sábado, 9 de abril de 2016
CAPITULO 3: (TERCERA PARTE)
Cuando Paula hizo una parada para comer, compró un móvil desechable y mandó un mensaje de texto a Karen: «Necesito un lugar donde quedarme y un trabajo.» La conocía lo suficiente para saber que el mensaje la intrigaría.
Y también sabía que, a pesar de los años que hacía que no se veían, su amiga la ayudaría.
Karen respondió casi instantáneamente que se encontraba fuera de la ciudad en aquel momento, pero que se encargaría de todo. Una hora después, la llamó para decirle que todo estaba arreglado y que se alegraba mucho de volver a oír su voz. Con su eficiencia innata, le dijo a Paula que podía quedarse en casa de la señora Wingate, en Edilean, y que le había conseguido un trabajo temporal como ayudante personal de su hermano.
—Pedro necesita a alguien que le organice la vida, aunque no creo que la idea le entusiasme —le explicó Karen—. Te encontraré otro trabajo en cuanto pueda porque debo advertirte que el carácter de mi hermano no es precisamente agradable, nadie se merece el castigo de aguantarlo mucho tiempo. Las tres mujeres que trabajan en su consulta están deseando marcharse, pero Pedro las retiene aumentándoles constantemente el sueldo para que no se vayan. Creo que hasta ganan más dinero que él.
Karen parecía feliz y charlatana, y no tardó en sonsacarle a Paula el origen de sus problemas. De hecho, en cuanto Paula empezó una débil y balbuceante explicación de los motivos de que hubieran perdido el contacto y de que ahora necesitara ayuda, Karen la interrumpió:
—Me alegra que me hayas llamado. Cuando vuelva a casa hablaremos largo y tendido, y podrás contarme tanto o tan poco como quieras. Por ahora, creo que solo necesitas saber que no tienes que seguir preocupándote por nada.
Sus palabras fueron exactamente lo que necesitaba y, cuando colgaron, Paula derramó las primeras lágrimas, aunque sabía que no podía permitirse desfallecer.
Pasó la noche en un motel, pagando en metálico con el dinero que recuperó del lugar donde lo tenía escondido de su padrastro —no podía fiarse de ningún banco de su ciudad natal— y volvió a la carretera antes de que amaneciera.
Cuando ya se encontraba cerca de Edilean, empezó a tranquilizarse pero no demasiado, no podía evitar compararse con Karen y Maria. Ambas tenían la misma edad que Paula, pero ahora disponían de trabajos fabulosos y, gracias a Internet, había descubierto que estaban casadas.
A veces, Paula tenía la impresión de que sus dos compañeras contaban con el apoyo de sus respectivas hadas madrinas, mientras que la suya se había olvidado de ella.
Sacudió la cabeza para apartar una idea tan absurda. Años atrás, cuando su madre dijo que iba a casarse con Arnie, Paula había visto el futuro. En aquel momento cursaba su tercer curso en el instituto y su madre ya estaba enferma.
—Solo se casa contigo para conseguir la custodia de Lisa cuando...
Paula no pudo seguir.
—¿Cuando me muera? —terminó su madre—. Adelante, dilo. Sé lo que está pasando. En cuanto a Lisa, puede cuidar de sí misma. Eres tú quien tiene un problema.
Paula se ofendió por el comentario. ¿No había luchado con todas sus fuerzas para pagarse la universidad? Pero cuando se lo dijo a su madre, esta se burló.
—Eres una soñadora, Paula. Afronta la realidad. ¿Qué estás estudiando? ¡Arte! ¿De qué sirve eso? ¿Por qué no estudias algo que te sirva para conseguir un trabajo? Medicina, derecho... Y si no puedes ser médico o abogado, al menos podrás trabajar para uno.
Paula no supo qué responder.
Su madre murió dos días después de que se licenciara, y apenas tuvo tiempo de llegar a tiempo al funeral. Una vez allí, vio cómo su padrastro no dejaba de lanzar miradas lascivas a su hermana, y eso hizo que decidiera quedarse al menos todo el verano. Nunca se había marchado. Hasta ahora.
