sábado, 9 de abril de 2016

CAPITULO 1: (TERCERA PARTE)





Edilean, Virginia


—¡Dimito! —anunció Helena—. No aguanto más el malhumor de ese hombre.


Estaba en la recepción del consultorio del doctor Pedro Alfonso y hablaba con sus otras dos empleadas, Alicia y Beatrice.


Alicia quería jubilarse y estaba desesperada porque Helena, joven, recién casada y recién llegada a Edilean, ocupara su puesto, pero esta tenía problemas para ajustarse a la afilada lengua del doctor Pedro. Que Beatrice y Alicia recurrieran a un supuesto «afán perfeccionista» para disculparlo, no ayudaba.


—Nunca tiene una palabra amable para nadie —argumentaba tozudamente.


—Es su forma de ser. Pero normalmente tiene razón. Hoy mismo lo he saludado con un «Buenos días», y me ha respondido: «¿Cómo voy a saberlo si no he podido salir de la consulta?» Y ayer le dijo a la señora Casein que su único problema era que comía demasiados pastelitos de los que hace su marido.


Beatrice y Alicia la miraron fijamente sin responder. La primera rondaba los cincuenta años, vivía en Edilean desde los seis y se alegraba de no ser enfermera como Helena. Su trabajo se limitaba a sentarse todo el día frente a la pantalla del ordenador y atender el teléfono, lo que la mantenía casi toda la jornada laboral lejos del doctor Pedro.


A Helena no le fue difícil deducir el tipo de mirada que las otras dos mujeres le dirigían.


—Lo sé, lo sé —aceptó—. Eso de los pasteles es verdad. Pero ¿no podría intentar ser un poco más diplomático? ¿Es que ni siquiera ha oído hablar de los buenos modales? La semana pasada Sylvia Garland salió llorando de la consulta. Fue todo, menos simpático.


Las dos mujeres repitieron la misma mirada.


—¡¿Qué pasa?! —preguntó Helena, exasperada.


Se había instalado en Edilean porque su marido trabajaba cerca de allí, y opinaba que una ciudad pequeña era un lugar estupendo para criar a sus futuros hijos. Además, le encantó conseguir un trabajo de enfermera tan cerca de su nueva casa. De eso hacía ya tres semanas, y ahora ya no estaba segura de querer conservar aquel empleo. Se había pasado toda la semana asegurando que iba a dimitir.


Beatrice fue la primera en responderle.


—Todos en la ciudad saben que Sylvia Garland no sale con las otras chicas las noches de los martes... todos excepto su marido. Ella prefiere quedarse durmiendo, y el doctor Pedro se lo dijo.


—¿Y eso es asunto suyo?


—Las enfermedades contagiosas lo son, supongo —le explicó Alicia—. Además, el doctor Pedro solía trabajar con gente que tenía problemas graves, como elefantiasis o lepra.


Helena conocía el trabajo desarrollado por el doctor Pedro en todo el mundo, pero no le parecía una buena excusa.


—Si cree que las enfermedades de una ciudad pequeña no son dignas de su atención, ¿por qué no se marcha a otra parte?


Las otras dos mujeres volvieron a intercambiar miradas, y finalmente fue Alicia la que se decidió a hablar


—Ya ha intentando que alguno de sus colegas se haga cargo de la consulta.


—Pero, hoy en día, a los médicos solo les importa ganar mucho dinero —añadió Beatrice—. Y tampoco quieren vivir en una ciudad pequeña como esta, atendiendo a pacientes que hablan demasiado y a turistas que se quejan de las picaduras de los mosquitos.


—Aunque disfrutó mucho del rescate del mes pasado —dijo Alicia—, cuando tuvo que descender por aquel precipicio.


—¡Genial! —exclamó Helena—. ¿Se sentiría más feliz si todo el mundo se despeñara por una montaña?


Por un instante, tanto Alicia como Beatrice parecieron sopesar la idea. También estaban bastante hartas del sempiterno malhumor del doctor Pedro. De hecho, aunque no lo admitiera, esa era la verdadera razón por la que Alicia había optado por una jubilación anticipada.


Helena se dejó caer en una silla plegable junto a la fotocopiadora.


—¿Es que no tiene vida personal? ¿Una novia o algo así? Es guapo... o lo sería, si no anduviera siempre con el ceño fruncido. ¿Es que no ha sonreído en toda su vida?


