lunes, 4 de abril de 2016
CAPITULO 17 (SEGUNDA PARTE)
—Bueno, ¿cómo es eso de vivir con él? —le preguntó Carla a Paula a la mañana siguiente—. Buen sexo, ¿eh? Porque tiene pinta de ser estupendo en la cama. ¿Cuánto aguanta? ¿Le gusta...?
—¡Carla! —la interrumpió Paula—. ¿Te importaría ser un poquito más profesional?
—Vaya, vaya, veo que no te has comido un rosco. Porque con esa actitud... ¿Te estás reservando para David? Pero si cambias de opinión, me sé de un perfume que podría venirte bien. Se llam...
Paula se encerró en su oficina. No había visto a Pedro esa mañana, ya que cuando se levantó, él ya se había ido a la tienda de Juan. Le había dejado una nota muy graciosa en la encimera de la cocina diciéndole que estaba ansioso por aprender a taladrar ladrillos. «Deberían darles la vuelta a los ladrillos. En los costados ya tienen agujeros», le había escrito, arrancándole una sonrisa.
Era bonito empezar el día con una sonrisa, pero le habría encantado verlo.
Cuando le sonó el móvil, vio que era un número desconocido.
—¿Comemos juntos? —le preguntó Pedro—. ¿Por favor?
De inmediato, su malhumor desapareció.
—¿Dónde? —Se mordió la lengua para no añadir: «¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Llevo yo la comida? ¿Y unos cuantos diamantes de pureza grado tres?»
—¿Qué te parece Delmonico’s, el restaurante famoso en 1899?
—Me encantaría. Voy a sacar el corsé del baúl.
—¿Te lo puedes poner tú sola?
—A lo mejor necesito un poco de ayuda —respondió Paula, con el corazón en la garganta. ¡Le gustaba esa conversación!
—Me encantaría ofrecerme voluntario, pero ahora mismo tengo un gemelo pegado. Juan no se me despega ni con agua caliente. ¿Te importaría almorzar con los dos?
—Será un placer —le aseguró Paula—. Si vas con Juan, seguro que quiere comer en Al’s Diner.
—He visto ese sitio y no creo que sea el adecuado. Juan me ha especificado que quiere pasta al dente y brócoli al vapor. Y un mantel y...
—Cubiertos de plata —terminó Paula.
—¡Exacto! ¿Nos vemos en la hamburguesería a mediodía?
—Mis arterias lo están deseando —contestó Paula y regresó a la tienda con una enorme sonrisa.
Carla alzó la vista mientras guardaba una bandeja de pulseras.
—Lo que te haya puesto esa sonrisa en la cara no es ni la mitad de bueno de lo que acaba de pasarme.
—¿En serio? —preguntó Paula con la mirada fija en las bandejas. La pulsera que Pedro había admirado ya no estaba, como tampoco estaba el anillo con el enorme diamante rosa—. ¿Una buena venta?
—¡Fabulosa! Un hombre quería algo para su madre. Tenía buen ojo y escogió lo mejor de la tienda sin apenas mirar. Y...
—¿Y qué?
—Me ha invitado a salir esta noche con él.
—¿No te lo pide la mitad de los hombres que entran en la tienda?
—Los babosos lo hacen. Y los amargados casados —continuó Carla—. Los elegantes como él te quieren a ti.
Paula estaba de tan buen humor que no le importaba escuchar a Carla, pero en ese momento se abrió la puerta y entró un hombre guapísimo. No era tan moreno como Pedro, y tampoco tenía ese aire de estar de vuelta de todo que Pedro solía tener, pero estaba cañón. Y el traje que llevaba debía de costar miles de dólares.
Miró a Paula, la saludó con un breve gesto de cabeza y después se fue derecho hacia Carla.
Paula se mantuvo apartada y los observó. Formaban una pareja muy dispar. Aunque ya había tenido más de una conversación acerca de su forma de vestir, Carla siempre llevaba la blusa con un botón de más desabrochado, la falda siempre era unos cinco centímetros demasiado corta y siempre se maquillaba demasiado. El hombre parecía recién salido de un club exclusivo, mientras que Carla... En fin, había muchas diferencias entre su apariencia.
—Creo que también me llevaré los pendientes de perlas —anunció el hombre con voz aterciopelada mientras miraba a Carla como si quisiera devorarla.
—Claro, señor Pendergast —dijo Carla.
—Ya te he dicho que me llames Facundo —replicó él.
—Lo haré—le aseguró Carla, que siguió mirándolo embobada.
Facundo se dirigió al mostrador más alejado para sacar sus mejores pendientes de perlas. Dado que había comprado dos piezas caras, supuso que eran los pendientes que quería. Eran una concha curva que abrazaba la perla. Los dejó en el mostrador y los deslizó entre las dos personas que seguían mirándose.
El hombre se volvió hacia ella, y esos ojos casi negros la miraron con una intensidad inusitada, como si la estuviera evaluando. Si Pedro no estuviera en el pueblo, pensó, le habría devuelto la mirada a ese hombre. Pero se limitó a sonreírle con profesionalidad.
—¿Usted es la diseñadora? ¿Paula Chaves?
—Así es.
—Me llamo Facundo Pendergast. Pasaba por el pueblo y no tenía ni idea de que hubiera una joyería de tanta calidad aquí. Sus diseños son espectaculares.
Tanto su voz como su pronunciación denotaban una educación exquisita. «Al igual que Pedro», pensó ella.
Detrás del cliente, Carla la fulminaba con la mirada, diciéndole sin palabras que si Paula se insinuaba, correría la sangre.
—¿Dónde se puede comer por aquí? —preguntó él.
