lunes, 4 de abril de 2016

CAPITULO 18 (SEGUNDA PARTE)





Cuando la luz del sol se filtró por las ventanas, Pedro ya estaba sentado en el salón de Paula e intentaba concentrarse en el periódico, pero era incapaz. Paula se había ido a trabajar hacía ya una hora, y desde entonces esperaba que apareciera el hijo de Penny.


El día anterior después del almuerzo con Paula y con Juan, Pedro fue a ver a su madre. Al entrar en casa de la señora Wingate, escuchó el zumbido de la máquina de coser de su madre y la familiaridad le resultó agradable. Cuando subió a la planta alta, le resultó muy fácil adaptarse a su ritmo y comenzar a cortar patrones. Coser era algo que habían hecho juntos desde que era niño. Nunca hablaban de ello, pero les recordaba a su época pasada en Edilean, un periodo de paz para ambos. Aquellas dos semanas les habían cambiado la vida.


Pedro le preocupaba un poco lo que su madre sabía sobre Juan y sobre él, pero su inquietud se desvaneció pronto. 


Siempre habían mantenido una estrecha relación y casi siempre eran del mismo parecer. Al principio, temió que le echara otro sermón sobre Paula, pero la rabia que le había mostrado durante su primer encuentro había desaparecido.


En cambio, comenzaron a hablar tranquilamente sobre Juan. Pedro se lo contó todo, salvo el hecho de que Juan sabía que era su hijo. Pero le explicó todo lo demás, desde el desembalaje de herramientas hasta la corrección de que los borricos eran en realidad borriquetas, pasando por el anclaje de estanterías de acero a la pared.


Lucia se echó a reír por sus anécdotas y Pedro la alejó de las máquinas de coser (trabajaba demasiado), y la llevó a la cocina. Tal como hacían durante su infancia, Pedro preparó el té mientras ella preparaba unos sándwiches. Una vez que estuvo todo listo, Lucia lo llevó al invernadero. Paseó entre las plantas un buen rato, admirando las orquídeas. Cuando por fin se sentó, Lucia le preguntó por Paula.


Pedro titubeó.


—Puedes contármelo —dijo Lucia en voz baja—. ¿Sigues enamorado de ella?


—Sí —contestó, antes de mirar a su madre con una expresión que proclamaba la profundidad de sus sentimientos—. Más que nunca. Más de lo que creí posible.


A Lucia se le llenaron los ojos de lágrimas. Era una madre que albergaba la esperanza de que su hijo encontrara el amor.


—Es graciosa y perspicaz —continuó Pedro mientras cogía un trozo de sándwich. De pequeño, su madre le quitaba las cortezas al pan y cortaba el pan diagonalmente para tener cuatro trozos. Cuando creció, siguió haciéndolo—. Y muy lista. Y deberías ver las joyas que tiene en su tienda. ¡Todo es precioso!


—Las he visto —repuso Lucia—. Cada vez que me entero de que Paula ha salido del pueblo, voy a su tienda. Me gustan las hojas de olivo.


—A mí también —dijo Pedro. Se puso en pie y acarició la hoja de una orquídea antes de volverse—. Me siento cómodo con ella. No necesito impresionarla. Aunque lo intento.


—Juan me dijo que condujiste por el camino forestal, pero que no sabía cómo lo conseguiste.


Pedro se encogió de hombros.


—Lo hice muchas veces en Hollywood. No fue difícil.


—Y también me contó algo de un globo... —añadió ella.


—No soportaba el llanto del niño, así que trepé al árbol y se lo bajé.


—Siempre has sido un trozo de pan.


—Nadie lo diría en Nueva York —replicó.


—No, supongo que no. Tienes cosas de tu padre y también cosas mías. ¿Qué vas a hacer ahora?


Pedro volvió a sentarse.


—Juan se las ha apañado para que pueda pasar el fin de semana con Paula. Estaré en la habitación contigua y ella puede que esté con su novio. Pero aun así... estaré cerca de ella.