—Antes solía sonreír mucho —reconoció Beatrice—. Cuando era pequeño le encantaba venir a visitar al padre de su primo Tomas, que era el médico titular. Pedro era un niño adorable y muy seguro de sí mismo. Siempre supo que quería ser médico, pero...


—¿Qué? ¿Qué pasó? —urgió Helena.


—Laura lo dejó y se casó con el pastor baptista —respondió Alicia.


—¿Dónde?


—¿Dónde qué? —se extrañó Alicia.


—¿Dónde encontró esa tal Laura a un baptista tan interesante como para abandonar a un tío bueno como el doctor Pedro? —preguntó Helena.


—¿Te parece que está bueno aunque no sonría nunca? —se interesó Alicia.


—Si no lo conociera y me lo cruzara por la calle, pensaría que es atractivo. Pero en cuanto abriera la boca, saldría corriendo. Y no os desviéis del tema, ¿dónde encontró Laura a su pastor?


—Aquí mismo, en Edilean. Vive aquí desde que sus padres se instalaron en los años setenta.


—¡Un momento! —Helena la interrumpió—. ¿No estaréis hablando de Laura Billings, la esposa del pastor baptista de Edilean?


—La misma —admitió Alicia.


—Pero si es...


—¿Es qué? —preguntó Alicia.


—Un muermo —respondió Helena—. Tiene el aspecto de haber sido siempre la madre de alguien. No me la imagino como «El Gran Amor» de nadie.


—Pues lo fue. Pedro y ella fueron inseparables desde séptimo u octavo, y durante toda su época de instituto. Después, él se fue a estudiar a la facultad de Medicina y ella hizo buenas migas con el pastor. —Beatrice bajó el tono de voz—. Los rumores dicen que el doctor Pedro se deprimió tanto que intentó suicidarse y todo, pero lo salvó la esposa del doctor Tomas. Pasó antes de que se casara, cuando ella era todavía una adolescente.


—¡Uauh! —exclamó Helena—. «Drama en una pequeña ciudad.» ¿Estáis sugiriendo que el doctor Pedro ha estado de malhumor desde que la señora Billings se lio con otro hombre?


—Más o menos... aunque nunca lo admitirá —reconoció Beatrice—. Durante años fue un héroe para todo el mundo.


—Sí, lo sé, todos lo comentan —admitió Helena—. Estuvo en África, en Afganistán y en un montón de países de los que nunca he oído hablar, pero no es excusa para su comportamiento actual.


—Si quieres saber mi opinión —aventuró Alicia—, ese chico intentó ir tan rápido que dejó atrás su propio pasado.


—Y ahora está atrapado aquí, en Edilean. —Bety suspiró.


—Haciendo que todos sepan que no quisiera estarlo —añadió Helena.


—La verdad es que... —Bety titubeó—, es que hace mucho bien aquí, pero no deja que la gente se entere.


—Ya lo sé —admitió Helena—. Es un buen médico. 
Eficiente, cuando menos.


—No, es más que eso —insistió Bety—. Él... mira, deja que te explique algo que pasó hace un par de meses.


Beatrice le contó que estaba sentada frente a su mesa, repasando facturas impagadas, cuando el doctor Pedro salió de la sala de consulta. Hacía mucho tiempo que había aprendido a no abrir la boca mientras rondara por allí, ya que nunca se sabía cuándo tenía uno de sus «berrinches», como los llamaban Alicia y ella. Sus respuestas a un saludo solían variar de un gruñido a un «¿Es que no tiene nada que hacer?».


Ese día, el doctor Pedro se quedó de pie, frente a ella, hasta que apartó los ojos de la pantalla del monitor.


—¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó dubitativamente.


—¿Cuándo tiene que volver a visitarse el señor Carlisle?


—Mañana, doctor —respondió ella, tras consultar los horarios.


Dado que el señor Carlisle era un hipocondríaco recalcitrante que buscaba más atención que medicinas, le preguntó si debía cambiar la cita. El doctor Pedro dudó.


—¿Y las señoras Springer y Jeffrey?


La señora Springer era una mujer de mediana edad muy agradable, que solía traerles galletas cada vez que acudía a la consulta; mientras que la señora Jeffrey tenía una hija de seis años y ahora estaba embarazada de gemelos.


—El miércoles —informó Bety—. La señora Springer a las nueve de la mañana, y la señora Jeffrey a las tres de la tarde.


—Cambia todas las citas al viernes —ordenó el doctor Pedro—. Carlisle a las diez, Springer a las diez y cuarto y Jeffrey a las diez y media.