Dio la vuelta hasta el lado opuesto del coche y abrió la puerta, pero hizo una pausa antes de tocar el enorme sobre.
¿Realmente estaría dentro el libro en el que se basaba el imperio Treeborne? ¿La estaría buscando la policía? Tenía su ordenador portátil, pero no se había atrevido a conectarse a Internet.
Con su móvil barato tampoco podía conectarse a la Red, así que no sabía cuál era realmente su situación actual.
¿Habrían lanzado a un batallón de agentes federales tras ella? De ser así, ¿cuánto tardarían en seguir el rastro de Paula? No había hablado con Karen desde que se licenciaron, así que no encontrarían ninguna llamada a Edilean.
Paula cerró la puerta del coche y se dijo a sí misma que tenía que devolver el libro. En cuanto llegara a Edilean, se lo enviaría a Gonzalo en un paquete. Quizá, si recuperaban el libro, dejarían de buscarla... si es que la estaban buscando.
Se sentó tras el volante, metió la llave en el contacto y la giró, pero no pasó nada. El motor siguió muerto. «Como mi vida», pensó Paula . Unos minutos antes había pensado que el paisaje era encantador, ahora empezó a parecerle siniestro.
Se encontraba en un camino de grava, que terminaba un par de metros más allá, bloqueando la visión de la carretera principal. Pronto oscurecería, y si se quedaba en el coche nunca la encontrarían.
Miró su teléfono móvil. No captaba ninguna señal. Salió al exterior y rodeó el coche manteniendo el móvil en alto, pero siguió sin captar nada.
Solo podía hacer una cosa: caminar. Abrió el capó y rebuscó entre bolsas y cajas hasta que encontró sus zapatillas de deporte. No es que corriera habitualmente, no podía decirse que fuera una chica muy atlética. En los últimos años, el único ejercicio que había hecho era caminar desde su mesa de trabajo hasta el botellón de agua de la oficina.
Se quitó las preciosas sandalias doradas, se puso unos calcetines tobilleros y se ató los cordones de sus deportivas.
Después se enfundó un cárdigan rosa sobre su fino vestido veraniego; estaba segura de que haría frío antes de poder llegar a Edilean. Volvió a abrir el coche y recogió su bolso y el sobre que contenía el libro. Había dejado su mochila habitual colgada de una de las sillas de la cocina de casa, así que no tenía dónde llevarlo.
Volvió a intentar poner en marcha el coche, pero no lo consiguió, así que recorrió el camino de grava hasta alcanzar la autopista. Las sombras de los árboles eran más oscuras, casi negras. Una ráfaga de viento hizo susurrar las hojas, y Paula intentó arrebujarse con su jersey. Cuando oyó un coche que se acercaba, retrocedió instintivamente hacia las sombras y esperó a que pasara. En su cabeza se agolparon toda clase de terroríficas historias sobre autoestopistas siendo recogidos por asesinos en serie.
Cuando el coche hubo desaparecido, volvió a la carretera diciéndose que se estaba comportando de una manera ridícula. Según Karen, Edilean era el lugar más seguro de la
Tierra. Nunca sucedía nada malo. Bueno, excepto algunos robos en los últimos años, de los que Paula se había enterado gracias a Internet. Pero era mejor no pensar en eso.
Pasaron dos coches más y, en ambas ocasiones, Paula se ocultó entre los árboles y esperó.
—A este paso nunca llegaré a Edilean —dijo en voz alta, y se estremeció ante la visión de estar caminando hasta la medianoche.
Cada pocos minutos se desplazaba hasta el centro de la carretera y volvía a intentar captar señal con su móvil, pero hasta ella misma reconocía que apenas se había alejado un par de kilómetros del coche.