—Me lo ha dicho —comentó su madre, sonriéndole. Jamás lo había visto así, y le alegraba el corazón.


—¿En serio? ¿Y qué más te ha estado contando ese viejo chismoso sobre mí?


Lucia sonrió. Desde que se conocieron, Juan solo le hablaba de Pedro. Lo que Pedro decía, lo que hacía, lo que le preocupaba, lo mucho que quería a Paula, sus sugerencias para la tienda de bricolaje... Todo lo que decía, Juan se lo repetía.


—Deberías haberlo visto con Paula —le había dicho Juan cuando la llamó después del almuerzo en la hamburguesería—. El pobre no podía dejar de mirarla.


—¿Y qué me dices de Paula? —le había preguntado ella—. ¿Qué piensa de mi... de Pedro? —Si Juan se percató de su lapsus, no lo mencionó.


—Se comporta como si no le prestara atención, como si fuera cualquier otro, pero si se mueve, ella se da cuenta. Cuando le sugerí que se llevara a Pedro con ella a Maryland, se le iluminó la cara como un anuncio de Navidad.


Lucia miró a su hijo en ese momento.


—Le caes muy bien a Juan.


—Pues cualquiera lo diría por como habla —replicó Pedro, aunque sonrió—. Según Juan Layton, cualquier hombre incapaz de usar un serrucho como es debido no vale un pimiento. ¿Sabes lo que me soltó cuando le dije que era abogado?


Lucia ya conocía la historia de boca de Juan, pero quería escucharla de nuevo de labios de Pedro.


—No tengo ni idea.


—Dijo que...


Pedro volvió al presente y fue incapaz de contener una sonrisa. La noche anterior vio a su madre como la recordaba, vio su amabilidad, su buen humor, su dulzura. Se alegraba de no haber tenido que aguantar otra sesión de reproches.


Esa mujer tal vez se mantuviera firme delante de Salvador Alfonso en un juzgado.


La noche anterior, cuando Pedro volvió a casa, ya que así denominaba a esas alturas el lugar donde vivía Paula, ella estaba a punto de meter dos cenas precocinadas y congeladas en el microondas. En su época de universitario, Pedro había pasado más de un verano enrolado en yates privados. Un año, para su más absoluto espanto, le asignaron el puesto de chef. No sabía ni cómo freír un huevo.


Devolvió los platos al congelador y empezó a buscar en el frigorífico mientras le contaba la historia a Paula.


—Allí estaba yo, sin diferenciar un huevo de una castaña, y se suponía que debía pasarme seis semanas preparando tres comidas al día para un viejo rico y su joven esposa.


Paula le dio un mordisco al bastoncillo de zanahoria que él le había preparado.


—¿Qué hiciste?


—Le puse la cara más inocente que pude —contestó, y le hizo una demostración— y le pedí a la esposa que me echara una mano.


—¿Y te la echó?


—Ya te digo —respondió Pedro al tiempo que metía unas pechugas de pollo en el microondas para que se descongelaran. Estaba de espaldas a Paula mientras recordaba el viaje. No quería que le viera la cara.


Pero ella lo captó.


—¿Qué más te enseñó?


Pedro se echó a reír.


—Un poco de todo. —Luz de luna, estrellas, el viejo roncando bajo cubierta... Tenía diecinueve años por aquel entonces y era inocente. Cuando regresaron a Estados Unidos, no lo era tanto.


Paula y él disfrutaron de una cena que no quería que acabase. Ella le contó más cosas sobre su joyería y lo que esperaba alcanzar.


—Pronto conseguiré un gran encargo y necesito inspiración.


—El viaje a Maryland te sentará bien.


—Esa era mi idea cuando dejé que Joce me convenciera para ir.


—Al principio, no pensaste que te acompañara ese tío, ¿verdad?


—¿David? No, no era el plan.


—¿Se invitó él solito? —preguntó Pedro.


—Más o menos —contestó Paula—, pero creo que quiere decirme algo importante. Entre Carla y él ya me han dado suficientes pistas.


