viernes, 1 de abril de 2016
CAPITULO 11 (SEGUNDA PARTE)
Juan Layton abrió la puerta de su oficina e hizo una mueca al ver los papeles que se amontonaban en su escritorio. Se preguntó de nuevo qué narices hacía empezando de cero a su edad. El antiguo resentimiento lo abrumó de nuevo.
Siempre había pensado que se pasaría la vida regentando la tienda de bricolaje que fundó su abuelo. Jamás había considerado que fuera una empresa demasiado ambiciosa ni tampoco había imaginado que alguien pudiera codiciarlo. Sin embargo, después de que su hijo Juan se casara y tuviera hijos, su mujer empezó a ver Bricolaje Layton como una mina de oro, y le quedó muy claro que estaba dispuesta a matar para conseguirlo.
Si no lo ambicionara para el bien de sus nietos, Juan se habría opuesto a ella con uñas y dientes. Sin embargo, no lo intentó siquiera. De hecho, le gustaba que su nuera demostrara esa ambición para asegurarse el futuro de sus hijos.
De modo que cuando su hija, Maria, decidió casarse con un hombre que vivía en el diminuto pueblo de Edilean, situado en Virginia, Juan lo vio como una salida a todo ese embrollo.
Disponía de ahorros en el banco, así que pensó en usarlos para abrir un nuevo establecimiento en Virginia. Graciela, su nuera, había puesto el grito en el cielo, aduciendo que «no tenía derecho» a llevarse lo que había ganado a lo largo de los años y que debería «dejárselo» a ellos. Lo había dicho como si la muerte de Juan fuera algo inminente. Y esa fue la gota que colmó el vaso para la generosidad de Juan. Sabía que su nuera quería comprar una de esas enormes mansiones emplazadas en eso que llamaban «urbanización privada».
—¿Una urbanización privada? —le había preguntado con sorna la primera vez que escuchó dicho término.
—¡Pues sí! —contestó su nuera con su habitual beligerancia. A menos que estuviera intentando venderle algo a alguien, le gustaba dejar claro que siempre estaba preparada para pelear—. Con un guardia de seguridad en la verja de entrada. Como protección.
—¿Contra qué? —preguntó Juan con el mismo tono de voz que ella—. ¿Contra los fotógrafos que te acosan? ¿Es que quieren una foto de la nuera de Juan Layton?
Cada vez que Graciela y su padre se enzarzaban en una discusión, Juan los dejaba solos. Se negaba a que lo involucraran en sus disputas. Sin embargo, Juan sabía que su hijo quería regentar su propio negocio. En alguna ocasión, Juan se preguntaba si su hijo se había casado con Graciela porque sabía que ella sería capaz de enfrentarse a él. A veces, incluso pensaba que tal vez su hijo había instigado a su mujer para quedarse con el negocio. Bien sabía Dios que Graciela carecía de la inteligencia necesaria para planear cuál era la mejor forma de que su suegro les dejara el negocio..
Una tarde, mientras Graciela lo martirizaba con la idea de vender unas dichosas cortinas en un establecimiento dedicado al bricolaje, recibió un mensaje de texto de un completo desconocido. El tipo aseguraba estar enamorado de Maria y afirmaba que quería casarse con ella, para lo que le preguntaba la forma de conquistarla.
El amor era el último pensamiento en la mente de Juan.
Entre los gritos de Graciela, el enfurruñamiento de Juan, que los había dejado solos, y enterarse de esa forma de que un desconocido quería casarse con su hija, Juan estalló. Se dejó llevar por un impulso, algo que jamás hacía, y le contestó al tipo preguntándole si en su pueblo existía alguna tienda de bricolaje. Si su preciosa y cariñosa hija iba a mudarse a esa localidad, él también se iría. Estaba a punto de darle a «Enviar» cuando añadió que quería más fotos de esa mujer tan guapa, Lucia Cooper, de quien Maria ya le había enviado algunas y de la que no paraba de hablar maravillas.
En aquel momento, Juan solo pensaba que esa mujer se había convertido en la madre que Maria nunca había tenido.
La esposa de Juan, el amor de su vida, había muerto cuando Maria era tan solo un bebé. Después de aquello, había estado demasiado ocupado ganándose la vida y criando solo a dos hijos como para pensar en buscar otra mujer. Había salido con algunas de vez en cuando, e incluso tuvo una relación seria, pero a todas les encontraba algún defecto.
