desde el día de Navidad, Paula parecía incapaz de sonreír.


Una parte de Gonzalo ansiaba huir de allí, pero otra, la mayor, sabía que las tres mujeres que trabajaban para Pedro tenían razón. En aquel momento, en aquella ciudad, era para Paula lo más parecido a un amigo.


Enfiló la escalera con un suspiro. «Seguramente no querrá verme —pensó—. Seguramente no querrá hablar conmigo, seguramente...»


Solo tuvo que llamar una vez a la puerta antes de que Paula la abriera.


—Oh, creí que eras Pedro. A veces pasa pronto a recogerme.


Gonzalo entró en el apartamento y cerró la puerta tras él.


—Tenemos que hablar.


—Gonzalo, si Kelli y tú habéis discutido y pretendes volver conmigo, te advierto que no lo conseguirás. Yo...


—Solo he venido para saber qué te pasa.


—Nada —mintió ella—. Tienes que marcharte. Ya viste lo que pasó la última vez que Pedro se sintió celoso.


Los ojos de Gonzalo se abrieron como platos.


—¿Qué te ocurre, Paula? ¿Tan celoso es Pedro? ¿No te habrá... no te habrá pegado? Si lo ha hecho, puedo conseguir ayuda y...


—¡Claro que no me ha pegado! —exclamó Paula, desplomándose sobre el sofá—. Pedro no puede ser más dulce, amable y cortés conmigo de lo que es.


Gonzalo ocupó una silla frente a la chica.


—¡Paula, nos estás volviendo locos a todos! Pareces sentirte muy desgraciada, pero no sabemos por qué. ¿Qué sucede? Tienes un trabajo fabuloso, un médico está loco por ti, tus amigos te adoran y...


Pedro no quiere irse de Edilean, no puedo convencerlo para que lo haga.


—¿Quieres romper con él y no sabes cómo? —preguntó Gonzalo, comprensivo.


—¡Cielos, no! ¿De dónde has sacado esa idea? Quiero casarme con él y tener hijos lo más pronto posible. ¿No crees que Pedro está hecho para ser un buen padre?


Gonzalo se pasó la mano por la cara un tanto exasperado, antes de mirarla directamente a los ojos.


—Vamos, Paula, échame una mano. Me han pedido, casi exigido, que hable contigo y descubra qué está pasando entre el doctor «Primero-Pego-Y-Luego-Pregunto» y tú, pero no veo nada malo en todo lo que me dices.


—Ya te lo he contado —insistió Paula—. Lo que pasa es que Pedro no quiere irse de Edilean.


—Si no han cambiado las normas estos últimos años, sin Pedro no hay niños.


Paula miró al exterior a través de las ventanas. Necesitaba desesperadamente hablar con alguien porque las últimas dos semanas habían sido un infierno para ella. Pedro se había mostrado tan decididamente animado que sintió ganas de estrangularlo, pero se contuvo y se mostró lo más cariñosa posible. Pero varias veces, cuando él creía que no lo estaba mirando, había visto en su cara signos de... bueno, de fatalismo. Mostraba claramente que la felicidad que intentaba demostrar era pura fachada.


—Vale, Paula —aceptó Gonzalo—. Sé que estoy fallando miserablemente en este examen de amigo, pero confieso que no sé de qué demonios estás hablando. ¿Quieres casarte con él? ¿Quieres que se vaya e irte con él? Decídete.


—Sí. Estás fallando miserablemente, Gonzalo. Quiero que Pedro se marche y quiero irme con él.


Gonzalo seguía sin comprender.


—Pues vete con él y problema resuelto.


—No, niño rico, el problema no está resuelto. Pedro no puede lanzarse a curar al mundo, porque para eso se necesita dinero. Yo puedo conseguir ese dinero, pero solo si me quedo aquí trabajando con Henry. Pero Pedro no aceptará el dinero para marcharse porque yo no puedo irme con él.


Gonzalo parpadeó, intentando absorber aquel galimatías.


—Entiendo. El regalo de los Reyes Magos.


—Exacto. El regalo de los Reyes Magos.


Ambos se referían al cuento del escritor O’Henry, en el que una pareja muy pobre pero profundamente enamorada quería hacerse un regalo mutuo. Él vendió su reloj de oro para comprar unas peinetas que adornaran la gloriosa melena rubia de su amada, mientras que ella vendió su pelo para comprarle a él una cadena de reloj.


Paula le dirigió a Gonzalo una mirada casi suplicante.


—Incluso he pensado en decirle a Pedro que estoy enamorada de ti para que acepte la oferta de Henry y se marche. Quiero que consiga lo que desea.


