viernes, 15 de abril de 2016

CAPITULO 23: (TERCERA PARTE)





—Es perfecta —comentó Paula, mirando a su alrededor.
La casa no era muy grande, y resultaba evidente que le hacía falta una buena limpieza y unos cuantos arreglos, pero en conjunto resultaba más que adecuada.


Tenía dos dormitorios, otros tantos cuartos de baño y una sala de estar preciosa que daba a un porche soleado. Ya se veía a sí misma sentada allí en los días lluviosos mientras Pedro...


Tuvo que apartar la mirada para librarse de aquella visión. 


En apenas unos días había pasado de un hombre a otro. 


Durante todo el verano solo había podido pensar en Gonzalo, y ahora le ocurría lo mismo con Pedro.


Todas sus malas experiencias se estaban desvaneciendo en el tiempo y el recuerdo, siendo reemplazadas por Pedro. Y es que tenía la impresión de que lo conocía de toda la vida.


Lo que más le importaba ahora, casi lo único, eran los deseos y las necesidades del médico, aunque era consciente de que no podía irse a vivir con él. ¿O sí podía?


Acababa de ver el pequeño estudio donde trabajaría, aunque no tuviera la más mínima idea de lo que iba a hacer. Pero se sentía capaz de todo, incluso de montar una pequeña tienda en la que vender sus obras a los turistas.


Volvió a contemplar pensativa la soleada habitación. ¿A quién pretendía engañar? Ella quería que Pedro se marchara de Edilean e irse con él. Le gustaría hacer la maleta y... ¿y qué? Pedro necesitaba tener a su lado a una doctora o por lo menos a una enfermera, no alguien cuyo único talento era esculpir. Claro que podía cocinar para él, y eso siempre era útil.


En el fondo sabía que estaba siendo ridícula. Pedro se marcharía dentro de dos años y medio, y de ninguna manera aceptaría a una mujer que lo retuviera allí. Karen siempre se quejaba de que su hermano era un solitario, de que, en cuanto pasaba tres o cuatro días con ellos, se sentía inquieto, nervioso, incómodo.


Paula sabía que tenía que hacer planes de futuro, que pensar en sí misma. Cuando Karen volviera de su largo viaje de bodas se quedaría a vivir en Edilean. Y cuando Maria terminase su trabajo neoyorquino haría lo propio, así que tenía cierto sentido que ella también se instalara en la ciudad. Al fin y al cabo, lo que no podía, lo que no quería, era regresar a su ciudad natal. El nombre de los Treeborne estaba en todas partes, y Paula no deseaba volver a verlo jamás.


Además, cuando Lisa se licenciara, su mundo y sus expectativas habrían cambiado, y parecía dudoso que quisiera volver allí. ¿Qué le esperaba a Paula si se instalaba en su ciudad natal? ¿Cuidar de su odioso padrastro? ¿Ver cómo Gonzalo se casaba y tenía hijos? ¿Aceptaría su familia ir a un restaurante en el que Paula trabajara y que ella les sirviera la comida?


La mujer de la agencia esperaba una respuesta. Era una mujer pequeña y delgada hasta el punto de parecer demacrada. Paula no se la imaginaba como la esposa del orondo propietario del restaurante. La pierna izquierda de Al pesaba más que toda aquella mujer.


—De acuerdo, me la quedo —dijo por fin.


—Aquí tengo un contrato de arrendamiento —le informó la mujer—. Si me lo firma, puedo entregarle las llaves ahora mismo.


—No tengo talonario de cheques, todavía no me lo han dado —se lamentó Paula. No se atrevía a usar la pequeña cuenta que tenía en el banco de su ciudad natal. Sus propietarios eran los Treeborne, y no les resultaría difícil rastrear el pago hasta Edilean—. Y aún no he cobrado mi primer sueldo aquí, así que...


—No importa. El doctor Pedro responde por usted y eso nos basta.


Paula dio media vuelta para que la mujer no se percatara de su ceño fruncido. No le gustaba depender de nadie, y menos de un hombre. Acostarse con uno una noche, y al día
siguiente alquilar una casa gracias a él, hacía que se sintiera... digamos que poco virtuosa. Si la mujer le hubiera dicho que Pedro le pagaría el alquiler, sencillamente se habría marchado de allí, pero solo estaba confirmando que trabajaba para él y que no desaparecería de improviso dejando el alquiler sin pagar. Podía haber sido perfectamente Karen la que le proporcionara referencias.


—En cuanto cobre, pagaré el depósito de la casa —prometió Paula.


—Oh, no hace falta ningún depósito. De hecho, el propietario está encantado de que alguien viva en una casa que no utiliza. El alquiler se paga el último día de cada mes. 
Envíeme un cheque a la agencia o déjelo en el restaurante.


Paula firmó el contrato y la mujer le dio las llaves, la felicitó por su elección y se marchó.


Paula permaneció inmóvil unos segundos. ¡Todo estaba pasando tan deprisa...! Primero, Gonzalo; después, Pedro, y ahora... La verdad es que no sabía exactamente cómo acabaría todo; en su mente todavía fluctuaban imágenes del frustrado intento de robo, de la fiesta de máscaras y... bueno, y de la noche pasada con el hombre al que nunca le había visto la cara.


Estudió la pequeña cocina. Era bonita, pequeña pero con una despensa sorprendentemente grande que podía serle muy útil. No pudo reprimir una sonrisa al pensar en las comidas que prepararían Pedro y ella juntos en aquella cocinita. ¿Seguirían conservando la casa aunque viajaran mucho?


Negó con la cabeza ante la idea. Había pasado una noche con un hombre, y ya planeaba pasar toda la vida junto a él.


Mantuvo la sonrisa mientras recogía el bolso. A veces le suceden cosas buenas a la gente. No a ella, al menos no hasta ahora, pero quizá su suerte estaba cambiando.


