martes, 5 de abril de 2016
CAPITULO 22 (SEGUNDA PARTE)
La solución de Juan Layton para cualquier problema era siempre la misma: comida y trabajo. Después de escuchar durante media hora las casi incoherentes palabras que Paula balbuceó entre abundantes lágrimas y después de darle de comer, la puso a trabajar. Mientras le pedía que lo ayudara a colocar todo lo que Pedro había desembalado en las estanterías que el mismo Pedro había instalado, Juan cayó en la cuenta de que la turbulenta vida amorosa de la pareja le estaba reportando mano de obra gratis.
—No lo entiendo —dijo Paula mientras colocaba cajas de taladros eléctricos en las estanterías—. ¿Por qué se esfuerza tanto para alejar a un hombre de mí si solo planea dejarme y volver a... adondequiera que viva?
—A Nueva York —suplió Juan—. Vive en el ático de no sé qué rascacielos.
—¿Te lo ha dicho?
—No, lo he buscado yo.
—Eso significa que sabes cuál es su apellido y que has buscado en Internet —dijo Paula con un suspiro—. Ruben dice que encontraré toda la información que quiera, pero él me puso al tanto de unas cuantas cosas. ¿A quién le apetece buscar información sobre otra persona en Internet? Pero claro, ¿por qué todo lo que me ha dicho Pedro tiene que ser mentira? ¿O por qué tienen que ser evasivas? ¿Qué ha pasado en su vida para que piense que hasta las cosas más normales deben mantenerse en secreto?
—No lo sé —contestó Juan, que también se hacía las mismas preguntas. Le había ofrecido a Lucia todas las oportunidades posibles para que le hablara de su hijo, pero ella no lo había hecho. En tres ocasiones distintas, había estado a punto de decir «mi hijo», pero se había contenido a tiempo. Juan intentaba con todas sus fuerzas no enfadarse, pero era difícil—. ¿Estás enamorada de Pedro? —le soltó.
Paula, que estaba a punto de colocar una caja en una estantería, se detuvo.
—¿Cómo voy a estarlo? Creía conocer al niño que fue, pero Pedro de adulto... no sé quién es. Al parecer, se cree con el derecho a controlar mi vida. Toma lo que quiere, pero no me da nada a cambio. —Sabía que eso no era cierto, pero la rabia le impedía razonar.
La luz roja volvió a parpadear en el móvil de Juan. Lo tenía solo en vibración, para que Paula no pudiera escuchar las llamadas, pero sabía que Pedro lo había llamado ocho veces desde que ella llegó a la tienda. También sabía que tendría que hablar con él, porque, de lo contrario, acabaría apareciendo en la puerta. Y con el estado de ánimo de Paula, igual le tiraba un yunque a la cabeza.
—¿No ibas a hacer algo especial este fin de semana? —le preguntó.
Paula gimió. Por más enfadada que estuviera, su ojo artístico no pudo evitar fijarse en la forma de colocar las cajas en las estanterías. Las dispuso con toda la elegancia con la que mostraba las joyas en su joyería.
—Jocelyn, la mujer de mi primo, quiere que vaya a un pueblo de Maryland para ver si puedo descubrir algo sobre una antepasada mía. Joce está haciendo el árbol genealógico de la familia, y esta mujer tuvo un hijo, pero no se sabe quién es el padre. Eso sucedió en 1890 más o menos. No sé qué pretende que haga. De cualquier forma, David quería acompañarme e íbamos a tomárnoslo como unas minivacaciones. Iba a... —Agitó la mano en el aire. Si seguía hablando, empezaría a llorar otra vez—. Creo que será mejor que anule la reserva.
No dejaba de pensar en lo que podía haber sido. ¿Qué habría hecho si David le hubiera pedido que se casara con él? Le había dicho a Pedro que estaba al tanto de todo sobre él, pero escuchar que había empeñado el anillo que Carla le había dado después de que él la engatusara le había revuelto el estómago. Nada de lo que había visto en David la había alertado sobre la posibilidad de que cometiera semejante robo. Siempre le había parecido una buena persona, muy aburrido, sí, pero agradable y simpático. Le había expresado la idea de extender el negocio al ámbito nacional de forma respetuosa, recalcando que la decisión era suya y que él se limitaba a ofrecerle ideas. Y ella siempre había pensado que el nombre propuesto para el negocio era ridículo.
Se enteró del mal momento por el que pasaba la empresa de David la víspera de la boda de Maria, el día anterior a que Pedro apareciera en su vida. Se había percatado de que dos de sus furgonetas estaban en las últimas, pero él se había reído y le había asegurado que el trabajo le robaba demasiado tiempo y que por eso no podía comprar otras.
Claro que, por aquel entonces, Paula carecía de motivos para no creer en su palabra.
