sábado, 9 de abril de 2016
CAPITULO 2: (TERCERA PARTE)
Paula intentaba controlar su rabia, pero no le resultaba fácil.
Podía sentirla alzándose en su interior como una oleada de bilis surgida directamente de su estómago. Conducía su viejo coche y se encontraba a unos treinta kilómetros de Edilean, Virginia. El paisaje era precioso, con árboles flanqueando la carretera mientras la luz del atardecer jugaba con sus hojas. Su compañera de cuarto en la universidad, Karen Alfonso, le había hablado de Edilean. Ambas, junto a su tercera compañera de cuarto, Maria, se habían reído mucho del retrato que les hacía Karen de la pequeña ciudad, un cruce entre el paraíso y... bueno, y el paraíso.
—Todos sus habitantes se conocen —exclamaba Karen, entusiasmada.
Fue Maria la que le pidió que le explicara mejor ese concepto, y Karen les habló de las siete familias fundadoras, que llegaron a América en el siglo XVIII y fundaron la ciudad.
—¿Y todas siguen viviendo allí? —preguntó Maria con incredulidad.
—La mayoría de nosotros descendemos de esas siete familias y estamos emparentados unos con otros. Y sí, seguimos viviendo allí —respondió Karen, con una cierta prevención que no se le escapó a Maria.
También les explicó que en Edilean no solo vivían componentes de las siete familias, sino que también había «otros» a los que llamaban «recién llegados». Aunque se hubieran instalado en el siglo XIX y llevaran más de cien años allí, seguían siendo «recién llegados».
Cuando las discusiones se centraban en las ventajas —o desventajas— de vivir en una pequeña ciudad, Paula procuraba mantenerse al margen. Disimulaba su silencio llenándose la boca de comida y diciendo que en ese momento no podía hablar, o recordaba de repente que tenía que hacer algo urgente, lo que fuera, con tal de marcharse y no participar en una discusión sobre la madurez y el establecerse lejos del hogar paterno. La verdad es que Paula se sentía avergonzada ante sus dos compañeras.
¡Karen y Maria habían tenido una infancia tan normal...! Oh, siempre se quejaban de alguno de sus padres o de sus hermanos, pero habían crecido en un ambiente protegido y lleno de amor. Paula, no. Su madre había saltado constantemente de un hombre a otro. Y, además, viviendo siempre en una pequeña ciudad tejana dominada por la compañía Treeborne Foods y anclada en la pobreza.
Paula no estaba segura de cómo había empezado a mentir, pero la primera vez que le preguntaron de dónde era, dio el nombre de otra ciudad tejana famosa por sus clubes de campo y sus campos de golf. La conocía tanta gente que el tema quedaba zanjado, y ella nunca se tomaba la molestia de corregir su mentira.
Maria y Karen nunca se dieron cuenta porque siempre habían vivido sin problemas ni apenas preocupaciones, algo que Paula siempre había intentado imaginarse, pero que nunca conseguía. Tenía la impresión de que su vida siempre había sido una huida permanente de muchas cosas o una búsqueda de algo.
Echó un vistazo al enorme sobre que dejara en el asiento del pasajero de su coche, donde destacaba el logotipo de la compañía Treeborne como si fuera un anuncio de neón que se encendiera y se apagase.
El agudo sonido de un claxon la devolvió a la realidad. Su distracción había hecho que el coche se desviara hacia la izquierda e invadiera el carril de los que venían en dirección contraria.
Mientras daba un volantazo para recuperar su carril, vio una desviación pavimentada de grava que desaparecía entre los árboles y la tomó. Rodó por ella unos metros, los suficientes como para que el vehículo quedara oculto para cualquiera que circulase por la carretera y frenó hasta detenerse. Apagó el motor y, por un momento, apoyó la cabeza en el volante, mientras en su mente se agolpaban imágenes de los últimos cinco años.