—Yo sé unos cuantos sitios —dijo Carla, detrás de él—. Salgo a la una.
—¿Y qué me dice usted, señorita Chaves? ¿A qué hora se toma un descanso para almorzar?
Paula retrocedió un paso. Por más guapo que fuera, no le interesaba.
—He quedado con unos amigos para comer en la hamburguesería local. No se la recomendaría a un forastero. Perdóneme. —Regresó a su oficina.
«Interesante», pensó al coger su cuaderno y concentrarse en el trabajo. Tal vez debería hacer más joyas en forma de conchas. Tenía que crear una línea específica para Neiman Marcus, así que a lo mejor haría algo con temática marina.
Una hora después, salió para almorzar. El señor Layton y Pedro ya estaban sentados en un reservado con sus respectivas bebidas. En cuanto la vio, a Pedro se le
iluminaron los ojos de una manera que le arrancó una sonrisa. Pedro se levantó, la besó en la mejilla y después dejó que se sentara ella primero.
—¿Sabes lo que quieres para almorzar? —preguntó Pedro, que señaló con la cabeza a Juan—. Aquí nuestro amigo no ha querido esperar para que pidamos.
—Al lo sabe —aseguró ella al tiempo que saludaba con la mano al hombretón que estaba en la cocina. Daba la sensación de que Pedro y el señor Layton se estaban conociendo.
—¿A mí no me besas? —preguntó Juan—. ¿Reservas todos los besos para los jovenzuelos?
—Lo siento —se disculpó Paula, y se inclinó sobre la mesa para besarlo en la mejilla. No se percató de que Pedro se la comía con los ojos. Ni tampoco vio que el señor Layton le lanzaba una mirada a Pedro con la que le estaba diciendo que le debía una.
—¿Qué habéis estado haciendo? —preguntó ella.
—Él nada. Yo lo he hecho todo —contestó Pedro.
Lo miró. Tenía la camiseta sucia y serrín en una sien.
Extendió el brazo, le quitó la mancha de la frente y, después, se percató de que Juan los miraba fijamente.
Se apartó un poco en el asiento.
—Hemos tenido una mañana increíble.
—¿Mejor que cortar madera para hacer borricos? —preguntó Pedro con sarcasmo.
—Borriquetas —lo corrigió Paula. Juan tenía un brillo travieso en los ojos—. Estás siendo muy malo y se lo voy a decir a Maria. —Miró de nuevo a Pedro—. Esta mañana ha venido un hombre joven que ha comprado las tres piezas más caras de la tienda.
—¿En serio? —preguntó Pedro.
—Le dijo a Carla que eran para su madre. Su traje se parecía mucho al que llevabas tú cuando te vi en la boda.
—¿Antes de que descubriera las maravillas de las camisetas con logotipos de camiones en la pechera? —quiso saber Pedro.
El señor Layton no sonrió.
—¿Cómo se llama?
—Facundo Pendergast, y ha invitado a Carla a cenar esta noche.
Pedro se atragantó con la bebida.
—¿Pendergast?
—Sí, ¿lo conoces?
—Nunca lo he visto —contestó Pedro, que sintió la mirada fija de Juan Layton—. ¿Qué aspecto tiene?
—Es guapísimo —respondió Paula—. Elegante. Destila buena educación y riqueza.
—¿De verdad? —preguntó Pedro con curiosidad—. ¿Y ha comprado tus piezas más caras para su madre? Interesante. ¿A qué universidad fue? A lo mejor lo conozco.
—No tengo ni idea. Pero después de su cita con Carla, seguro que me entero de todo. La verdad es que no termino de verlos juntos. Él es...
—¿Se te ha insinuado? —quiso saber Pedro, que frunció el ceño.
—No creo que eso sea de tu inc... —comenzó Paula, que empezó a cabrearse.
—¡Ah, estupendo! —exclamó Juan—. Aquí viene nuestra comida. Si preferís discutir a comer, decídmelo para vender entradas.
—No vamos a discutir —le aseguró Paula—. Facundo y yo tenemos una cita el sábado por la noche.
—El sábado te vas a un hotel con tu casi prometido —masculló Pedro.
—Ah, claro —dijo Paula, que miró a Juan con una sonrisa—. Tengo tantos hombres que me lío.
—Deberías llevarte a Pedro.
—¿Adónde? —preguntó Paula.
—Al pueblo al que vas —contestó Juan.
—¿Que me lleve a Pedro al pueblo al que voy con mi novio? —preguntó Paula.
A decir verdad, le gustaba la idea, pero no pensaba admitirlo. Si David le proponía matrimonio, la presencia de Pedro le daría tiempo para pensarse la respuesta. Y si David se ponía demasiado... insistente, o demasiado lo que fuera, Pedro estaría allí. Sin embargo, prefería probar las cincuenta y siete hamburguesas que Al tenía en la carta y sufrir un infarto fulminante antes de decírselo.
—Sí —contestó Juan, tras lo cual le dio un mordisco a una hamburguesa de medio kilo de carne que le dejó un hilillo de salsa (o de grasa, para ser más exactos) en las muñecas—. Pedro me dijo que ibas a trabajar un poco. ¿Cómo vas a hacerlo si andas tonteando con tu novio? Si te llevas a Pedro, él podrá hacer todo el trabajo.
Pedro le dirigió a Juan una mirada a caballo entre el agradecimiento y las ganas de matarlo.
—No es mala idea —comentó Paula mientras removía con el tenedor lo que Al entendía por «ensalada». Muchísimo pollo frito y poquísima lechuga—. Me lo pensaré —dijo, sin atreverse a mirar a Pedro. Sospechaba que él sonreía de oreja a oreja.
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