viernes, 15 de abril de 2016

CAPITULO 22: (TERCERA PARTE)





Pedro alzó la mano para golpear con sus nudillos el ventanal del restaurante, pero Al lo vio y le abrió la puerta invitándolo a entrar.


Se había pasado muchas noches cuidando de algún paciente, y después siempre desayunaba en el local de Al. 


Aunque solía ser demasiado pronto para abrir el restaurante, Al siempre le freía unos huevos y le preparaba unas tostadas. Así que se sentaría en la barra, desayunaría y hablaría con Al mientras este preparaba las ensaladas del día.


—¿A qué viene esa cara tan triste? —preguntó Al, sirviéndole una taza de café—. Todo el mundo sabe que has pasado la noche con esa muñeca de Paula... cuando apagaron las luces, claro.


La expresión dolida de Pedro resultó tan patética que a Al se le escapó una risita.


—A ver si lo entiendo —siguió Al—. Amas a esa chica, pero ella no sabe quién eres realmente, y cuando descubra la verdad, que, según dicen, eres el tipo que casi la atropella, sabes que te odiará.


—Bueno... creo que la palabra «amar» es un poco prematura, la he conocido hace apenas unos días —respondió Pedro.


—Pues no os habéis separado desde que llegó a la ciudad. Bien, ¿qué máscara vas a ponerte hoy?


—Estaba pensando en usar un casco de motero. Le diré que la correa se ha roto y que no puedo quitármelo. 


Lanzó hacia Al una mirada interrogativa.


—¿Qué tal comportarte como un hombre, presentarte ante ella a pecho descubierto y afrontar las consecuencias?


—¡No! —exclamó Pedro, alarmado—. Eso no. Todavía no.


Al negó con la cabeza.


—Te concedo una cosa. Vosotros dos habéis compartido muchas cosas en muy poco tiempo. Dicen que anoche alguien intentó volar la ciudad. ¿Es verdad?


—Más o menos.


—¿Y que tu chica lo impidió?


—Identificó al responsable. Peter Osmond.


—¿El tipo de los seguros?


—El contable. Pero sí, ese mismo. Lo arrestaron.


Al le puso delante un plato con huevos, bacon y unas tostadas cubiertas de mantequilla. Todo aquello nadaba en grasa. Puede que no fuera muy sano, pero le supo a gloria.


—También dicen que recorriste las calles montado en uno de los caballos MacTern como en esa película, Pretty Woman...


—No fue así exactamente, pero casi —admitió Pedro.


—Y que esa chica y tú anduvisteis por los tejados de la vieja casa Haynes...


—Fue por una de las vigas interiores, no por el tejado. Pero ¿quién te ha dicho todo eso?


—Mejor pregunta quién no. Esas tres mujeres que trabajan para ti andan por ahí, contándoselo a todo el que quiera escucharlas. Siempre hablan de ti, dicen que no eres...


—¡Ni lo menciones! —estalló Pedro—. Ya sé que no soy Tomas. El guapo, encantador, adorable y siempre paciente Tomas. Es tan bueno que no sé por qué no ha ascendido ya directamente al cielo


Al se mantuvo imperturbable ante el tono furioso del médico.


—Por la misma razón por la que el diablo no te ha arrastrado a ti al infierno.


Pedro se llenó la boca con medio huevo frito e intentó calmarse.


—¿Qué puedo hacer con Paula?


—Nada, no puedes hacer nada —contestó Al—. Casi matas a esa pobre chica. Dicen que tuvo que saltar de bruces a la cuneta para evitar que la atropellases. ¿Has examinado sus heridas?


—No, no la he examinado y... —Pedro se detuvo a media frase. Sabía que Al solamente intentaba enfurecerlo—. Me gusta mucho. No me ha gustado tanto una mujer desde...


—No lo hagas, no vuelvas a revolcarte en la autocompasión —le aconsejó Al, mientras él añadía mayonesa a la ensalada de col. Aquella mayonesa era uno de los alimentos más calóricos que conocía, pero no le importaba. Y a su hambriento estómago tampoco—. La chica Chawnley te hizo un favor al abandonarte.


—Sí, ya lo sé —reconoció él, añadiendo más mantequilla a la ya saturada tostada—. Si me hubiera casado con ella, conocer ahora a Paula sería mucho peor.


Al estuvo a punto de decirle que si Pedro estuviera felizmente casado, lo más probable sería que no le interesara ninguna otra mujer, pero se contuvo. En aquel momento sentía lástima por el médico.


—¿Tan serio es? —Pedro no respondió. Se limitó a mirarle directamente a los ojos y Al soltó un largo silbido—. Todos los vejestorios os coláis tanto por una mujer que eso os acaba devorando por dentro. Me alegra que mi familia sea una «recién llegada».


Los antepasados de Al se habían instalado en la ciudad hacia 1880.


