martes, 5 de abril de 2016

CAPITULO 23 (SEGUNDA PARTE)




Esa noche, Paula hizo todo lo posible por dormir, pero tenía demasiadas cosas en la cabeza. Soñó varias veces con Pedro y en todas las ocasiones él acabó abandonándola. Se limitaba a desaparecer como hizo tantos años antes.


Se levantó a las dos de la madrugada y estaba a punto de servirse un vaso de leche cuando cambió de opinión y se sirvió un whisky. Intentó ver una película, pero su mente se distraía con facilidad. Se dijo que era ridículo comparar a un niño de doce años que se vio obligado a ocultarse con su madre para evitar la furia de un padre maltratador con el hombre en el que se había convertido. Y puestos a pensarlo, Pedro tenía todo el derecho del mundo a mantener su apellido en secreto. Ella jamás se había relacionado con una persona que se viera obligada a lidiar con los paparazzi, así que ¿cómo iba a juzgarlo por eso?


De todas formas, con independencia del rumbo de sus pensamientos o de lo racionales que estos fueran, se sentía traicionada.


Cuando volvió de la tienda de Juan, se percató de que Pedro se había mudado y ya no estaba en la casa de invitados. Había cerrado la puerta con llave, que había dejado en la encimera de su cocina.


Paukla miró la llave, pero no la tocó. Tocarla convertiría su marcha en algo real.


Se duchó, se lavó el pelo y se dijo que lo que había pasado era lo mejor. Pedro había descubierto lo rastrero que era David. Ella había descubierto que Pedro... En el fondo, no estaba segura de lo que había descubierto sobre él. Porque enterarse de que era el hijo de un hombre rico y poderoso no la había sorprendido en absoluto.


A las cuatro de la madrugada, volvió a la cama y consiguió dormir hasta las ocho. Cuando se despertó, se sentía mejor y supo que lo último que le apetecía era ponerse a trabajar. 


Más que nada porque no quería ni ver a Carla. Tardaría un tiempo en confiar de nuevo en ella. La mañana anterior le confesó lo que había hecho; y como defensa, argumentó que David se había mostrado muy persuasivo al afirmar que quería mucho a Paula. De modo que Carla se lo tragó. Sacó el anillo de su expositor y se lo entregó a David porque él le dijo que pensaba regalárselo a Paula durante el fin de semana. Añadió que lo haría a la luz de las velas y con una rodilla hincada en el suelo. La escena era tan romántica que Carla se había sentido abrumada.


Y fue precisamente su cita con Facundo Pendergast el miércoles por la noche lo que hizo que meditara sobre lo ocurrido. Facundo se inclinó sobre la mesa, la miró con esos preciosos ojos oscuros y le sonsacó la verdad. Después, le dejó claro que lo que había hecho no era en absoluto romántico. De hecho, le dijo que si no quería ir a la cárcel, más le valía confesarle la verdad a Paula.


Le costó trabajo reunir el valor necesario, pero a la mañana siguiente habló con ella.


En aquel momento, Paula estaba enfadada, si bien sus sospechas sobre lo ocurrido se vieron confirmadas. De ahí que no quisiera darle más importancia al asunto. Ella tampoco había pensado que David quisiera robar el anillo. Al igual que Carla, se había tragado las insinuaciones de un futuro con David, de un futuro en el que estarían felizmente casados. El problema era la respuesta que iba a darle a David. Pedro había demostrado indicios de sentirse celoso, así que tal vez quisiera intentar algo con ella.


Sin embargo, Paula no se permitió analizar más a fondo la cuestión. Se recordó que Pedro era más escurridizo que una anguila, y que no permanecía mucho tiempo en el mismo sitio.


Se pasó todo el día nerviosa, preguntándose dónde estaría Pedro y qué estaría haciendo. Al ver que no la llamaba a la hora del almuerzo, pensó en volver a casa temprano. Tal vez Pedro estuviera nadando en la piscina. 


Sin embargo, varios clientes la mantuvieron ocupada y llegó a su casa al mismo tiempo que lo hacía Ruben. Nada más verle la cara, supo lo que iba a decirle. Había recordado por fin de qué conocía a Pedro: del rally en el que estuvo a punto de atropellarlos a él y a su burro.


Mientras caminaba hacia la puerta principal, reflexionó sobre la mejor forma de defender a Pedro. Señalaría que Ruben se encontraba en mitad del recorrido, que no debería haber estado en plena calzada. En el fondo, estaba de parte de Pedro.