—Pero... —empezó Bety. Sabía que era imposible librarse del señor Carlisle en solo quince minutos, y la visita de la señora Springer era para realizar su revisión anual. Aquello provocaría un atasco, y serían Bety y Alicia quienes tendrían que disculparse ante las visitas posteriores.


—Hazlo —cortó el doctor Pedro, antes de volver a la sala de consulta.


—¿Y qué pasó? —se interesó Helena.


—Que todos llegaron a la hora prevista y pasó lo que era predecible —explicó Alicia, guiñando un ojo.


—¿Eso qué significa? —preguntó Helena.


—Significa que el señor Carlisle tardó cuarenta y cinco minutos en la consulta y durante ese tiempo...


—Las dos mujeres se ayudaron la una a la otra —terminó Bety. Las dos habían trabajado tanto tiempo juntas que, muchas veces, una terminaba las frases de la otra—. La señora Springer dejó sus agujas de hacer punto a un lado y se puso a jugar con la hija de la señora Jeffrey.


—Y cuando la joven madre se quedó dormida en su sillón, la señora Springer nos pidió un cojín para que estuviera más cómoda —concluyó Alicia.


—Cuando le tocó el turno a la señora Springer, dijo que no le importaba esperar y que podía cuidar a la pequeña mientras el doctor se encargaba de la señora Jeffrey.


—Y desde entonces son buenas amigas —remató Alicia—. La señora Springer es la abuela honorífica de sus hijos.


Helena se recostó pensativa en su silla.


—¿Creéis que el doctor Pedro lo hizo a propósito?


—Si fuese un incidente aislado, diría que no —confesó Bety—, pero hubo más.


—¿Por ejemplo? —preguntó Helena.


—Cierta mañana, cuando llegué al trabajo, el doctor Pedro estaba usando mi ordenador. Al terminar, sentí curiosidad por lo que estuviera haciendo, así que...


—Fisgoneó un poco —la interrumpió Alicia.


—Sí, lo hice. Había estado navegando por Amazon y vi que había hecho un pedido, una novela de Barbara Pym.


—Nunca he oído hablar de ella —reconoció Helena.


—Es una escritora inglesa especializada en novelas románticas —explicó Alicia.


—Mmm... Creía que le gustarían las historias de horror. Y cuanto más macabras, mejor —apuntó Helena.


—Bueno, yo sé que suele leerse el New England Journal of Medicine de cabo a rabo —intervino Bety en defensa del doctor—. En aquel momento pensé que había descubierto uno de sus secretos mejor guardados.


—¡Ni siquiera me lo contó a mí! —exclamó Alicia con un palpable tono de reproche en su voz.


Bety reanudó su relato:


—El paquete llegó dos días después, y le pregunté si quería que lo abriera. Me contestó que no, que lo dejara en su despacho. Tres días más tarde, cuando el señor Tucker salió de la sala de consulta, llevaba el libro de Barbara Pym bajo el brazo. No me habría dado cuenta de no ser porque el doctor le había dado una nota y el pobre Tucker tenía dificultades para entender la letra, así que me pidió ayuda. 
—Bety interrumpió aquí su relato.


—¿Qué decía la nota? —la apremió Helena.


—Bueno... el señor Tucker tiene ya setenta años y su familia vive lejos. Su hijo está en Inglaterra, o Suecia... o quizá sea Wyoming, no sé. —Miró a Alicia pidiendo ayuda, pero esta se limitó a encogerse de hombros—. Bueno, no importa. El pobre hombre vivía solo y su estado físico se deterioraba rápidamente, cada semana se quejaba de algo distinto.


—Vale, vivía solo. ¿Y? —urgió Helena.


—En la nota que no podía leer estaba escrita la dirección del club de lectura que suele reunirse en el sótano de la iglesia baptista y la fecha de la próxima reunión. No me atreví a decirle al pobre hombre que era un club únicamente femenino.


—Por eso leen autores como Barbara Pym —añadió Alicia innecesariamente.


—El señor Tucker llevó el libro al club y...


—No me lo digas —la interrumpió Helena—. Conoció a alguien.


Bety sonrió.


—A la señora Henries. Tenía sesenta y ocho años, y hacía dos que se había quedado viuda. Sus dos hijos también viven lejos de aquí. El doctor Pedro le dijo al señor Tucker que la señora Henries se había olvidado el libro en la consulta y que, por favor, si podía devolvérselo.


—¿Y era el libro que había pedido el doctor Pedro a Amazon?