Maria decía que buscaba un clon de su madre, no una persona real, y Juan sabía que su hija tenía razón.
Claro que Maria casi siempre tenía razón. Eso era lo que Juan pensaba, aunque antes muerto que decírselo a ella.
Cuando descubrió que su hija iba a casarse con un médico, supo que estaba a punto de cometer un gran error. Maria había nacido en el seno de una familia de trabajadores.
¿Cómo iba a arreglárselas siendo la mujer de un médico con ínfulas? Sin embargo, el tal doctor Tomas (así era como lo llamaban) resultó ser un buen tipo. Un tipo excelente.
Estaba loco por Paula y renunció a un sinfín de cosas con tal de estar con ella.
Gracias a Tomas, Juan pudo abrir su tienda de bricolaje en Edilean. Tomas prácticamente le regaló el viejo edificio. El hecho de que necesitara una renovación completa era lo de menos.
A lo largo de los años, Juan había ayudado a un montón de gente en Nueva Jersey. Si se quedaban sin trabajo, él les buscaba uno. Si necesitaban herramientas para algún trabajo, se las vendía a crédito. Si no podían pagarle, alargaba los plazos todo lo que fuera necesario.
Toda esa gente le pagaba con su fidelidad, comprando en su tienda en vez de hacerlo en alguna franquicia, pero aun así, el negocio iba cuesta abajo. Aunque preferiría la muerte a verse obligado a admitirlo, la idea de Graciela de abrir un departamento de decoración podría haber sido una buena solución.
Y tampoco habría admitido jamás que disponía de menos dinero del que afirmaba tener. Aunque no llegó a mentir, sí que maquilló las cifras.
Maria y él tuvieron una de sus típicas discusiones cuando le informó de que pensaba contratar los servicios de unos albañiles de Nueva Jersey para llevar a cabo las reformas en el edificio. Le dijo que lo hacía porque confiaba en ellos. La verdad era que lo hizo para cobrarse muchos favores.
Recurrió a gente con la que llevaba años sin hablar. Salvo unas cuantas excepciones, todos aparecieron en el pequeño pueblo y trabajaron unos días gratis. Algunos llevaban tantos años haciendo negocios con Juan que le enviaron a sus nietos. O a sus hijas, un hecho que a Juan no le molestó.
Porque su hija siempre había trabajado para él.
Casi todos trabajaron gratis. Juan les pagó a algunos de los más jóvenes, pero sus antiguos amigos se negaron a aceptar dinero.
—¿Ves esa sierra? —le preguntó uno de ellos—. En junio hará diecisiete años que me la vendiste. Tus dos hijos la han reparado tantas veces que ya he perdido la cuenta. Supongo que te debo el dinero que me he ahorrado al repararla en vez de comprar una nueva cada vez que se estropeaba.
Juan hizo el trabajo del contratista y se limitó a supervisar a los hombres, que trabajaban a cualquier hora del día o de la noche. Algunos no necesitaban indicaciones, pero otros estaban tan verdes que tuvo que enseñarles por dónde se cogía una clavadora.
Solo tuvo que pagar el material. Las vigas para el techo y la grúa para su instalación habían estado a punto de dejarlo a dos velas.
Pensó muchas veces en tirar la toalla y volver a casa para luchar con Graciela por lo que le pertenecía. Sin embargo, eso implicaba enfrentarse a su hijo y a sus nietos. ¿Qué podía hacer, aparecer en Nueva Jersey y echar abajo el muestrario de cortinas de Graciela? ¿Intentar que el negocio recuperara las ventas que tenía cuando sus hijos eran pequeños?
Era absurdo, sí, aunque lo habría hecho de no ser por lo único que lo frenaba: Lucia.
Lucia, pensó en ese momento, con la vista clavada en los papeles del escritorio. Su vida había acabado girando en torno a ella.
Maria la había conocido cuando alquiló un apartamento en la casa de la señora Wingate. Las tres mujeres conectaron tan bien que todos los mensajes de correo electrónico que Maria le enviaba trataban sobre ellas. Después, descubrió que su hija intentaba encubrir que había conocido a un hombre.
Sabía que Juan le haría un sinfín de preguntas, de modo que ni siquiera lo había mencionado en sus mensajes.
Maria no sabía que sus mensajes, y las fotos de Lucia, o más bien Lucia, sí, Lucia, habían despertado la curiosidad de su padre. Lucia Cooper le había hecho recordar todo lo que añoraba. En un momento en el que había perdido a su hijo y estaba a punto de perder a su hija y su negocio, Lucia Cooper llenó ese vacío.