La muerte de su madre lo cambió todo. Tuvo que rechazar el trabajo que le ofrecieron tras obtener su licenciatura en la universidad, ya que aceptarlo habría significado tener que abandonar su pequeña ciudad natal. Dado que no podía llevarse a su hermana con ella, Paula declinó amablemente la oferta. ¡Oh, qué noble se sintió ese día! Llamó al hombre maduro que le había pedido que trabajara con él:
—Sé que no te ofrezco gran cosa, pero es un principio —le había dicho él—. Tienes ambición y talento, Paula, llegarás muy lejos.
Cuando ella le devolvió la llamada, se sentía una santa: se estaba sacrificando por los demás, renunciando a aquello que más ansiaba para ayudar a su dulce, inocente y vulnerable hermana pequeña de doce años. El hombre intentó que cambiara de opinión.
—Eres demasiado joven para hacer eso, Paula. ¿No puede quedarse tu hermana con otra persona? ¿Una tía, un abuelo, alguien de confianza?
—No tenemos más familia. Además, hay circunstancias extraordinarias. Lisa necesita...
—¿Y qué necesitas tú? —casi había gritado el hombre.
No consiguió disuadirla de dedicar cinco años de su vida a proteger a su hermana. Protegerla, cuidarla y mostrarle cómo es el mundo real. Pero, en algún momento de esos cinco años, Paula empezó a desear cosas para sí misma, cosas como amor y familia. Al final no había conseguido ni una cosa ni otra.
Paula salió del coche y echó un vistazo a su alrededor.
Podía entrever la autopista a través de los árboles y no había mucho tráfico, solo unas cuantas furgonetas, algunas de ellas transportando pequeñas barcas. Se apoyó en el coche, cerró los ojos y alzó la cara hacia el sol. El ambiente era cálido, pero ya podía sentirse el otoño en el aire. Mucha gente estaría rastrillando hojas para amontonarlas antes de prenderles fuego y empezando a almacenar troncos con los que alimentar las chimeneas. Quizá pensarían ya en Acción de Gracias y en los dulces que repartirían a los niños en la fiesta de Halloween.
¿Pasaría Gonzalo las vacaciones con su prometida? ¿Qué le compraría como regalo de Navidad? ¿Un perfecto brazalete cubierto de pequeños diamantes para su perfecta muñeca de sangre azul? ¿Irían a esquiar?
Paula volvió a sentir rabia en todo su ser. Gonzalo tenía sus razones, pero... Paula se tapó la boca con la mano ante la irresistible ansia de gritar. Él le había dicho: «Quiero que sepas que eres el tipo de chica que un hombre...»
¡No! Nunca se permitiría recordar las cosas que le había dicho aquella última noche. Pero lo que más le dolía, más todavía que las propias palabras, era la forma en que lo había dicho. Incluso le sorprendió que ella no supiera lo que iba a ocurrir. Su rostro —que Paula encontraba adorable— transmitía inocencia, convencido de no ser culpable de nada.
Según él, todo era culpa de Paula por no haberlo comprendido desde el principio.
—Creí que lo sabías —dijo, asombrado—. Lo nuestro era un rollo de verano. Se han escrito cientos de libros sobre los rollos de verano, y este no tiene por qué ser diferente. Lo bueno es que, algún día, miraremos atrás y lo recordaremos con cariño.
Sus palabras parecían tan sinceras, que Paula empezó a dudar de sí misma. ¿Lo supo pero no quiso admitirlo? Fuera como fuese, se sintió hundida, destrozada. Creía amar realmente a Gonzalo, y que él sentía lo mismo por ella. El chico lograba que se sintiera bien consigo misma: escuchaba las quejas acerca de sus trabajos y lo a menudo que se sentía perdida; después la besaba hasta que ella dejaba de hablar.