Estaba tan concentrada manipulando su teléfono que no oyó acercarse el coche. Apareció de repente tras una curva, deslumbrándola con sus potentes faros y, por un segundo, Paula se sintió como un ciervo hipnotizado por las luces. ¡El coche se dirigía directamente hacia ella! Podía ver claramente el símbolo de los BMW a pocos metros y lo único que tenía en mente era la mera supervivencia. Tomó impulso con los brazos y se lanzó a la cuneta como un nadador se zambulle en una piscina. Aterrizó de bruces entre un grupo de arbustos y la boca se le llenó de tierra. Se giró rápidamente para observar la carretera, y apenas pudo vislumbrar a un pequeño y brillante BMW plateado aplastar su teléfono móvil y el libro de los Treeborne. Gracias a Dios que llevaba su bolso en bandolera y no lo había perdido. El coche no se detuvo, sino que siguió adelante a toda máquina.
A Paula le dolía todo el cuerpo, cuando se levantó y trastabilleó hasta la carretera para recuperar los restos del móvil y recoger el sobre. Tenía marcas de neumático a todo lo largo y una esquina abierta. Apenas había luz, pero pudo ver que la cubierta del libro estaba rota y varias de las páginas dobladas. No sabía si ya estaba así antes o si había sido culpa del temerario conductor del BMW.
Paula lo trasladó todo a la cuneta, pugnando por contener las lágrimas. De haber devuelto el libro en buen estado, quizá la hubieran perdonado, pero ahora parecía casi destrozado. Acabaría en la cárcel por culpa del gilipollas del BMW.
Mientras se quitaba las hojas del pelo, escupía tierra e intentaba limpiarse los arañazos de brazos y piernas, sabía que la lógica tenía sus fallos, pero si no daba rienda suelta a toda la rabia que acumulaba, se dejaría caer en aquella cuneta y nunca saldría de ella.
Así que empezó a caminar. Y esta vez no se escondería de los coches. Tres vehículos, todos conducidos por hombres, le preguntaron si quería que la llevaran. Su rabia se había ido incrementando a cada paso y los fulminó con la mirada antes de decir que no.
Las piernas la atormentaban, los cortes de brazos y piernas le escocían, y los pies le abrasaban. De hecho, le dolían todos y cada uno de los músculos de su cuerpo. Pero la imagen de un coche de lujo aplastando el libro de los Treeborne la mantenía en marcha. No le costaba imaginar a Gonzalo conduciendo aquel coche; él tampoco miraba nunca atrás.
A Paula le costaba tanto dar un paso tras otro que sentía temblar todo su cuerpo, pero siguió avanzando sin frenar su ritmo... tal como había hecho el conductor del BMW.
Oyó el ruido que surgía del bar antes de verlo. El volumen no sonaba especialmente alto, pero cuando alguien abrió la puerta, se sintió abrumada por la música, una mezcla de rock y country.
Por fin había llegado a la civilización y podría llamar un taxi.
O quizá su nueva casera, la señora Wingate, podría acudir a recogerla. Si Edilean era tan hospitalaria como decía Karen, seguro que alguien la ayudaría.
Mientras esperaba que pasara un coche, lo vio. En el extremo más alejado del parking estaba el BMW plateado que casi la había arrollado, destrozado su teléfono móvil y, probablemente, provocado que Paula tuviera que pasar varios años en la cárcel. Levantó la cabeza, apretó los dientes, encajó el sobre bajo el brazo y cruzó la calle.
Al entrar en el restaurante, las luces la cegaron un segundo, así que permaneció en el umbral para ajustar su visión y echar un vistazo tranquilo a todo el interior. Parecía un lugar agradable, con reservados atestados de gente comiendo enormes cantidades de comida asada. Todo muy norteamericano. A la izquierda podía verse una enorme máquina automática de discos, una pista de baile y algunas mesas en las que hombres y mujeres bebían cerveza de enormes jarras y comían de grandes boles llenos de alitas de pollo.