Sin embargo, la víspera de la boda, entre el caos y la gente, Paula escuchó decir a una mujer que le alegraba que Maria no hubiera contratado los espantosos servicios de Catering Borman. Paula había intentado que fuese David el encargado de servir el banquete de boda, pero él ya tenía reservado ese día para otro acontecimiento. Paula le preguntó a la mujer el motivo de que no le gustara la empresa y ella le contó la historia del cambio de los ingredientes. Además, le dijo que mucha gente estaba anulando sus compromisos con la empresa. En aquel momento, Paula estaba tan ocupada ayudando a Maria que no se detuvo a pensar en lo que eso significaba. Cuando rememoró el momento al cabo del tiempo, comprendió que se negaba a aceptar que el negocio de David iba a pique. Y tampoco quería analizar ese detalle, sumado a la costumbre de David de pedirle la combinación de su caja fuerte.
¿Sería David otro hombre más incapaz de mirar más allá de su éxito empresarial?
Colocó la caja de un destornillador lo más artísticamente que pudo, y después comenzó a ordenar las cajas de brocas.
En un momento dado, Juan se alejó aduciendo que debía hacer una llamada y ella siguió trabajando, y pensando.
Sí, en el fondo era cierto que no conocía a David tan bien como le había asegurado a Pedro, pero ¿eso le otorgaba a Pedro el derecho de hacerse con el control de la situación?
Analizó la idea de que Pedro hubiera comprado Catering Borman. ¿Por qué lo había hecho? Sin embargo, conocía la respuesta. Había pagado todo ese dinero para que David desapareciera. De camino a la tienda de Juan, había llamado a una clienta que vivía en el mismo edificio de David y así se había enterado de que su ex se había marchado con seis maletas, después de decirle a su casero que no pensaba volver.
—El casero estaba furioso —le dijo la mujer—. David ha dejado muchos trastos en el piso y ahora le toca a él deshacerse de todo. Pero después llamó un hombre y le dijo que lo dejara en sus manos. Es la comidilla de todo el edificio. ¿Tú sabes algo más?
—Nada —contestó Paula, que se despidió de forma educada antes de colgar.
Aunque le había dicho a Pedro que detestaba su forma de hacerse con el control de la situación, una parte de ella le agradecía que la hubiera librado de David. En ese momento, se preguntó si habría accedido a casarse con él. ¿Tanta envidia le provocaba la boda de Maria y la felicidad de su amiga que habría sido capaz de decirle que sí a David solo para...? No quería pensar en lo que podría haber pasado.
Antes de llegar al aparcamiento de la tienda de Juan, había recibido un mensaje de correo electrónico en el móvil. Era su hermano, que le había enviado un archivo adjunto.
Paula titubeó antes de abrirlo, porque sabía de lo que se trataba. Sin embargo, también era consciente de que necesitaba saber la verdad. Pulsó el botón y lo primero que vio fue la foto de una mujer guapísima llamada Alejandra. El titular rezaba: «¿Campanas de boda para un Alfonso?» El artículo afirmaba que la bellísima modelo llevaba meses saliendo en serio con el hijo multimillonario de Salvador Alfonso. «El riquísimo y guapísimo Pedro jamás sale con la misma durante más de mes y medio. Sin embargo, lleva casi un año con la explosiva Alejandra. ¿Nos atrevemos a soñar con la que será la boda del siglo?», continuaba la columna.
Paula no fue capaz de leer el resto de los documentos que su hermano le había enviado. Con ese artículo le bastó.
Cuando salió del coche, vio que Juan estaba en la puerta y la recibió con los brazos abiertos. Si su padre hubiera estado en casa, habría ido a verlo, pero el padre de Maria era casi tan bueno como el suyo.
Lloró a moco tendido un buen rato, y después Juan pidió una pizza, dos refrescos grandes de cola y bollitos de canela para alimentar a un regimiento. Paula lloró y comió, y después lloró un poco más.
—No entiendo por qué me ha mentido —dijo.
—¿Te refieres a Borman o a Pedro? —le preguntó Juan.
—A Pedro —respondió ella—. David es... es una persona real, así que es normal que mienta.
Juan enarcó las cejas, pero no dijo ni pío sobre semejante afirmación. Mientras lidiaba con sus dos hijos, había aprendido algo muy revelador. Si Juan lo buscaba porque tenía un problema, le pedía ayuda a fin de encontrar una solución. Sin embargo, si era Maria la que tenía el problema, solo quería que la escuchara. No quería consejos. Mientras que con Pedro se había sentido libre para decirle lo que pensaba, Juan no se atrevía a hacerle a Paula ni una sola sugerencia.
—Me ha mentido en todo. Yo fui sincera desde el primer día, pero él solo me ha contado mentiras.