En ese momento, acudieron a su mente un sinfín de cosas que quería decir, pero Pedro decidió que era mejor reservarse su opinión. El hijo de Penny, Facundo, tenía una cita con Carla y habían acordado reunirse al día siguiente por la mañana para que le contase lo que había averiguado.


Sin embargo, ya era media mañana y Facundo aún no había aparecido. Al pensarlo, sonrió. Comenzaba a acostumbrarse a la mentalidad de un pueblecito. En Nueva York no se levantaba hasta esa hora. Claro que solía acostarse muy tarde. A los clientes les encantaba que les enseñaran Nueva York y los entretenimientos que la ciudad ofrecía.


Cuando sonó el timbre, Pedro soltó el periódico y fue a abrir caminando con grandes zancadas. Tenía curiosidad por conocer al hombre que Paula había definido como
«guapísimo» y también quería conocer al hijo de la mujer a quien su padre había descrito como su «más fiel empleada». 


Penny trabajaba para Salvador Alfonso desde muy joven, y cuando Pedro se vio en la obligación de trabajar para su padre, Salvador le pasó a Penny para que «lo cuidara».


Pedro abrió la puerta y se encontró mirando a la cara más furiosa que había visto en la vida. Y teniendo en cuenta todo lo que su padre lo había obligado a hacer, había visto unas cuantas.


Eran casi de la misma estatura, parecían tener más o menos la misma edad y ambos eran guapos. Sin embargo, la cara de Pedro mostraba los estragos de una vida de lucha, de una vida de soledad. En su mirada se reflejaban todas las ocasiones en las que se había enfrentado a la muerte durante su trabajo y también le pasaba factura la guerra declarada entre sus padres.


La mirada de Facundo era furiosa. Había crecido a la sombra de la poderosa familia Alfonso y había llegado a odiar ese apellido porque los deseos de esa familia eran prioridad absoluta. Esa semana no le sorprendió que su madre le pidiera que ayudase a Pedro Alfonso. Era un apellido que había aprendido antes que el suyo. Ni siquiera se sorprendió al enterarse de que Pedro nunca había oído hablar de él, de que ni siquiera sabía de su existencia. La furia que sentía quedaba patente en su cara, en su postura, como si estuviera deseando que Pedro dijera algo para empezar una pelea.


—Eres el hijo de Penny —comentó Pedro, de pie en la puerta—. No sabía que tuv... —Se interrumpió al ver la expresión furiosa de esos ojos—. Pasa, por favor —añadió con formalidad mientras Facundol lo hacía y se dirigía al salón azul y blanco de Paula.


—Menudo cambio, ¿no?


A su espalda, Pedro suspiró. ¡El apellido Alfonso! El hecho de estar en Edilean y, sobre todo, el hecho de relacionarse con Juan casi lo había hecho olvidar las ideas preconcebidas que la gente solía formarse sobre él. Toda la vida había oído «Es hijo de Salvador Alfonso, así que es...» y cada cual añadía lo que quería.


Al parecer, el hijo de Penny ya había decidido que era un clon de su padre.


Pedro abandonó la expresión agradable que había adoptado durante esa última semana y regresó a la que tenía en Nueva York. Como nadie podía llegar hasta él, nadie podía hacerle daño.


Facundo se sentó en el enorme sillón y Pedro captó la indirecta: estaba estableciendo quién mandaba.


Pedro se sentó en el sofá.


—¿Qué has averiguado? —le preguntó con voz gélida.


—David Borman quiere hacerse con el control del negocio de Paula Chaves.


Pedro hizo una mueca.


—Me lo temía. ¡Joder! Esperaba que... —Miró a Facundo de nuevo y pensó «¡A la mierda!». Estaba hablando con el hijo de Penny y estaban hablando de Paula. No tenía nada que ver con el apellido Alfonso—. ¿Quieres café? ¿Té? ¿Un chupito de tequila?