Había tardado casi un año tras su licenciatura en darse cuenta de que hacer un paréntesis en su vida para ayudar a su hermana era más fácil decirlo que hacerlo. De ser una risueña estudiante universitaria se había convertido en una pluriempleada, siempre de un lado para otro, siempre ofreciendo una sonrisa a los clientes, a los jefes, a sus compañeros de trabajo, y siempre corriendo de un trabajo a otro: camarera, recepcionista, secretaria a tiempo parcial, vendedora a domicilio. Hizo de todo. Nadie le ofrecía un trabajo fijo porque sabían que, en cuanto Lisa terminara sus estudios, Paula se marcharía. Y siempre estaba agotada.
Lisa hubiera podido ayudarla en casa con la limpieza o la cocina, pero siempre tenía unos deberes u otros. Y, encima, estaba su padrastro, Arnie, un borracho, siempre cerca, siempre al acecho, siempre vigilante como si estuviera ansioso por escapar de los vigilantes ojos de Paula. Ella hubiera querido llevarse a Lisa lejos de aquella pequeña ciudad, pero Arnie tenía la guardia y custodia de su hermana pequeña, así que estaba obligada a quedarse.
En cuanto Paula volvió de la universidad, Arnie adujo que se había lesionado la espalda y dejó su trabajo de transportista para la Treeborne Foods, lo que significó que el peso de la responsabilidad financiera de la casa recayó sobre las espaldas de Paula. Ella recurrió a un abogado para conseguir la custodia legal de su hermana, pero este le advirtió que aquello podría convertirse en una batalla legal cuyos costes no podía permitirse. Arnie no tenía antecedentes penales y argumentaba que volvería a trabajar en cuanto su espalda se curase. Además, estaba el hecho de que había obtenido la guardia y custodia gracias al testamento de su madre, y el matrimonio fue legal. Paula solo podía esperar a que Lisa alcanzase la mayoría de edad.
Con todo esto, la vida de Paula desde su salida de la universidad consistió en un estrés infinito hasta que Gonzalo entró en ella. Durante algunos años su vida se había centrado en Lisa, pero en un momento dado esta consiguió un trabajo a tiempo parcial, lo que le restó presión. Por primera vez en años tenía algo de tiempo para sí misma, y fue entonces cuando conoció a Gonzalo. Él hizo que comprendiera que sí, que quería dedicarse a algo que tuviera que ver con la creatividad, pero que también quería fundar una familia. Primero, la familia; segundo, el arte.
Se alejó un poco del coche y estudió la zona boscosa que la rodeaba. Le gustaba pensar que había dejado atrás todo aquello. Hacía dos días que había acompañado a Lisa hasta la universidad estatal, sintiéndose contenta de tener suficiente dinero en el banco para cubrir todo su primer año de estudios. Intercambiaron abrazos, adioses y montones de lágrimas y Lisa no dejó de darle las gracias en ningún momento. Paula quería a su hermana y sabía que la echaría mucho de menos, pero no podía evitar la sensación de que por fin era libre para recuperar su vida. Una vida centrada en Gonzalo Treeborne, el hombre que amaba.
Mientras conducía 350 kilómetros de vuelta a la casa de su padrastro, sentía un júbilo exultante mayor del que sintiera en toda su vida. Volvería a su arte, lo que había estudiado en la universidad, y Gonzalo y ella pasarían la vida juntos. Al principio, que él fuera un Treeborne provocaría algunos problemas, pero ella sabría solucionarlos. Había coincidido algunas veces con el padre de Gonzalo, y siempre había escuchado con atención todo lo que ella decía. Parecía un hombre muy agradable, nada intimidatorio como solía
decir toda la ciudad. Pero, claro, toda la ciudad trabajaba en la enorme fábrica Treeborne, y era lógico que se sintieran intimidados por él.
Paula no podía evitar compararlo con su alcohólico y perezoso padrastro, el hombre del que tenía que proteger a Lisa. La noche en que regresó tras dejar a su hermana en la universidad, en cuanto entró en la casa —la que su madre había comprado y cuya hipoteca pagaba ella desde que su madre murió— lo primero que le dijo fue qué pensaba preparar de cena. Con una sonrisa, Paula le contestó que podía cenar todo lo que fuera capaz de preparar él mismo.