Lo que no esperaba era que a su hermano le importara un pimiento lo que sucedió en Marruecos. De hecho, admitió que el episodio fue culpa suya.


—Eso no importa —dijo Ruben, que procedió a contarle la verdad sobre Pedro.


A Paula le daba igual que Pedro fuera rico o pobre, pero sí le preocupaba que le hubiera ocultado una información tan relevante sobre sí mismo.


¿Por qué? ¿No la creía capaz de lidiar con algo así? ¿Tan cateta la creía que pensaba que se abrumaría al descubrir que él había pasado toda la vida en un ambiente tan distinto al suyo? ¿O más bien pensaba que la verdad sobre sí mismo cambiaría lo que existía entre ellos?


Carecía de respuestas para esas preguntas.


La escena con Ruben fue bastante desagradable, pero cuando regresó a la cocina y vio a Pedro y al tío con el que había quedado Carla allí plantados, se le fue la pinza. Pedro estaba tan blanco, por la sorpresa y por el dolor que le había causado lo que había escuchado, que de no haberse enfadado con él, se habría muerto de la vergüenza. 


Habría deseado que se la tragara la tierra.


Aunque no supo cómo, consiguió mantenerse lo bastante compuesta como para decirle a Pedro lo que pensaba de él.


No obstante, cuando recordó que le había dicho a su hermano lo mucho que deseaba pasar varios días en la cama con Pedro, la furia fue reemplazada por el bochorno. 


Sabía que como siguieran en su cocina, acabaría llorando a mares, de modo que les dijo que se fueran. Pero como no soportaba estar sola, fue a ver a Juan.


En ese momento, la luz del día entraba a raudales por la ventana de su cocina, y ella intentaba enfrentarse al fin de semana con toda la alegría posible. Sola. Trató de encontrar algún refrán popular que se ajustara a la situación y le diera ánimos, pero no recordó ninguno. Ya había llamado a Carla y le había dicho que debía ocuparse de la tienda el viernes y el sábado. La ayudaría otra chica, pero le dijo que ella estaría fuera. Carla no discutió ni pidió que le pagara las horas extra.


Paula preparó muy poco equipaje y a las diez de la mañana se puso en camino. Tardaría cuatro horas en llegar a Janes Creek, y pensaba emplear ese tiempo pensando en su nueva colección de joyas. Necesitaba algo distinto, algo fuera de lo habitual.


Y también le urgía pensar sobre la tarea que Joce le había encomendado. Su búsqueda estaría basada en las pocas frases que Gemma, la mujer de Colin, había encontrado en una carta escrita a finales del siglo XIX.


—Por favor, decidme que no intentáis encontrar más parientes —les dijo Paula a Joce y a Gemma el día que le pidieron que se encargara de ese proyecto.


Ambas la miraron con una expresión que dejó bien claro que querían hacer precisamente eso, y que no les entraba en la cabeza que Paula no las entendiera.


Más tarde, se vio obligada a recordarse que ninguna de ellas había crecido en Edilean, rodeadas por un centenar de parientes. Joce y Gemma procedían de familias pequeñas que apenas se relacionaban con sus tíos y tías, mucho menos con sus primos lejanos. Esa falta de relación familiar, sumada al amor que ambas sentían por la Historia, las convirtió en un par de hachas para descubrir todo lo que hubiera que saber de los demás, dentro de unos límites, claro estaba.


—¿Por qué yo? —preguntó Paula el día que la invitaron a comer a casa de Joce.


Su primo y su esposa vivían en la grandiosa y antigua Edilean Manor, el lugar que Paula tanto odiaba cuando era pequeña. Joce había trabajado mucho en ella, y en la actualidad era un lugar precioso, aunque Paula no la habría aceptado ni regalada. Prefería su casa nueva, con su única planta, sus ventanales y sus suelos de madera, que no crujían por los años.


En respuesta a su pregunta, Gemma se colocó una mano en el abultado vientre y Joce echó un vistazo a los juguetes desperdigados por el suelo. Tenía gemelos.


Paula hizo una mueca.


—¿Si me quedo embarazada en los próximos quince días, me libraré de esta?


—¡No! —exclamaron ambas al unísono.


Joce se había encargado de todo. Hizo la reserva en el bed & breakfast de Janes Creek y preparó una carpeta con toda la información que habían encontrado sobre Clarissa Chaves, la antepasada en cuestión.