Facundo lo miró como si intentara saber de qué palo iba... y como si quisiera decidir si aceptar o no su ofrecimiento.


—El café me va bien.


Pedro echó a andar hacia la cocina, pero Facundo no lo siguió.


—Tengo que prepararlo. ¿Te importa venir a la cocina mientras lo hago?


La cotidianidad de la invitación pareció mitigar la furia de la mirada de Facundo, que se levantó para acompañarlo a la cocina. Se sentó en un taburete y observó cómo Pedro
sacaba la lata de café en grano del frigorífico y colocaba un poco en un molinillo eléctrico.


—Supongo que esperaba verme obligado a luchar con él por Paula —comentó Pedro por encima del ruido—. Una especie de duelo o algo así. —Quitó la mano de la tapa del molinillo y el ruido cesó—. A Paula le va a hacer mucho daño enterarse de esto.


Facundo tenía los ojos como platos mientras veía a Pedro pasar el café molido a un filtro, que procedió a colocar en la cafetera. Parecía incapaz de asimilar que un Alfonso fuera capaz de realizar una tarea tan mundana como la de preparar el café. ¿Dónde estaban los criados? ¿Y el mayordomo?


—Es el tercero.


—¿Cómo que el tercero?


—Que es el tercer hombre más preocupado por su éxito que por ella.


—¿Qué quiere decir eso?


—Según Carla... —Facundo se interrumpió mientras se pasaba una mano por la nuca.


—¿Fue mal la cita? —preguntó Pedro.


—Es una mujer muy agresiva.


Pedro resopló.


—Eso parece, sí. ¿Te hizo trasnochar?


—Hasta las tres —contestó Alfonso—. Conseguí escapar por los pelos con...


—¿Con tu honor intacto? —Pedro esbozó una sonrisilla.


—Exacto —respondió Facundo.


—¿Has desayunado ya? Puedo prepararte una tortilla.


—No. Quiero decir que... —Facundo seguía mirándolo como si no diera crédito a lo que veía.


—Es lo menos que puedo hacer por el hijo de Penny después de todo lo que ella ha tenido que aguantarme.


—Vale —accedió Facundo despacio.


Pedro comenzó a sacar cosas del frigorífico.


—Cuéntamelo todo desde el principio.


—¿Te refieres a la vida sexual al completo de Carla, que estuvo encantada de contarme con pelos y señales, o a lo que pude sonsacarle sobre la señorita Chaves?


Pedro soltó una carcajada.


—De Carla nada, pero sí a todo lo de Paula.


—Parece que los hombres afincados en pueblecitos pequeños no llevan bien que una mujer gane más que ellos.


Pedro le gustaría pensar que él sí lo llevaría bien, pero siempre había tenido el problema contrario.


—¿Así que todos la han dejado?


—Sí —contestó Facundo mientras observaba cómo Pedro le servía una taza de café recién hecho, que después dejó en la encimera junto con un cartón de leche y el azucarero. No le sorprendió comprobar que el café era excelente.


—¿Saint Helena?


—Sí —contestó Pedro—. Lo compro en el supermercado de Edilean. ¿Te lo puedes creer? —Se llevó una sorpresa agradable al descubrir que Facundo reconocía el sabor del carísimo y exótico café—. Supongo que David es distinto a los demás.


—Carla y la ex de Borman son amigas, así que Carla se lo contó todo sobre Paula, incluso el detalle de que los hombres cortan con ella. Carla desconoce por completo el significado de la palabra «discreción»


—Y el de «lealtad»—añadió Pedro—. ¿Te apetece cebolla, pimiento y tomate?


—Sí —contestó Facundo—. Según pude entender, la novia se lo dijo a Borman y este trazó un plan.


—A ver si lo adivino: corta con la novia y va a por Paula.


Facundo se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó un fajo de hojas de papel dobladas.


—Aquí están las cuentas de la empresa de Borman de estos dos últimos años.


Pedro dejó las verduras rehogando mientras ojeaba las primeras páginas, pero después lo dejó para echar los huevos a la sartén y meter el pan en el tostador.


