jueves, 14 de abril de 2016
CAPITULO 18: (TERCERA PARTE)
—Nos marcharemos cuando yo lo diga —dijo la nueva voz—. Tomad, dejad esto en la mesa.
Paula oyó algo pesado impactar contra la superficie de madera.
—¿Qué diablos es esto? —preguntó el más delgado. A aquellas alturas, ya podía reconocer la voz de los dos primeros.
—¿Tanto te cuesta reconocer unos disfraces de Halloween? —se burló el segundo.
—¿Qué pretendes? ¿Que nos recorramos las calles robándoles los caramelos a los niños? Me encanta la idea.
—¡Cierra el pico! —ordenó el recién llegado, que parecía más inteligente que los dos primeros—. Vamos a asistir a una fiesta.
—¡¿Qué?! —exclamaron sus dos socios al unísono.
—Comprendo vuestra falta de aptitudes sociales, por eso he traído unas máscaras que os ocultarán completamente la cara.
—No quiero ir a ninguna fiesta. Solo quiero largarme de este maldito lugar dejado de la mano de Dios.
—¡Harás lo que yo diga! —sentenció el tercer hombre—. ¡La gente de Edilean es rica! Las mujeres tienen joyas centenarias, y en esta fiesta las sacan de las cajas de seguridad de los bancos para lucirlas en público. Es la fiesta más esnob del mundo. Para poder asistir a ella tienes que ser un pariente cercano, no confían en nadie más. Llevo varios años viviendo aquí y lo sé, nunca he conseguido que me inviten.
Hizo una pausa, como si seguir con aquel argumento lo sacara de quicio. Cuando siguió, lo hizo más tranquilo.
—Me he encargado de que esta noche haya tres plazas libres, plazas que ocuparemos nosotros. Diremos que somos primos, son cientos, y no todos se conocen. Mientras permanezcamos allí, nos limitaremos a disfrutar de la fiesta. Pasearemos y comeremos, pero sin hablar con nadie, ¿de acuerdo?
Paula no escuchó ninguna respuesta, así que supuso que simplemente habían asentido con la cabeza. Y con la radio apagada temía moverse, ya no podía contar con que su estrépito cubriera cualquier ruido.
—A las diez de la noche se producirá una situación de emergencia —añadió el recién llegado—. Y yo...
—¿Qué clase de emergencia?
—Un incendio. He preparado una bomba para que explote en un momento concreto. Uno de sus preciosos edificios estallará en llamas, y los hombres acudirán en masa para apagar el fuego, nosotros incluidos.
—¿Con las joyas? —preguntó uno de sus secuaces.
—¡No, estúpido! Esta ciudad es como la de los cuentos de hadas. Los hombres se movilizarán para combatir el fuego, pero las mujeres se quedarán en la cocina, preparándoles comiditas para cuando vuelvan.
El silencio se enseñoreó de la sala, y ella tuvo la impresión de que los dos cómplices no entendían nada de lo que el otro les había dicho.
—Nosotros volveremos sobre nuestros pasos y nos apoderaremos de las joyas. Iremos armados y obligaremos a las mujeres a que nos las entreguen, las meteremos en una bolsa y nos largaremos. Gracias a las máscaras, no sabrán quiénes somos. El lunes volveré al trabajo y fingiré estar tan escandalizado por el robo como todos los demás.
—¿Y nosotros?
—Tras el robo os daré un mapa indicando el lugar donde os reuniréis con alguien que se encargará de todo. ¿Alguna pregunta más?
El silencio volvió a reinar unos segundos, hasta que los dos primeros hombres empezaron a hablar a la vez. El primero protestaba porque no le gustaba su disfraz, ya que la piel que habían escogido para él daba la impresión de picar mucho.
—Podrás rascarte cuando te lo quites.
El otro aseguraba que la máscara le impedía ver bien.
—No necesitas ver bien. Empuña la pistola y amenaza a las mujeres con ella. Ese es todo tu cometido.
Paula le dio la espalda a la puerta del armario y se apoyó en ella. Aquello era serio, muy serio. Horrible. Querían provocar un incendio en la preciosa Edilean. Iban a robar unas joyas que podían catalogarse de antigüedades.
Empuñarían armas unos hombres que ni siquiera podían ver lo que estaban haciendo...
Tenía que salir de allí. ¿Cómo si no podría identificar al organizador de todo aquello? Solo sabía que vivía en Edilean y que planeaba acudir a su trabajo como si nada hubiera pasado. ¿Cómo localizar a alguien con tan pocos datos?
Miró hacia la puerta, allí donde un pequeño cristal esmerilado decoraba la parte superior. Aunque apilara la ropa del armario para encaramarse, no lograría ver nada.
Cuando escuchó pasos acercándose en su dirección, contuvo el aliento. ¿Iban a abrir la puerta y descubrirla?
Pero los pasos se detuvieron.