—El mismo. La semana pasada vi al señor Tucker y a la señora Henries sentados en la plaza Mayor, y ambos parecían muy felices... y el señor Tucker no ha vuelto a la consulta desde entonces. Todos sus achaques parecen haber desaparecido.


Helena se quedó pensativa unos segundos.


—El que haya hecho unas cuantas buenas obras no es excusa para su mal comportamiento con casi todos sus pacientes.


—¿Quieres decir que tendría que ser más agradable con las pacientes que acuden a la consulta con problemas imaginarios y siempre terminan invitando a salir al doctor Pedro? —preguntó Alicia.


—¿O con los hombres que viven de cerveza y alitas de pollo picantes, y que no comprenden por qué se sienten siempre tan agotados? —añadió Bety.


—¿Y qué me dices de las visitas a domicilio? —insistió Alicia—. El doctor Pedro aún las hace. Si alguien está realmente enfermo, no le importa. Una vez asistió al parto de una mujer que se encontraba atrapada entre los restos de su coche tras un accidente. Se introdujo a través del destrozado parabrisas trasero, mientras los de Emergencias intentaban arrancar la puerta para sacarla. Se hizo un corte en la pierna lo bastante grave para necesitar varios puntos, pero no se lo dijo a nadie.


—No lo entiendo —dijo Helena, negando con la cabeza—. No dejo de oír hablar de ese tal doctor Tomas y de lo mucho que la gente lo quería. ¿Qué hubiera hecho él en situaciones como esas?


—Lo mismo, pero con una actitud muy distinta —respondió Bety—. El doctor Tomas también se hubiera metido por la luna trasera del coche siniestrado, pero no habría gritado que los de Emergencias no trabajaban lo bastante deprisa.


—Y mientras estuviera ayudando en el parto, habría bromeado y flirteado con la mujer hasta medio enamoriscarla —completó Alicia.


—¿Y no habría procurado que la mujer que hacía calceta y la embarazada se hicieran amigas? —preguntó Helena sarcásticamente.


—Es posible, pero lo habría hecho en secreto —afirmó Bety.


Helena cambió su mirada de una a otra.


—¿No dijo un filósofo algo sobre que las buenas obras es mejor hacerlas de forma anónima?


Alicia y Bety la contemplaron exhibiendo una sonrisa.


—Está bien, quizá no dimita —admitió Helena—. Quizá la próxima vez que sea grosero conmigo intente concentrarme en sus buenas obras. ¡Pero, maldita sea, no será fácil! Si tuviera una novia o algo así, puede que...


—¿Te crees que no lo hemos intentado ya? —la interrumpió Bety rápidamente—. Le hemos presentado a todas las chicas guapas en cien kilómetros a la redonda. Cuéntale la fiesta que organizamos en tu casa —le pidió a Alicia.


—Estuve cocinando tres días e invité a muchas personas. Entre ellas a ocho mujeres solteras, jóvenes y guapas. Bety y yo confeccionamos la lista: altas, bajas, delgadas, rellenitas...


—Solteras, divorciadas con hijos, incluso una joven viuda —añadió Bety.


—Bety y yo nos aseguramos de que el doctor Pedro hablara con todas y cada una de ellas, pero no se interesó por ninguna.


—¿Sabéis cómo es su vida sexual? —quiso saber Helena.


—Ni idea —contestó Bety, envarada.


—Y naturalmente nunca se lo hemos preguntado —añadió Alicia, visiblemente incómoda.


—A mí me parece que lo único que haría feliz a Pedro Alfonso es marcharse de Edilean —concluyó Helena.


—Sí, esa es nuestra conclusión.


—Quizá podamos convencer a otro médico para que se haga cargo de la consulta —aventuró Helena.


Alicia extrajo una voluminosa carpeta de uno de los archivadores.


—Estas son las cartas que enviamos.


—Y las respuestas —añadió Bety.


Mientras Helena ojeaba unas y otras, fijándose especialmente en las negativas, dijo:
—Tiene que haber una solución. Necesito este trabajo. El sueldo es bueno, y además está el seguro dental y todas las demás ventajas. Solo tengo que descubrir lo que necesita y proporcionárselo.


—Ánimo, inténtalo —la aplaudió Bety.


—Aceptamos toda clase de sugerencias —añadió Alicia.


—Te ayudaremos en lo que sea —sentenció Bety.


Y las tres asintieron. No lo sabían, pero habían forjado una alianza. Se habían unido en un mismo objetivo: descubrir lo que necesitaba el doctor Pedro Alfonso y proporcionárselo.


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