Tomó la autopista en su coche alquilado y se dirigió hacia Edilean. La casa estaba a un par de kilómetros del centro de la ciudad, y Paula pensó que esa distancia le serviría para hacer un poco de ejercicio diario. Pero no ese día. Lo que quería en esos momentos, lo que ansiaba, era ver a Pedro


Y ese reconocimiento hizo que su sonrisa se ampliara. Sí, ansiaba verlo. Por un instante se vio junto a Pedro diciéndole entre risas a la gente que tenían... ¿qué? ¿una relación seria?, antes incluso de haberse visto las caras. Sería una historia realmente romántica.


Aparcó tras la consulta de Pedro. Esa mañana se había sentido un tanto decepcionada al despertarse y encontrar la cama vacía, pero lo comprendió. Seguramente había tenido una emergencia médica. En ese preciso momento podía estar salvándole la vida a alguien o ayudando a traer otro niño a este mundo.


Aunque era domingo, la puerta trasera de la clínica estaba abierta, por lo que Paula pensó que habría alguien. Al entrar oyó el suave cliqueteo de un teclado. Debía de ser una de las mujeres que trabajaban para Pedro, parte de su encantador séquito.


Cruzó silenciosamente el vestíbulo y subió la escalera hasta el apartamento. Había pensado hacer la comida y tenerla preparada para cuando volviese de donde hubiera tenido que acudir. La puerta del apartamento también estaba entreabierta y terminó de abrirla procurando no hacer ruido para no alertar a quien estuviera abajo. Las tres mujeres siempre se habían mostrado muy predispuestas a ayudarla y a proporcionarle todo aquello que necesitara. Pero a veces resultaban un poco... casi entrometidas. Parecían tener miedo de que Paula hiciera algo que ellas no pudieran controlar.


«¿Algo como qué?», pensó, pero no tenía respuesta. Quizá solo querían asegurarse de que nadie le hiciera daño a su querido doctor Pedro.


La puerta no hizo ningún ruido al abrirse y penetró en el apartamento. Para su deleite, lo primero que vio fue a Pedro. Estaba estirado en el sofá, durmiendo, con el brazo cruzado sobre la cara para proteger sus ojos de la luz. 


Sonrió y no pudo resistir la tentación de apartarle el brazo, quería acurrucarse junto a él.


Llevaba unos vaqueros y una camiseta, y ella no pudo evitar el recuerdo de la noche pasada juntos y lo bien que conocía su cuerpo. Recordó cómo recorrió el pecho con sus manos, cómo acarició los músculos de sus fuertes brazos, pensó en la boca del médico besando su cuerpo y en el placer que le proporcionó. Pedro era mil veces mejor amante de lo que Gonzalo creía ser. La noche anterior llegó a creer que los dos estaban... bueno, «casi» enamorados.


Pedro se movió entre sueños y bajó el brazo.


Paula sintió que el tiempo se detenía, no se movió mientras sus ojos se desorbitaban al descubrir su rostro. Era un hombre muy guapo, muy atractivo, conocía perfectamente la mitad inferior de su rostro y, aun estando a oscuras, lo habría reconocido al tacto.


Pero ahora no se encontraban en la oscuridad, y el hombre que dormía en el sofá era el que conducía el coche que casi la atropelló. Era el hombre sobre el que había vertido una jarra de cerveza.


Lo primero que pensó fue que todos lo sabían. Todos. 


Facundo, el pastor baptista, la acompañó a casa de Karen, y ella le había contado que estaba en Edilean para trabajar con el doctor Pedro; por tanto, Facundo sabía que acababa de empapar de cerveza a su jefe.


Las mujeres que trabajaban para Pedro también lo sabían. 


Ahora comprendía el motivo de que procuraran mantenerla en el apartamento, lejos de la consulta, y estuvieran tan deseosas de hacer todo lo que fuera por ella. No querían que circulase por la ciudad, ya que podría descubrir la verdad.


«¿Por qué? —se preguntó—. ¿Por qué se pusieron todos de acuerdo en mantener el secreto?»


No sabía la respuesta, y en aquellos momentos se sentía demasiado humillada para que le importase.


Echó una última ojeada a Pedro, que seguía durmiendo tranquilamente, y salió del apartamento. 


Quienquiera que estuviera en la consulta seguía allí, tecleando en el ordenador, pero no quería ver a nadie ni que la vieran. Solo quería irse de Edilean y no volver nunca más.


Cuando llegó a su coche apoyó la cabeza en el volante, desalentada, pero solo durante un segundo. La alzó de inmediato dispuesta a rehacerse. Si se dejaba arrastrar por aquel sentimiento de humillación, empezaría a llorar. Y en cuanto empezara, no podría parar.


Primero tenía que ir a casa de Karen y recoger todas sus cosas. Al acordarse de su «amiga», un ramalazo de furia se apoderó de ella. Estaba segura de que alguien tenía que haberle contado lo que estaba pasando entre Pedro y ella, pero no le había dicho ni palabra, aunque Pedro era su hermano y ella solo una compañera de cuarto, desaparecida de su vida años atrás.


Temblaba mientras se dirigía a casa de Karen, pero frenó en seco. ¡El alquiler de la casa! Apenas un par de horas antes había firmado un contrato de arrendamiento por todo un año, creyendo que podría compartir aquella casa con un hombre. 


Un hombre que había resultado ser el mayor mentiroso de todos los tiempos.


Paula giró a la izquierda y se dirigió al restaurante de Al. Su esposa había sugerido que dejara los cheques del alquiler en el restaurante. ¿La demandarían en caso de querer rescindir el contrato? De ser así, que se pusieran a la cola tras el imperio culinario de los Treeborne.





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