—Despejad la mesa —dijo la voz del ideólogo del robo—. Tengo los planos del ayuntamiento.
—¿Para qué los necesitamos?
—Porque es el lugar donde se celebrará la fiesta. Uno de vosotros subirá por las escaleras poco antes de las diez y esperará a que estalle la bomba. No quiero que haya mujeres o niños merodeando por allí, y puedan esconderse cuando llegue nuestro momento. De ser así, tú te encargarás de hacerlos bajar, ¿entendido?
Paula se tumbó en el suelo para intentar ver algo a través del mínimo espacio existente entre la puerta y el marco.
Sabía que no sería mucho, pero quizá pudiera captar algún detalle útil.
Solo pudo vislumbrar el calzado de los hombres. Uno de los dos primeros llevaba zapatillas de deporte, y el otro tenía unas botas viejas y muy estropeadas. El tercero calzaba unos mocasines muy caros, y se fijó en que tenía los pies pequeños.
Seguía tumbada cuando de repente oyó un golpe. Se puso rápidamente en pie, se acurrucó en la chaqueta que se había puesto minutos antes y volvió a esperar.
Oyó los pasos de los tres hombres recorriendo toda la sala.
—¿Qué es eso? —preguntó uno de ellos.
Paula apoyó la oreja en la puerta y oyó unos golpecitos apagados.
—¡Nueces! —gritó el cabecilla—. Alguien está tirando nueces por la chimenea.
—¿Quién puede estar haciendo eso?
—¡Ardillas! Pueden ser ardillas o niños gastando una broma de Halloween. ¿Cómo he podido aliarme con idiotas como vosotros? Apagad las luces y seguidme afuera. Les daremos una lección que no olvidarán en su vida.
—¡Pedro! ¡Es Pedro! —susurró Sophie, alarmada.
Tras oír pasos a la carrera y la puerta principal al cerrarse, salió rápidamente del armario. El interior de la casa estaba muy oscuro y tuvo que recurrir a la memoria para localizar la puerta. Tardó unos segundos en salir al exterior, y suspiró aliviada al ver que ya no llovía.
Mientras corría hacia el cobertizo, no se molestó en mirar atrás para saber dónde estaban los hombres o si la habían visto. Al llegar a la parte posterior del edificio descubrió que la yegua seguía allí tranquila, impasible, ajena a todo.
Entonces se fijó en la silla de montar colocada sobre la cerca. «Genial —pensó—. Tendré que montar a pelo.»
Su infancia no incluía clases de equitación sin silla, y mucho menos huir de unos criminales cabalgando campo a través sujeta a la crin de un caballo.
—Tranquila, chica, tranquila —susurró suavemente, avanzando hacia el animal—. Tenemos que buscar a Pedro y salir de aquí. Por favor, no te encabrites como hacías con él, ¿vale? Porfi, porfi.
La yegua se comportó dócilmente mientras trepaba por la verja y conseguía pasar una pierna por encima de su grupa.
Apenas se había sentado cuando se dio cuenta de que el bocado y las riendas estaban en el suelo, frente a ella.
Mientras se deslizaba por el flanco del animal maldiciendo entre dientes su imprevisión, el faldón de la chaqueta que se había puesto en el armario quedó enganchado en uno de los tablones. Se deshizo de ella con rabia, recogió las riendas, aspiró profundamente para reunir aire y valor al mismo tiempo, y volvió a montar en la yegua.
Su experiencia con la equitación se limitaba a las películas que viera en televisión, así que chasqueó la lengua y clavó los talones en los flancos del animal para obligarlo a moverse. Este abandonó la cálida comodidad del pesebre con una lentitud enloquecedora y se aventuró en el frío aire nocturno.
La luz era escasa, pero Paula sabía dónde se encontraban los supuestos ladrones gracias a sus insultos y juramentos.
Quedaban a su izquierda, así que giró a la derecha, intentando acelerar la marcha. Por lo que recordaba, árboles y matorrales le bloquearían el camino un poco más adelante.
—¡Mataré a esos críos! —rugió uno de los hombres. Estaban tan concentrados en el tejado que ni vieron ni oyeron a Paula y su montura alejarse de ellos.
Pedro sí. Cuando Paula llegó a la esquina más lejana de la casa, el médico estaba esperándola al borde del tejado, en cuclillas.
—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó.
—Oh, se les antojó una taza de té y tuve que prepararlo —replicó, exasperada.
Pedro saltó al vacío. Los ojos de Paula se desorbitaron al verlo volar desde el tejado hasta caer sobre el caballo tras ella. A duras penas consiguió contener al animal hasta que Pedro logró afianzarse. Cuando lo oyó gemir de dolor, se giró para mirarlo.
—¿Estás bien?
—Sí. Aunque creo que ya no podré tener hijos.
—Al menos deberías intentarlo.
A Pedro se le escapó una mezcla de risa y gruñido, pero alargó los brazos y tomó las riendas antes de urgir a su montura.