—Necesitas un plan y... ¡Oye, ya sé lo que puedes hacer! —La esperanza renació en los ojos de Pedro—. Tatúate la cara. Eso ocultará tu identidad para siempre.


Al principio, el médico frunció el ceño, pero no tardó en soltar una risita.


—Vale, me lo merezco —aceptó—. Sé que tarde o temprano tendré que afrontar las consecuencias de aquella maldita noche.


—Eso te hubiera funcionado antes, pero le has estado mintiendo varios días. Creo que cuando descubra cómo la has humillado delante de toda la ciudad, se va a poner muy pero que muy furiosa. Si en algo se parece a mi esposa, esperará a que anochezca y le prenderá fuego a la cama... contigo dentro.


—¡No sabes cuánto me animas! —replicó Pedro sarcásticamente—. Me alegra haber venido a pedirte consejo.


—Has venido a degustar mi excelente cocina y a pagar por eso —rectificó Al, con una sonrisa—. El consejo es gratis.


Pedro había terminado de comer, pero siguió sentado en el taburete.


—¿Conoces alguna casa que pueda alquilar para Paula?


—Que yo sepa, tus parientes ricos son los propietarios de casi toda la ciudad.


—Sí, pero quiero algo especial. Necesito una casa que tenga un espacio lo bastante amplio para que se puedan hacer esculturas cómodamente. Paula trabaja con barro.


Al contempló unos segundos a Pedro con los ojos entrecerrados.


—¿Te refieres a un estudio o algo así?


—Exactamente a eso.


—La mujer del viejo Gains solía hacer manualidades en un pequeño estudio situado en la parte trasera de su casa. Entre tú y yo, creo que estaba más interesada en mantenerse alejada de él que en retorcer vides y alambres, pero a los turistas parecían gustarles.


—¿Barry Gains? ¿No es el que...?


—El que ahora vive en un asilo de Richmond, sí. Cuando su esposa murió, no tenía a nadie que lo cuidara y su alzheimer empeoraba día a día.


—¿Y qué hizo con la casa?


—La tuvo alquilada hasta hace unos seis meses. Pero el tipo que la ocupaba se marchó, y de momento sigue vacía. Se supone que la agencia inmobiliaria busca un inquilino, pero no creo que se esfuercen demasiado. ¿Quieres alquilarla para Paula, como hizo Peter el Comecalabazas?


—¿A quién te refieres? —preguntó Pedro, extrañado.


—El de la canción popular. ¿No la conoces? Se supone que Peter el Comecalabazas tenía una esposa, pero esta quería abandonarlo. Así que vació una calabaza y la metió dentro para que no se marchara.


—¿Sabes que todas esas leyendas populares suelen tener una base real? Seguramente alguien encerró en casa a su esposa infiel para que no siguiera engañándolo, y algún listillo se inventó lo de las calabazas.


Al ni siquiera parpadeó.


—¿Quieres la casa para que tu chica no se vaya con otro? Mantenla ocupada haciendo pastelitos de barro.


Pedro estuvo a punto de replicar, pero cambió de idea.


—Lo que quiero impedir es que cuando descubra la verdad sobre mí se marche de la ciudad. Y deja de mirarme así. Los hombres desesperados toman medidas desesperadas. ¿Tienes el teléfono de esa agencia inmobiliaria?


—La tengo en la memoria del móvil. Mi mujer es la encargada de la agencia y, si quieres alquilarla, le diré que doble el precio porque tiene un pringado que pagará lo que sea por una cáscara de calabaza.


Pedro ni siquiera protestó. En ese momento, un alquiler abusivo era la menor de sus preocupaciones.


Cuando regresó a su coche rebuscó bajo el asiento hasta encontrar el sobre que contenía el libro de los Treeborne. Le había dicho a Paula que se lo enviaría a su amigo de Nueva Zelanda y pensaba hacerlo. Lo que no le había prometido era que no le echaría un vistazo... o que no haría una copia.


Paula creía, esperaba, que los Treeborne no la denunciarían, que si recibían su precioso libro de recetas no pondrían el país patas arriba buscándola, pero Pedro tenía sus dudas.


Seguro que estarían preocupados de que una copia de su querido libro pudiera aparecer en Internet. Si eso sucedía, los secretos de Treeborne Foods serían de dominio público. 


Y aunque solo detallase cuántos gramos de orégano utilizaba en su salsa de espaguetis, una revelación de ese tipo acabaría con cien años de campañas publicitarias. Ya no podrían seguir presumiendo de sus recetas «secretas».


Los Treeborne podían ser buena gente y, si recuperaban el libro, no le darían importancia al robo, pero por lo que sabía solían jugar sucio. Padre e hijo se habían aprovechado de una chica tan dulce como Paula sin pensarlo dos veces.


Fue a su oficina y fotocopió todo el libro; después lo envolvió e hizo un paquete en el que escribió la dirección de su amigo. Lo más probable era que nunca necesitara la copia, pero era mejor estar preparado.




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