Gemma había redactado todo un dosier con los lugares donde Paula podía buscar los datos que necesitaban. Paula echó un vistazo a la lista, y en cuanto vio la palabra «cementerios», cerró la carpeta. No entendía por qué a Gemma y a Jocelyn les gustaba hacer ese tipo de cosas.


Paula casi se sintió agradecida cuando David se invitó a pasar el fin de semana con ella. No parecía interesado en recabar información sobre una antepasada muerta, pero al menos podrían comer juntos.


Después, Carla empezó a reírse tontamente sobre el fin de semana y a decir que había guardado un anillo en la caja fuerte antes de la hora de cierre, de modo que Paula sumó dos más dos. Justo el fin de semana anterior, David había elogiado ese anillo en concreto y había bromeado con el hecho de que a Paula le quedara perfecto. Su mirada dejó bien claro todo lo demás.


Sin embargo, las circunstancias habían dado un giro total. 


Unos días después, apareció Pedro... Alfonso (aún no se había acostumbrado a usar ese apellido) y puso su vida patas arriba.


—Pero ya lo he superado —se dijo mientras aparcaba frente al bed & breakfast Sweet River.


Eran las dos de la tarde y el aparcamiento estaba lleno de coches con matrículas del noreste. Aunque no había visto el pueblo, supuso que tenía el mismo tamaño que Edilean. Tal vez se celebrara alguna festividad local, de ahí que el establecimiento estuviera tan lleno.


Sacó la bolsa de viaje del maletero, se colocó la carpeta bajo el brazo y entró. Era una casa antigua que había sido remodelada de forma que pareciera un hotel. Escuchó voces en la parte posterior, pero no vio a nadie. Pensó que debería sacar la cámara y hacer unas cuantas fotos para Gemma y Jocelyn, de modo que pudieran ver cómo era el lugar. Había molduras por todos lados y la barandilla de la escalera era de madera tallada, al igual que el enorme armario emplazado en una de las paredes. Aunque estaba segura de que a muchas personas les encantaría ese tipo de casa, a ella le parecía oscura y triste.


—Como yo —dijo en voz alta. En ese instante, escuchó un ruido y se volvió.


—Usted debe de ser la señorita Chaves —dijo una chica rubia, delgada y muy guapa, que miraba a Paula como si la hubiera estado esperando.


—Sí, soy Paula. Llego pronto, pero ¿está lista mi habitación?


—Por supuesto —contestó la chica—. Ahora lo está, pero...


—¿Qué?


—Nada.


Paula sacó su tarjeta de crédito, pero la chica no la aceptó.


—Ya está todo pagado —le explicó—. La comida, los extra, todo se ha pagado por adelantado.


«Ha sido Luke», pensó. El marido de Joce, que era un escritor muy rico, había pagado su estancia completa.


—Muy bien —replicó Paula, que intentó sonreír, si bien no lo consiguió.


—Su habitación está en la planta alta —le informó la chica, que cogió la bolsa de Paula y procedió a subir la escalera.


La habitación era muy bonita. Grande, espaciosa y decorada en tonos melocotón y verde, con estampados florales y cortinas de rayas. De haber estado de mejor humor, la habría apreciado como se merecía.


Paula hizo ademán de darle una propina a la chica, pero ella no la aceptó. Al cabo de unos segundos, estaba sola.


Se dejó caer en un sillón. «¿Y ahora qué?», se preguntó. «¿Deshago el equipaje y me dispongo a visitar cementerios?»


—Qué vida más divertida la mía —musitó.


Sabía que se estaba regodeando en la tristeza. Todos los libros de autoayuda enfatizaban que había que concentrarse en lo positivo, no en lo negativo. Sin embargo, en ese momento solo podía pensar en que había perdido a dos hombres el mismo día.


¡Joyas!, decidió de repente. «Piensa en joyas», se dijo. No obstante, recordó el collar que le había hecho a Pedro tantos años antes. Le había asegurado que todavía lo conservaba.


Esa idea la llevó a pensar que jamás lo vería de nuevo. ¿Por qué los hombres acostumbraban a no hacer caso cuando se les pedía que condujeran más despacio, por ejemplo? Ya se les podía repetir mil veces, que hacían oídos sordos. Sin embargo, solo había que decirles una sola vez que se marcharan y no volvieran, y obedecían al punto. Sin más dilación. Sin que hubiera que repetírselo.