Gonzalo palideció ante la idea y se llevó involuntariamente la mano a la nariz.


—No, por favor, no hagas eso —suplicó Gonzalo—. Hablemos de ti. ¿Qué pasa con tus ganas de esculpir? Tienes mucho talento.


Paula se levantó del sofá, fue hasta la ventana y dio media vuelta para encararse con él.


—Creo que todo el mundo tiene talento.


—Pero no como el tuyo.


—Puede que no —admitió, frunciendo el ceño—, pero, para tener éxito, una persona también necesita... no sé, motivación, ambición, algo que la impulse, que la haga seguir adelante. He visto mejores cantantes en algunos coros de iglesia que la gente que vende millones de discos. ¿Por qué no son los mejores cantantes los que obtienen el aplauso y el dinero?


—No tengo ni idea.


—Porque para conseguir todo eso, para tener éxito, hace falta algo más que el talento. Karen y Maria son dos personas muy motivadas. En la universidad siempre estaban creando algo. Lo que fuera. En Navidades hasta recortaban estrellas de papel.


—¿Y tú? —se interesó Gonzalo. En los meses que habían pasado juntos jamás había visto a aquella Paula.


—Cuando tuve la oportunidad de elegir entre un trabajo que podía lanzar mi carrera y volver a casa con mi hermana pequeña, elegí la familia. Y corté todo contacto con Karen y con Maria porque no quería que descubrieran que yo no era como ellas. Ya les había mentido sobre mi procedencia.


—¿Texas te avergonzaba?


—No, me avergonzaba Treeborne Foods. Descubrí que la gente pensaba que era estupendo vivir en una ciudad que prácticamente pertenece a una sola compañía. No quiero tener que explicar que Treeborne está gobernada por un hombre que no contrata a gente de su propia ciudad para un puesto de responsabilidad.


El rostro de Gonzalo volvió a quedarse lívido.


—Pienso cambiar todo eso —aseguró, convencido.


—Deberías.


—Entonces ¿ya no quieres ser escultora?


—Lo que no quiero es pasarme la vida haciendo esculturas de bronce de seis metros de altura para que los ricos decoren sus preciosos jardines. En la universidad, un pijo que estudiaba derecho me dijo que debería incluir una copa en cada una de mis esculturas porque al menos así serían mucho más útiles.


—¡Ouch! —exclamó Gonzalo—. Hasta yo sé que eso es bastante grosero. ¿Tú quieres irte con Pedro? Ramon dijo que a Pedro le gustaría instalar una clínica flotante en un barco. ¿Quieres criar a tus hijos en un barco?


—¿Por qué no? ¿Quién dice que una casa de tres habitaciones y dos baños es mucho mejor para un niño? ¿Acaso no pueden...? —Hizo una pausa mientras regresaba al sofá—. Oh, esta discusión es absurda. Pedro nunca aceptará que me vaya con él aunque consiga el dinero. ¿Qué puedo hacer para ayudarlo?


—Ya veremos.


—¿Qué quieres decir?


—Significa, querida amiga, que Treeborne Foods está dispuesta a patrocinarlo, significa que le conseguirá los fondos necesarios para los viajes, para las clínicas, para lo que sea. Todo aquello que Henry Belleck estaba dispuesto a ofrecerle, Treeborne Foods lo igualará.


—No puedes hacerlo, Gonzalo. Tu padre...


—¡Que le den! He pasado toda mi vida atemorizado, aterrorizado. Pero cuando Kelli y yo cenamos con él hace dos semanas, comprendí que en el fondo yo soy lo único que tiene. Si mi padre muriera, ¿qué pasaría con su adorada Treeborne Foods, a la que ama más que a cualquier ser humano? Sin alguien que la dirija y la mantenga cohesionada, se deshará en pedazos. ¿Y quién puede hacerlo? ¿Su mano derecha? Ese tipo la vendería en un minuto. ¿Puede desheredarme mi padre? Sí, pero ¿cómo quedaría eso en los anuncios que alardean de ser un negocio familiar?


La chica lo contempló atónita y en silencio.


—Mira, Paula, desde aquel horrible día en que te cerré la puerta de la fría y vacía mansión de mi padre porque sentí pánico de que te viera allí, he pensado mucho y en muchas cosas. Ahora sé lo que debo hacer. Kelli aún no lo sabe, o quizá sí, pero voy a casarme con ella y vamos a abrir una línea de pasteles congelados que probablemente doblará el tamaño y los beneficios de la compañía. Y todo eso gracias a ti, Paula. Si no hubiera venido en tu busca...