Esta trotó lenta y silenciosamente hasta que penetraron en el bosque.
—No podía volver —comentó Pedro a modo de disculpa—. No debí...
—Los he oído planear un robo esta noche en la fiesta McTern —lo interrumpió Paula. Sentía el endurecido cuerpo del médico presionando su espalda.
—Cuéntamelo todo.
Y ella le explicó lo que había escuchado, tan rápida y sucintamente como fue capaz.
—¿No pudiste ver la cara de ese hombre?
—No, solo sus zapatos —lamentó Paula, explicándole lo estrecha que era la ranura entre la puerta y el suelo.
—Lista y guapa —aprobó Pedro, dándole un beso en la nuca—. Te llevaré a casa de Sara. Su marido, Mike, es un exdetective y querrá todos los detalles que le puedas proporcionar. Yo iré a buscar a Colin, el sheriff.
—¿Crees que seréis capaces de encontrar la bomba?
—Colin movilizará a mucha gente.
La idea de un montón de habitantes de Edilean buscando contra reloj un artefacto incendiario hizo que la chica se estremeciera.
—Pero si no consiguen encontrarla, cuando se acerque la hora dejarán de buscar, ¿verdad? Eso lo tendrán claro, ¿no?
—Sí —la tranquilizó él, esbozando una sonrisa—. Nos aseguraremos de poner a todo el mundo a salvo. Supongo que Mike mezclará algunos agentes encubiertos entre los invitados a la fiesta de esta noche. En cuanto a ti, me gustaría que te quedaras en casa, que no fueras a la fiesta para no correr riesgos. Me gustaría que...
—Conozco su voz —cortó Paula—. No le vi la cara, pero sí los zapatos y oí su voz. Soy la única que puede identificarlo.
—Pero... No puedes... —Pedro no supo qué más decir, aunque apremió a su montura.
Cuando alcanzaron la carretera aumentó el galope hasta que finalmente llegaron a una casa que parecía muy antigua. Se notaba que habían intentado renovarla, pero los años le seguían pesando. Pedro no se apresuró a apearse de la yegua, sino que retuvo a la chica unos segundos, pecho contra espalda.
—Tienes muy buen aspecto sin la máscara —dijo apreciativamente—. Incluso eres más guapa sin ella, aunque parezca imposible.
—¿Y tú? ¿Qué aspecto tienes bajo la máscara?
—Si me la quito, mi cuerpo se partirá por la mitad. Paula...
—¿Sí?
—Esta noche has estado estupenda. No conozco a nadie tan valiente como tú. Has caminado por una viga de madera a muchos metros de altura, y tu salto hasta la escalera de hierro fue maravilloso. Siento haberte dejado sola en el armario, pero no encontré una forma de volver sin ponerte en peligro...
—No importa, de verdad —respondió, sintiendo un poco de lástima por él—. Si no me hubiera quedado allí, tampoco me habría enterado de su plan.
—Eso es verdad —aceptó Pedro—. Por otra parte, ahora no tendríamos que enfrentarnos a una panda de locos armados con pistolas. Ojalá hubiera podido asustarlos de alguna manera.
Girándose, Paula le puso las manos en los hombros y lo miró directamente a los ojos.
—Hiciste lo correcto —le aseguró—. Si los hubieras atacado, podrían haberte disparado.
—Pero la ciudad no estaría en peligro.
«Así piensan los verdaderos héroes —pensó Paula—. Anteponen a los demás por encima de sí mismos.»
Se miraron a los ojos, y se habrían besado de no ser porque la puerta de la casa se abrió bruscamente. Un hombre apareció en el umbral. Era delgado, pero su forma de moverse hacía que no pasara desapercibido.
—¿Pensáis quedaros ahí toda la noche? —preguntó con voz áspera.
Pedro descabalgó y alargó los brazos hacia la chica, que se deslizó fácilmente hasta ellos.
—Paula, este es Mike. —Intercambiaron un movimiento de cabeza a modo de saludo—. Oye, ¿puedes prestarme tu coche? Tengo que ir a ver a Colin para organizar un grupo de búsqueda.
Mike se alarmó de inmediato.
—¿Quién ha desaparecido?
—Nadie, pero han escondido una bomba en la ciudad. Paula sabe los detalles, ella te los contará.
Mientras Mike abría un poco más la puerta para dejar pasar a la chica, le lanzó las llaves de su coche a Pedro. Paula se dirigió hacia la casa, pero el médico le cogió la mano y la retuvo.
—Esta noche tendrás cuidado, ¿verdad?
—Ya has comprobado que no soy una gatita miedosa.
—He comprobado que solo hay que decirte que no hagas algo para que frunzas el ceño y lo hagas. Haz una excepción esta noche, ¿vale? Quédate a mi lado y, en cuanto identifiques a ese tipo, mantente al margen. ¿De acuerdo?
—Está bien —aceptó resignada, sin apartar los ojos de él.
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