Diez minutos después estaba en casa de Gonzalo. Tras hacer el amor, él la informó de que la próxima primavera iba a casarse con otra mujer, que lo suyo con Paula solo había sido un rollo de verano.
Hay veces en la vida en que las emociones anulan la capacidad de pensar, de razonar. Gonzalo se aprovechó del estado aturdido de Paula para alargarle su ropa y pedirle que se vistiera. Antes de que Paula pudiera reaccionar, se encontró en la puerta delantera de la casa. Gonzalo le dio un casto beso en la frente y le cerró la puerta en sus mismas narices.
Ella se quedó allí, inmóvil, diez minutos, quizás una hora, no lo sabía. No podía conseguir centrar sus ojos ni su mente.
En algún momento decidió que Gonzalo le estaba gastando una broma, una especie de Día de los Inocentes anticipado.
Abrió la puerta de la enorme mansión y entró. El enorme vestíbulo, con su doble y curvada escalera al fondo, se alzaba ante ella silencioso, incluso amenazante.
Tranquila, lentamente, pero con el corazón en la garganta, subió la alfombrada escalera. Seguro que había malinterpretado las palabras de Gonzalo. Se detuvo frente a su dormitorio y miró por la puerta abierta. Él estaba sentado en la cama, de espaldas a ella, hablando por teléfono. El tono de su voz, cálido y seductor, era el mismo que ella oyera tantas y tantas veces. Pero, esta vez, la destinataria de sus palabras era una tal Victoria.
Paula solo reaccionó al oír una voz procedente del piso inferior. Se dio cuenta de que había entrado a hurtadillas en la mansión, hogar de la familia más rica de la ciudad, y que la persona que estaba subiendo las escaleras era el señor Treeborne en persona.
Paula solo tuvo tiempo de ocultarse tras la puerta abierta del dormitorio de Gonzalo, rezando para no ser descubierta.
El señor Treeborne se detuvo en el umbral, y su profunda y poderosa voz —la que sus miles de empleados en Treeborne Foods conocían demasiado bien— resonó en el cuarto.
—¿Te has librado de esa palurda?
—Sí, papá, ya lo he hecho —contestó Gonzalo. Y Paula no detectó un solo átomo de remordimiento en su voz.
—¡Bien! —aprobó el señor Treeborne—. Es una preciosidad, pero no me gustaría que me relacionasen con su familia. Tenemos una reputación que mantener, nosotros...
—Ya lo sé, ya lo sé —cortó Gonzalo, aburrido—. Me lo has estado diciendo desde el día en que nací. Estoy hablando con Victoria, ¿te importa?
—Que salude a su padre de mi parte —añadió el señor Treeborne, antes de dirigirse a las escaleras.
Paula casi se desmayó cuando Gonzalo cerró la puerta de su dormitorio, exponiéndola ante cualquiera que estuviera en las escaleras o en el vestíbulo. Su primera reacción fue salir corriendo de la casa lo más rápidamente posible, y ya iba a dar el primer paso cuando se detuvo. De repente, supo lo que tenía que hacer. Dio media vuelta y cruzó confiadamente el corredor, dejando atrás el dormitorio de Gonzalo, en dirección al despacho de su padre. La puerta estaba abierta; el cuarto, vacío, y allí estaba, sobre la enorme mesa de roble. El libro de cocina. Dos horas antes, Gonzalo lo había sacado de la caja fuerte del despacho.
El libro de recetas de los Treeborne era legendario en la ciudad y aparecía en todos los anuncios de la compañía.
Se decía que toda la línea de alimentos congelados estaba basada en las recetas familiares secretas de la abuela del señor Treeborne. Un estilizado retrato de la anciana adornaba todos los paquetes. Su rostro y el logotipo de los Treeborne eran familiares a todos los norteamericanos.