Paula se dijo que debía controlarse. Los dos hombres que había perdido no merecían que estuviera tan angustiada. 


David era... No sabía cómo describirlo. De hecho, apenas lo recordaba. En menos de una semana, Pedro se había adueñado por completo de su mente.


—Pero no de mi cuerpo —se recordó mientras se ponía en pie de un brinco.


Lo que necesitaba hacer era «sumergirse en el trabajo», una expresión que se repetía a menudo en los libros.


Pero eso era más fácil de hacer cuando se trabajaba en una oficina. Los compañeros y el ruido serían motivo de distracción. Sin embargo, su trabajo era creativo. Diseñaba a solas, con una pieza de arcilla o cera, o con papel y lápiz. No había más personas que la ayudaran a pensar en otra cosa que no fuera lo que había perdido. No había un jefe que le exigiera el informe que le había pedido, lo que la obligaría a concentrarse en otra cosa.


Paula miró hacia la pared que tenía enfrente y vio tres puertas blancas. Supuso que una correspondía al armario, otra al baño, pero ¿qué había tras la tercera?


—Pito, pito, gorgorito... —murmuró mientras elegía la puerta del centro y giraba el pomo.


Al otro lado de la puerta, se encontraba la habitación contigua. Una estancia tan grande y tan bonita como la suya. 


Y allí, en el otro extremo de una cama con dosel, estaba Pedro. Llevaba unos pantalones de deporte de cintura baja y tenía el torso desnudo, dejando a la vista sus músculos y su piel bronceada, tan radiante y apetecible.


Paula se quedó paralizada, mirándolo sin hablar. En el fondo de su mente, aún era capaz de pensar de forma racional. Si Pedro estaba en ese lugar, significaba que la había manipulado de nuevo a su conveniencia.


Sin embargo, dichos pensamientos se encontraban en el fondo de su mente en un momento en el que Paula solo podía sentir. Todas y cada una de las moléculas de su cuerpo cobraron vida. El deseo se apoderó de ella, dejándola temblorosa y enfebrecida.


Pedro no dijo ni una palabra, se limitó a volverse hacia ella y extendió los brazos.


Paula corrió hacia él, le echó los brazos al cuello y lo besó en la boca. Fue un beso voraz, tan ansioso como el deseo que la embargaba. Sus labios se apoderaron de los suyos con ferocidad, y después la besaron en las mejillas y en el cuello.


Ella echó la cabeza hacia atrás y dejó que esos labios y esas manos hicieran con ella lo que quisieran.


De repente, se encontró desnuda. No supo muy bien cómo había sucedido, porque no recordaba que Pedro le hubiera desabrochado la ropa ni tampoco que se la hubiera arrancado. En un abrir y cerrar de ojos, pasó de estar vestida a estar desnuda.


Soltó una carcajada cuando él la levantó en brazos y la arrojó sobre el colchón. El cobertor y los almohadones cayeron sobre ella, que rio de nuevo. Nada de sexo contenido y respetuoso. Allí había pura pasión.


Pedro se colocó sobre ella y por un instante se limitó a contemplar su cuerpo desnudo, tras lo cual esbozó una sonrisa tan maliciosa que Paula se recostó sobre los almohadones y extendió los brazos para recibirlo.


Él le pasó un brazo bajo los hombros y le levantó el torso mientras enterraba en su pelo los dedos de la mano libre, a fin de echarle la cabeza hacia atrás.


Cuando la besó de nuevo, lo hizo con toda la pasión que lo inundaba.


Al cabo de un instante, sus pantalones cayeron al suelo, y a Paula no le sorprendió comprobar que debajo estaba desnudo. Acarició su musculosa espalda a placer. Después, bajó las manos hasta su trasero y descendió hacia sus muslos. Pedro seguía besándola de forma abrasadora, avivando con cada segundo el deseo que los embargaba. Paula se demoró un instante acariciándole los muslos, tras lo cual trasladó las manos allí donde el deseo era más evidente. Su erección hizo que se derritiera por la urgencia de que la hiciera suya. Tenía la impresión de que llevaba toda la vida esperándolo.


Pedro le besó el cuello y ella hizo ademán de tumbarse en la cama para ofrecerse por entero. Sin embargo, él no se lo permitió. Como si no pesara nada, la levantó con un brazo mientras que con el otro la instaba a rodearle la cintura con las piernas.