—¿Te importa...? —le preguntó a Facundo.


Facundo cogió los papeles y los revisó, aunque hizo una pausa para quitarse la chaqueta, que colocó en el respaldo de una silla. Se aflojó la corbata.


—Para abreviar: David Borman no es un buen cocinero, gasta demasiado y es vago.


Pedro sirvió la tortilla en un plato, que dejó delante de Facundo, y sacó un cuchillo y un tenedor de un cajón.


—Cortó con su novia para ir a por Paula... o, mejor dicho, para ir a por su negocio —aventuró.


—La cosa empeora —dijo Facundo antes de probar la tortilla—. No está mal.


—¿No es malo que empeore?


—No. Digo que lo de Borman empeora, pero que la tortilla no está mal.


—Ah —murmuró Pedro mientras observaba comer a Facundo.


Tenía cierto parecido con Penny. Había pasado muchas noches con ella y habían compartido muchas comidas. En ese momento, se preguntó por qué no se había interesado por su vida personal. Claro que, de haberlo hecho, seguramente Penny no le habría contestado, pensó.


Facundo lo miró como si esperase que dijera algo.


—El anillo —dijo Pedro—. ¿Qué pasa con el anillo?


—Borman invitó a Carla a cenar, le contó una historia lacrimógena sobre lo mucho que quería a Paula. Consiguió que Carla le «prestara» un anillo para regalárselo cuando le pidiera matrimonio este fin de semana.


—Y después Carla le contó al pueblo entero que eso era lo que Borman iba a hacer. —Pedro le sirvió a Facundo la tostada y sacó la mantequilla—. Por eso Borman se invitó a acompañarla a Maryland.


—Carla no ve nada raro en que la señorita Chaves y tú viváis juntos justo antes de que Borman le proponga matrimonio. Las palabras exactas de Carla fueron: «Creo que hay que aprovechar las oportunidades cuando se presentan.»


—Me quedo en la casa de invitados —explicó Pedro sin prestarle demasiada atención, concentrado como estaba en lo que acababa de contarle.


—El pueblo entero cree que Paula y tú...


—Son rumores —le aseguró Pedro. Cuando miró a Facundo, lo descubrió observándolo con expresión incrédula. Pedro hirvió de furia—. Parece que tú te los creíste.


Facundo clavó la mirada en la comida.


—No soy quién para juzgar —afirmó.


—Y un Alfonso siempre coge lo que quiere, ¿no? —Sin embargo, Pedro se quedó con las ganas de comenzar una discusión, porque Facundo apuró el café con tranquilidad.


—Según mi experiencia, sí —contestó.


La honestidad de la respuesta hizo que Pedro se calmara. Rellenó la taza de Facundo.


—Tal vez sí —convino—. Coger lo que quiere es un credo para mi padre.


—Pero ¿no para ti? —quiso saber Facundo.


Pedron no se dejó engañar por el tono distendido de la pregunta. En el fondo, el tema era muy serio.


—No, yo no creo en eso.


Alfonso se comió la tostada y tardó un momento en hablar de nuevo.


—¿Cómo piensas recuperar el anillo?


—Soy abogado, ¿recuerdas? Lo amenazaré con una demanda por latrocinio y con la cárcel.


Facundo se limpió la boca con la servilleta que Pedro le había dado.


—¿Y qué le dirás a la señorita Chaves? ¿Que su novio solo la quería por su exitoso negocio?


Pedro hizo una mueca.


—Eso la machacará.


—Y este fin de semana tendrás a una mujer acongojada y deprimida en tus manos.


Pedro y Facundo intercambiaron una mirada comprensiva. 


Una mujer infeliz no era la mejor compañera.


Facundo se puso en pie, cogió la chaqueta y se preparó para marcharse, pero se volvió para mirar a Pedro. No había ni rastro de buen humor en sus ojos.


—Si dejas la empresa de tu padre, ¿qué pasará con mi madre? ¿La tirarán a la basura?