—Porque robé vuestro libro de cocina.


—Sí —admitió él con una sonrisa—. Pero si no hubieras robado el libro, yo no habría conocido a Kelli, no le habría plantado cara a mi padre y ni siquiera me habría dado
cuenta de que me gusta trabajar en este negocio. Y tampoco habría descubierto lo mucho que me gusta vivir en una ciudad donde soy un príncipe coronado. —Paula no pudo contener la risa ante esta última confesión—. Lo siento, es mi ego el que ha hablado. Me encargaré de que Treeborne Foods le proporcione al doctor Pedro los fondos que necesita. Además, no solo lo desgrabaré de los impuestos, sino que será una publicidad gratuita de valor incalculable.


—Realmente eres un Treeborne.


—No sé si lo era antes, pero creo que ahora lo soy.


Ambos intercambiaron sonrisas, y fue la primera vez que Gonzalo sintió que la chica quizá podía perdonarlo. La primera vez que entró en su vida no tenía malas intenciones, pero terminó haciéndole mucho daño debido al miedo que le tenía a su padre.


—A propósito, Paula. Ya que ha salido el tema del libro...


—Lo lamento mucho, pero estaba tan furiosa contigo que...


—Y tenías razones para estarlo. Pero creo que, después de lo que te hice, tienes derecho a saber la verdad. La razón de que las recetas de ese libro estén escritas en código y que se mantenga cerrado bajo llave, lejos de la vista del público, es que nuestra gran abuela le ponía cocaína a todo.


—¡¿Qué?!


—En aquellos tiempos era legal y hacía que te sintieras bien. El nombre de Coca-Cola viene de su ingrediente secreto, ¿no lo sabías?


Paula, atónita, no podía apartar los ojos de él.


—Ahora comprenderás por qué me puse tan frenético cuando descubrí su desaparición. No temía que alguien pudiera colgar nuestras recetas secretas en Internet, lo que realmente temía era que si se descubría la verdad, seríamos el hazmerreír de la industria. Piensa que la foto de la abuela está impresa en cada paquete.


—¿Y rociaba la comida con cocaína?


—Todos sus platos. Y para que lo sepas, si descifraran el código y preparasen las recetas sin la cocaína, resultarían horribles. Utilizaba manteca y la carne era en su mayoría careta de cerdo, o papada, o rabo. Utilizaba lo que fuera con tal de que resultara barato, y después lo volcaba todo sobre un montón de fideos. Si no hubiera espolvoreado la cocaína, aquel mejunje resultaría incomestible. Mi abuela era una mujer de negocios maravillosa, pero una cocinera nefasta.


Paula tardó unos cuantos minutos en absorber la información. Y entonces estalló en carcajadas. Gonzalo se unió a ella.


—Entonces, tu abuela era...


—Una adicta.


—Treeborne Foods, un negocio familiar.


—Exacto.


—¿Y el código?


—Se basa en un libro antiguo de su propiedad. Y también está guardado.


Paula no pudo dejar de sonreír, pensando en el secreto familiar que casi deja al descubierto.


—Bien, ¿qué opinas de mi oferta? —preguntó él por fin.


—¿Financiarás a Pedro?


—No —negó Gonzalo—. Os financiaré a los dos. Y, Paula, respondiendo a lo que puedes hacer por él, si tenemos en cuenta lo que hiciste en Texas por tu hermana, y tu llegada a Edilean donde has encandilado a toda la ciudad...


—No fue así. Pedro...


—¡Ey! Este es mi discurso, así que déjame terminar. Tú cambias la vida de las personas, Paula. Creo que ese es tu principal talento, la escultura solo es un efecto secundario. Y aunque no soy precisamente un fan de tu amigo el doctor, sabe ver la verdad. Ahora que te ha conocido, se ha enamorado de ti y prefiere renunciar a sus sueños con tal de no perderte. Es lo bastante listo para ver eso.


Le cogió instintivamente las manos y les dio un apretón cariñoso.


—Quiero que vayas a verlo y hables con él. Pero habla con el corazón.


—Pero, Henry...


—Yo me encargaré de Henry —aseguró Gonzalo—. Lo comprenderá y buscará otro profesor y alguien más que patrocinar. Ahora, ve. Corre y dile a tu médico qué es lo que necesitas.


—Gonzalo, yo... —empezó a protestar, pero no pudo seguir. En lugar de hablar, besó a Gonzalo en la mejilla—. Gracias.


No dijo nada más y corrió hacia la puerta.


Bajó la escalera corriendo y salió del local sin detenerse a coger su abrigo.