Paula estaba segura de poder descubrir a la persona que casi la había matado. Durante las últimas millas había estado formando la imagen mental de un rostro alargado, unos ojos muy juntos y unas orejas grandes. Se imaginaba a alguien alto y delgado, y por supuesto rico. La familia de Gonzalo era rica. Si atropellaba a una mujer, se preguntaría por qué se había interpuesto en su camino. ¿Lo llamaría un «atropello veraniego»?
Llegó hasta la barra y esperó a que el camarero la atendiera.
Era joven, rubio y tenía los ojos azules.
—¡Eh, ¿qué te ha pasado?! —le preguntó.
—Casi me atropellan.
El chico pareció preocupado.
—¿Quieres que llame al sheriff?
—No —respondió rápidamente Paula, aferrando con fuerza el libro robado—. Solo quiero saber de quién es el BMW plateado que está aparcado ahí fuera.
El camarero no tuvo tiempo de responder, se le adelantó una mujer sentada junto a Paula.
—¿Ves aquel tipo de la camisa azul?
—¿Seguro que es ese? —preguntó Paula.
—Seguro.
—Señora Garland, no creo que... —apuntó el camarero.
—Ese tipo es un verdadero bastardo, créeme —aseguró la mujer—. Se cree mejor que los demás. Me gustaría que alguna vez lo pusieran en su sitio.
Paula no respondió, solo asintió con la cabeza y se dirigió directamente hacia la mesa. El hombre de la camisa azul le daba la espalda, de modo que no podía verle la cara. Estaba sentado con dos hombres más, cuyos ojos se iluminaron al verla. Paula los ignoró y se situó frente al hombre.
Su primera impresión fue que era impresionantemente guapo, aunque pareciera cansado y triste. En otro momento habría podido sentir simpatía hacia él, pero al ver a Paula compuso una mueca de desagrado, como si estuviera seguro de que la chica iba a pedirle un favor y eso le fastidiara. Fue esa expresión la que acabó de decidirla. Solo quería hablar con él, decirle lo que pensaba y pedirle explicaciones, pero no estaba dispuesta a que encima la tratasen como... er, bueno, como un engorro. No había sido un engorro para nadie desde que consiguiera su primer trabajo a los dieciséis años y se enorgullecía de saber valerse por sí misma.
—¿En qué puedo ayudarla? —preguntó el hombre con desgana, como si estuviera seguro de que Paula iba a pedirle algo desagradable.
—¿Es usted el propietario del BMW que está aparcado ahí fuera?
Él asintió, y no tuvo reparos en demostrar con su mirada que consideraba a la chica una molestia. Paula reaccionó instintivamente. Se apoderó de una jarra llena de cerveza y se la vació en la cabeza. No de golpe sino poco a poco, por lo que tardó unos cuantos segundos en derramar todo el contenido. Mientras la cerveza fría resbalaba por la cara del hombre, Paula fue consciente de que todos los presentes habían dejado de hablar. Incluso la máquina de discos estaba en silencio, como si alguien la hubiera desconectado.
En cuanto al hombre, se quedó sentado en su silla mirando a Paula, parpadeando sorprendido y desconcertado. Cuando ella acabó de vaciar la jarra, en el restaurante reinaba un silencio absoluto. Paula, satisfecha, contempló durante unos segundos el rostro del hombre empapado de cerveza.
—La próxima vez conduzca con más cuidado. —Dio media vuelta, cruzó resuelta toda la sala y salió al exterior.
Una vez fuera, se detuvo un segundo sin saber qué hacer a continuación. La puerta del bar volvió a abrirse y salió uno de los hombres que estaban sentados a aquella mesa.
—Hola. Me llamo Facundo Pendergast y soy el nuevo pastor baptista de la ciudad. Me da la impresión de que quizá necesite un medio de transporte.
Cuando Paula escuchó cómo el ruido de la sala volvía a recuperar su tono habitual, no se lo pensó dos veces.
—Sí, me iría bien, gracias —reconoció, y siguió al hombre hasta una camioneta verde.
Segundos después se dirigían hacia Edilean.
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Ya me enganchó esta parte jaja
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