Cuando viajó hasta Edilean para ver el edificio que le ofrecía el doctor Tomas, se recordó que la señorita Cooper no lo conocía. No podía saludarla como si ya la conociera gracias a los cientos de fotos suyas que había visto y a todos los datos que le había sonsacado a Maria. Debía mostrarse distante y reservado. Debía hacer de James Bond, se dijo, no interpretar a un tío de Nueva Jersey tan anticuado que se negaba a usar un destornillador eléctrico para poner tornillos.
Una vez que estuvo en Edilean, Maria y Tomas tuvieron una pelea. Ella se marchó a Nueva York y la idea de perderla alteró mucho al doctor Tomas.
Juan se percató de que todo el mundo le ofrecía al médico muestras de simpatía en vez de darle una patada en el culo, que era justo lo que necesitaba. Y fue él quien se la dio. ¡Las palabrotas que salieron de su boca lo dejaron pasmado! Y por eso dejó de pensar que un médico era demasiado pijo para su hija. Estuvo toda una larga noche cantándole las cuarenta al muchacho y dándole un montón de consejos sobre Maria.
Tomas tardó tres días en superar la resaca (mientras que Juan se levantó a las nueve en punto de la mañana) y en comenzar a hacer lo que le habían dicho que necesitaba hacer para que Maria regresara.
Una vez que enderezó a Tomas, Juan localizó la tienda de la señora Wingate y le dijo que quería alquilar un apartamento en su casa. La mujer titubeó.
—Me han dicho que necesita reparar algunas cosas —dijo—. Si quiere, puedo echarles un vistazo.
Eso la convenció y no tardó en darle las indicaciones precisas.
—Llamaré a Lucia para avisarla de su llegada —dijo la señora Wingate, mirándolo de nuevo de arriba abajo.
Juan conocía bien esa mirada. Las mujeres como ella no querían encontrarse a un hombre como él sin previo aviso.
Se tomó su tiempo para conducir desde Chaves Road hasta la vieja casa de la señora Wingate. La idea de conocer a Lucia lo aterraba. Tenía el presentimiento de que iba a gustarle. Pero ¿y si había malinterpretado lo que sabía de ella y en realidad era tan arrogante como la señora Wingate?
Esa mujer lo había mirado como si fuera un obrero que había usado la entrada equivocada. Si Lucia también lo miraba así...
«Me iré a un motel», se dijo.
La casa era grande, tal como Maria le había contado, y estaba rodeada por un precioso jardín. El edificio necesitaba ciertas reparaciones, pero nada importante.
Sacó su vieja maleta de la camioneta, respiró hondo y se dirigió a la casa. El interior era tan femenino que tuvo la impresión de estar entrando en un harén... sin ser el jeque.
Se detuvo un instante al pie de la escalera y aguzó el oído.
Tal como Maria le había dicho, escuchó el ruido de una máquina de coser. Un sonido maravilloso para un hombre que se había pasado la vida entre herramientas.
Subió la escalera despacio y cuando llegó al último peldaño, se dio de bruces con una mujer muy guapa que llevaba un montón de vestidos para bebés en los brazos. El golpe fue fuerte. Si no la hubiera agarrado de un brazo, la mujer habría acabado en el suelo después de rebotar contra su torso. Le agradó comprobar que era fuerte, que tenía buenos reflejos y una gran flexibilidad. Se enderezó tan rápido que, de repente, Juan sintió su suave delantera pegada a su torso.
El tiempo pareció detenerse un instante. Se miraron a los ojos y lo supieron. Así, sin más.
—Supongo que eres Juan y necesito tu ayuda —dijo Lucia cuando se apartó de él—. Harry no funciona, la mesa cojea y necesito ayuda para cortar. Deja la maleta aquí y sígueme.
—Se agachó para recoger los vestidos blancos y Juan aprovechó para admirar su firme y delgada figura. Lucia se detuvo al llegar a una puerta—. Vamos. No tenemos todo el día. —Y con eso desapareció en el interior de la estancia.
Juan se demoró un instante, asaltado por el repentino pensamiento de que su hijo y él tal vez no fueran tan diferentes.
—Adoro a las mujeres mandonas —dijo en voz alta, tras lo cual siguió a Lucia hacia el taller de costura.
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