Juan tuvo que contenerse para no poner los ojos en blanco.
Eso era casi lo mismo que le había dicho Pedro sobre Paula.
Le había asegurado que ella había ocultado el hecho de que tenía novio y que había pasado por alto el detalle del anillo desaparecido. Sin embargo, Juan se abstuvo de comentar nada. En ese momento, comenzó a parpadear otra vez la luz roja de su móvil y al mirar, vio que se trataba de Pedro.
Puesto que era la novena llamada que le hacía, Juan decidió contestarle, de modo que salió de la tienda con la excusa de ir al baño.
Volvió al cabo de unos minutos. Paula seguía rezongando.
Juan quería ayudarla, pero no sabía cómo. Había hablado con Pedro y el pobre estaba hecho polvo. Le había dicho que solo quería asegurarse de que Paula se encontraba bien.
—Estaba tan enfadada que me asustaba que cogiera el coche.
—Supongo que la has seguido —aventuró Juan, que no necesitó más confirmación que el silencio de Pedro—. ¿Qué has pensado respecto a lo del fin de semana?
—¿Lo del fin de semana? —preguntó Pedro a su vez, como si ni siquiera hubiera caído en ese detalle—. ¿Te refieres a lo de Janes Creek?
—¡Ni se te ocurra hacerte el tonto! ¿Qué es lo que has planeado?
Pedro le contó con recelo que había reservado todas las habitaciones disponibles en los dos pequeños establecimientos hoteleros del pueblecito.
Juan silbó por lo bajo.
—¿Te ha enseñado tu padre a controlar las vidas de los demás?
—Creo que más que aprenderlo, nací con ese impulso —reconoció Pedro, apesadumbrado.
Juan estuvo a punto de echarse a reír, pero se contuvo.
—Voy a convencer a Paula de que vaya a ese pueblo, pero tú vas a tener que ocuparte del resto. ¿Crees que podrás hacerlo?
—Pero dice que no quiere volver a verme —replicó Pedro, con un deje desesperado en la voz.
Juan resopló, exasperado.
—¿Y eso va a detenerte? ¿Es que ninguna mujer te ha dicho que la dejes tranquila alguna vez? —Para él era una pregunta retórica que no requería respuesta. Por supuesto que se lo habían dicho a Pedro, lo mismo que al resto de los hombres.
—No. La verdad es que no —contestó—. En la vida.
—¡Menudo mundo el tuyo! —murmuró Juan, que añadió en voz alta—: Eso es porque Paula te ve a ti, no al apellido Alfonso. Intenta ser tú mismo con ella.
—Pero... —protestó Pedro, aunque después guardó silencio—. ¿Te encargarás de que llegue a casa sana y salva?
—Por supuesto —contestó Juan antes de colgar. Respiró hondo y tras pasar unos minutos contemplando las estrellas y deseando poder estar acurrucado con Lucia, volvió al interior de la tienda. Tendría que pronunciar las palabras que toda mujer quería escuchar. Aunque el cromosoma Y se rebeló contra la idea, tenía que hacerlo—. Paula —dijo al entrar—, creo que necesitas hacer algo por ti misma.
Cuidarte un poco. Darte un capricho, un fin de semana de descanso. Hacerte la manicura, comprarte unos zapatos nuevos... —Aguardó un instante mientras se preguntaba si Paula se lo tragaría o no. Maria sabría que estaba tramando algo, pero ¿lo pillaría Paula?
De repente, parte de la tristeza que ensombrecía el rostro de Paula desapareció.
—Creo que tienes razón —dijo—. No voy a anular la reserva. Iré a Janes Creek y pasaré todo el fin de semana pensando en mis joyas y en mis antepasados. Nada de hombres. —Se acercó a Juan y le dio un beso en una mejilla—. Entiendo perfectamente por qué te quiere tanto Maria. —Aunque tenía los ojos rojos, estaba sonriendo—. Gracias por todo.
Se marchó por la puerta principal y Juan se dejó caer en su enorme sillón. ¿Desde cuándo se había convertido en un hombre que resolvía los problemas amorosos de los demás?
Ni siquiera era capaz de solucionar los suyos. Al cabo de un segundo, cogió el teléfono y usó la marcación automática para llamar a Lucia.
—¿Dónde estás? —le preguntó ella—. Acabo de salir de la bañera y solo llevo...
—Lucia —la interrumpió Juan antes de poder echarse atrás—, creo que ya va siendo hora de que hablemos de tu hijo. Y de tu marido.
Ella titubeó.
—De acuerdo —claudicó en voz baja—. Te espero.
Juan soltó el aire despacio y la tensión abandonó su enorme cuerpo.
—¿Qué me decías sobre lo que llevas puesto?
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