Acto seguido, se introdujo en ella con una puntería de lo más certera.


—Encajamos a la perfección —murmuró Paula.


—¿Lo dudabas? —replicó él, con la boca pegada a su cuello.


Pedro la mantuvo pegada a su cuerpo, soportando su peso. 


Paula estaba encantada por poder tocarlo por entero. Esas manos grandes y fuertes la habían aferrado por el trasero y se encargaban de subirla y bajarla.


De modo que se limitó a echar la cabeza hacia atrás mientras él la movía despacio y se hundía en ella hasta el fondo, como ningún otro hombre lo había hecho antes.


Cuando pensó que estaba a punto de explotar, Pedro se dejó caer sobre el colchón sin apartarse de ella. La apoyó sobre los almohadones y siguió moviéndose cada vez más rápido.


Paula ardía en deseos de gritar. Jamás había experimentado una intensidad semejante, ni la sensación de que no solo había entregado su cuerpo, sino también su corazón y su alma.


Cuando se corrió, lo estrechó tan fuerte con las piernas que temió partirlo en dos. Sin embargo, Pedro también estaba en pleno orgasmo, como atestiguaban sus estremecimientos.


Se desplomó sobre la cama, a su lado y tiró de ella para abrazarla. Paula le pasó una pierna sobre los muslos, y sintió la humedad de ese cuerpo que le parecía familiar y, al mismo tiempo, desconocido. Era el niño que conocía tan bien y el hombre al que no conocía en absoluto.


—¿Qué quieres saber sobre mí? —susurró Pedro, que le colocó una mano en la mejilla y comenzó a acariciarle el pelo con la yema de los dedos.


—¿Qué hacías para...? —comentó Paula, pero se interrumpió.


¿De verdad quería que hablara de su padre mientras estaban en la cama? ¿De verdad quería saber más cosas sobre la solitaria infancia que había tenido? ¿O debería ser como esas mujeres que les exigían a los hombres un relato completo sobre sus relaciones sexuales pasadas? En definitiva, ¿de verdad era apetecible preguntarle sobre la guapísima Alejandra mientras estaba acostada con él?


—Paula —dijo Pedro—, te contaré cualquier cosa que quieras saber. Confieso que he reservado todas las habitaciones de este sitio, porque no soportaba pensar que estuvieras aquí con otro hombre. Te contaré cómo conseguí que Borman desembuchara lo que tramaba. Te diré...


Paula se incorporó para besarlo, y sus pechos le rozaron el torso.


—¿Se te da bien investigar?


—De maravilla —contestó él con solemnidad—. Cuando quiero saber algo, llamo a Penny y le digo que lo haga. Es capaz de encontrar todo tipo de información.


—¡Oh! —exclamó Paula, que se apartó de él y se tumbó de espaldas, con una mano sobre la frente—. ¿Cómo voy a lidiar con un hombre tan mimado?


Pedro se colocó de costado y le pasó una mano por los pechos.


—Penny es una necesidad. Me libera de muchas cosas para que pueda pasar el tiempo dirigiendo las malévolas operaciones de mi padre. —Se inclinó para acariciar con los labios un pezón rosado—. Eres tan bonita como las rosas silvestres por la mañana. Rosa y blanca, en contraste con tu pelo caoba. En la vida he visto nada tan bonito como tú.


El significado de sus palabras y su forma de decirlas le robaron el aliento. Pero al mismo tiempo recordó a otra mujer.


—Eso no es lo que dice mi hermano sobre las... sobre las otras —replicó a la ligera, aunque el tema era muy serio para ella.


—¿Tu hermano? ¿Te refieres al tío que se plantó en mitad del trazado de un rally con un burro aterrorizado?


La imagen le arrancó a Paula una carcajada e hizo que su hermano pareciera lo bastante tonto como para no tener en cuenta su opinión.


Pedro comenzó a besarla en el cuello. Notaba la aspereza de su barba. Le encantaba el olor masculino de su cuerpo. 


Cerró los ojos y dejó que sus sentidos se hicieran con el control.


—Me encanta oírte reír —susurró Pedro mientras dejaba un reguero de besos sobre uno de sus hombros—. Cuando éramos pequeños, sabía que jamás conocería a otra persona tan alegre como tú. —La besó en la clavícula al tiempo que le acariciaba los pechos y después alzó la mirada—. Tu amor por la vida, lo que aprendí de ti, me ha sustentado a lo largo de los años.





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