Pedro estaba acostumbrado a que lo atacaran, estaba habituado a la rabia apenas contenida de las personas que se relacionaban con su padre. Pero ese hombre era distinto.


 Su resentimiento iba dirigido a él.


—Ha pasado todo tan deprisa que no he tenido tiempo de pensarlo. Supongo que asumí que volvería a trabajar para mi padre.


—No —le aseguró Facundo. Su expresión indicaba que no iba a explicar su negación, pero que era algo definitivo.


—Dime lo que ella quiere y me encargaré de que lo consiga.


—Debes sentirte como un emperador al ostentar tanto poder —comentó Facundo.


Pedro entendía la hostilidad de ese hombre. Estaba al tanto de todas las horas, de todos los fines de semana y de todas las vacaciones que Penny había trabajado para su padre. Y él no había sido mucho mejor. Nunca se lo había pensado a la hora de llamarla un domingo por la tarde... y Penny nunca se había quejado, ni siquiera lo había mencionado. Su hijo debía de haberse pasado casi toda la vida sin la presencia de su madre. Debía de odiar el apellido Alfonso. Y parecía odiarlo a él en especial, al hijo de Salvador Alfonso que tenía su misma edad. Aunque... ¿pensaría que había crecido con unos padres que lo adoraban?


—¿Qué haces? Me refiero a qué te dedicas —preguntó Pedro.


La camaradería que había surgido entre ellos desapareció. 


La cara de Facundo se convirtió en una máscara impasible y fría.


—No necesito nada de ti ni de tu padre, así que no tienes que fingir interés. Te diré lo que quiere mi madre. Y espero que mantengas tu palabra.


La hostilidad de su voz y de sus ojos hizo que a Pedro se le pusiera el pelo de punta. Para aligerar la tensión, dijo:
—Dentro de un límite, por supuesto. No puedo darle el Taj Mahal. No está a la venta.


Facundo no sonrió.


—En estas mismas circunstancias, tu padre compraría y despediría a todos los conservadores. ¿Hemos terminado?


—Sí, eso creo.


En cuanto Facundo salió de la casa, Pedro llamó a Penny, que parecía estar esperando la llamada, porque contestó al primer tono. Lo primero era ocuparse de los negocios y él quería saber dónde se encontraba David Borman en ese preciso momento. Tal como esperaba, Penny le dijo que lo averiguaría y que se lo comunicaría por mensaje.


Esa era su señal para que colgara, pero Pedro no lo hizo.


—He conocido a tu hijo —comentó con cierto titubeo—. Él... esto...


Penny sabía lo que intentaba decirle. Unas cuantas semanas antes, no se habría atrevido a decir nada, pero de un tiempo a esa parte Pedro parecía haberse descolgado de la autovía que lo llevaba a convertirse en otro Salvador Alfonso.


—Odia todo lo que tenga que ver con el apellido Alfonso—terminó por él.


—Exacto. ¿Es reversible?


—Seguramente no.


Pedro inspiró hondo.


—Le he prometido que cuando deje la empresa de mi padre, me encargaré de que consigas lo que quieras. Para asegurarme de que no meto la pata, ¿por qué no me dices lo que quieres?


—Que mi hijo sea feliz. Nietos —contestó Penny a toda prisa.


—Te pareces a mi madre.


—Viniendo de ti, es un magnífico halago —replicó ella—. En fin, déjame pensarlo. Por lo que Facu me ha contado de Edilean, creo que me gustaría jubilarme e irme a vivir a ese pueblo.


—No es mala idea. ¿Has visto las joyas que te ha comprado?


Penny soltó una carcajada.


—Pues sí. ¡Son preciosas! Tu Paula tiene mucho talento.


—Lo tiene —convino Pedro con una sonrisa.


Se despidieron y colgaron. Antes de que hubiera terminado de recoger la cocina, Penny le mandó por mensaje la dirección del negocio de Borman.


—Voy a matarlo —masculló Pedro antes de abalanzarse hacia la puerta.




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