Cuando Paula llegó esa noche a casa de los Treeborne, habló tanto y con tanto entusiasmo de sus planes de futuro —y todos ellos incluían a Gonzalo, naturalmente—, que no se mostró muy receptiva ante sus artes amatorias. Él se sintió frustrado al cabo de unos minutos, en especial porque sabía que aquella iba a ser su última noche juntos.
Al final, intentando atraer su atención, dijo que iba a enseñarle el libro.
Ella supo exactamente de qué estaba hablando, y la idea de que fuera a enseñárselo la sumió en un sorprendido silencio.
Toda la ciudad sabía que solo los que llevaban el apellido Treeborne —por nacimiento o por matrimonio— habían visto aquel libro de recetas. ¡Y Gonzalo iba a enseñárselo a ella!
La idea de que le concediera tal honor borró de su mente todo lo demás. Gonzalo la cogió de la mano y la condujo hasta el despacho de su padre forrado en madera, descolgó un cuadro dejando al descubierto la caja fuerte y la abrió. De ella sacó un enorme y abultado sobre con un mimo casi reverencial.
Paula esperó que lo abriera y revelara su contenido, pero eso no parecía formar parte del trato, ya que solo depositó el sobre en sus manos. Cuando Paula hizo un intento de mirar el interior, Gonzalo recuperó el sobre y se dispuso a guardarlo de nuevo en la caja fuerte. No llegó a hacerlo porque Paula se abalanzó sobre él para besarlo. Para ella, haberle permitido estar tan cerca de algo tan preciado era como un afrodisíaco y parecía un indicativo de que su relación era permanente. En sus prisas, Gonzalo soltó el paquete sobre la enorme mesa de su padre, para después hacerle el amor en el suelo.
Fue minutos más tarde cuando le dijo que todo había terminado entre ellos y la acompañó hasta la puerta. Tras escuchar la conversación entre Gonzalo y su padre, Paula recorrió la espesa alfombra que tapizaba el corredor con los hombros erguidos y el paso firme, entró en el despacho, cogió el sobre que contenía el valioso libro de cocina y se lo guardó bajo el brazo. Mientras se daba la vuelta, se dio cuenta de que la caja fuerte seguía abierta. En su interior podían verse fajos de billetes de cien dólares. Suponía toda una tentación alargar la mano y apoderarse de unos cuantos, pero no lo hizo. Sin importarle que pudieran oírla, cerró de un manotazo la pesada puerta. El «¡blam!» resultante la hizo sonreír. Sacando pecho y con el libro bajo el brazo, descendió por la escalera y salió de la casa por la puerta principal.
Cuando llegó a su casa, todavía sentía tanta rabia en su interior que hasta se sentía fuerte y segura de sí misma.
Se derrumbó sobre su cama y durmió profundamente.
Despertó a la mañana siguiente y supo exactamente lo que tenía que hacer. Apenas tardó unos minutos en meter todas sus cosas en maletas, bolsas de plástico y cajas de cartón.
Al salir de la casa, su padre adoptivo la siguió con una copa en la mano.
—No creerás que puedes irte tan fácilmente, ¿verdad? Lisa vendrá durante las vacaciones, así que te lo advierto: no te vayas —escupió, con una sonrisa de suficiencia en su delgado rostro—. Será mejor que vuelvas a meterlo todo dentro y...
Paula no lo dejó acabar, y le dijo dónde podía meterse las amenazas. Cuando ya abría la puerta de su coche, sonó su teléfono móvil. Era Gonzalo. ¿Habría descubierto la desaparición del libro de recetas? No pensaba responder para averiguarlo.
Le lanzó el teléfono a su padre. Él no pudo atraparlo y terminó estrellándose contra el amarronado césped que crecía en el jardín delantero de la casa. Siguió sonando mientras su padre se agachaba a recogerlo farfullando improperios
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