viernes, 15 de abril de 2016
CAPITULO 21: (TERCERA PARTE)
Pedro volvió a llenar la copa de champán de Paula.
—Deberías sentirte bien —dijo él—. Si hubiera dependido de mí, nos habríamos ido antes de descubrir a Osmond.
Estaban en casa de Karen, y el teléfono móvil de Pedro no había dejado de sonar. Mike los mantenía informados de todo lo que iban averiguando.
—Así que era contable... —comentó Paula, dándole un sorbo a su segunda copa.
—Sí, por eso sabía mucho sobre las finanzas de gran parte de la ciudad. Incluso mis padres recurrieron a él para que gestionara su plan de jubilación.
La encimera de la cocina los separaba. Pedro seguía llevando aquella maldita máscara y ella estaba harta.
—Quítatela —dijo en un tono exigente.
—¿Qué?
—Quítate la máscara. Ha llegado el momento de la gran revelación. —Pedro quiso interrumpirla, pero ella lo obligó a callar alzando una mano—. No me importa si tienes la cara llena de cicatrices o si eres el hombre más feo del mundo. Quiero verte.
Pedro dejó la copa sobre la encimera y lenta, muy, muy lentamente, se llevó las manos a la nuca para desatar la cinta que sostenía su máscara.
—¿Quieres que te ayude? —preguntó ella.
—Sí, claro —aceptó. Y su voz dejaba traslucir tanta desesperación que Paula sintió que su corazón se desgarraba.
Contorneó la encimera para llegar hasta él. Pedro estaba sentado en un taburete, de modo que sus rostros quedaban a la misma altura. Paula luchó con el nudo de las cintas.
—¿Quién te la ató?
—Yo mismo —admitió, abatido, como si se encontrara ante un pelotón de fusilamiento—. Tenía miedo de que se me cayera, así que hice un doble nudo.
—Y triple. Y cuádruple —susurró ella, intentando animarlo—. Creo que hay unas tijeras en el cajón y...
Pedro tomó las manos de la chica entre las suyas.
—Paula, tengo que confesarte algo...
De repente, las luces se apagaron y se encontraron en la más absoluta oscuridad.
—¿Sabes dónde están los fusibles? —preguntó ella.
—En el estudio de Karen. Quédate aquí, iré a echarles un vistazo.
Cuando Pedro estaba a punto de abandonar la cocina, sonó su móvil. Colin Frazier, el sheriff, le había enviado un mensaje de texto que Pedro tardó todo un minuto en comprender.
—¿Qué ocurre? —Paula se interesó.
—No estoy seguro. Parece que todo el barrio se ha quedado sin luz.
Paula se dirigió a la puerta principal y la abrió.
Efectivamente, no se veía luz en ninguna de las casas circundantes.
—Todo está oscuro. Todas las luces...
No pudo terminar la frase porque Pedro había cruzado la sala a grandes zancadas y la había rodeado con sus brazos.
—Hoy estuviste maravillosa —exclamó, poniendo las manos en los hombros de la chica—. Caminaste por una estrecha viga de madera como si estuvieras haciendo una
prueba para ingresar en el Cirque du Soleil.
—Estaba muerta de miedo —confesó, alzando las manos para tocarle la cara—. Oh, te la has quitado.
Era la primera vez que sentía su piel sin la molestia de la máscara. Recorrió con la punta de los dedos sus mejillas, su nariz, el contorno de sus ojos. Él los cerró mientras le acariciaban primero los párpados y después las cejas.
—Creí que quizá te habías quemado la cara o que tuviste un accidente y...
—No. Estuve a punto de morir un par de veces, pero conseguí salir indemne. Paula, yo...
Ella supo lo que pretendía decir. Entre ellos se había creado un vínculo mayor que el que nunca hubiera sentido antes.
Tiempo atrás creyó estar enamorada de Gonzalo, pero en los meses que duró su relación no lograron compartir nada parecido a lo que ahora la unía a Pedro. No hacía mucho que se conocían, pero, en términos de experiencia vital, tenía la impresión de que fueran años.
Ella alzó la cara, ofreciéndosela para que la besara. Los labios de Pedro descendieron y ella sonrió expectante, feliz.
Cuando aquellos labios rozaron los suyos, sintió que una descarga eléctrica recorría todo su cuerpo. Retrocedió un paso para mirarlo, pero ni siquiera pudo vislumbrar el contorno de su cara debido a la oscuridad.
—¡Oh! —fue lo único que pudo exclamar.
—¡Santo cielo! —balbuceó Pedro—. Así que esto es lo que ellos...
—¿Quiénes? ¿Qué?
—Los juglares y todas sus tontas canciones, o mis primos, que me aburrían con sus cuentos sobre el amor verdadero.
Paula comprendió de qué estaba hablando porque ella sentía lo mismo.
Dudaron por un momento inmóviles, ciegos en medio de la oscuridad, hasta que ambos reaccionaron al mismo tiempo.
No pensaron coherentemente, no fueron del todo conscientes de lo que estaban haciendo, pero el vestido de Paula se deslizó con facilidad de sus hombros y Pedro gruñó al sentir el contacto de sus senos. Fue un sonido gutural, primario, que surgió de lo más profundo de su interior.
Pedro dejó caer el abrigo al suelo y luchó ansiosamente con los botones de su camisa. Lo único que Paula tenía en mente era su deseo de tocarlo, de sentir el contacto de piel contra piel.
Cuando por fin consiguió librarse de la camisa, Paula recorrió su pecho con las manos, un pecho maravillosamente esculpido que ya había intuido al verlo acercarse con su caballo. Pectorales, abdominales, todos sus músculos estaban perfectamente dibujados. Como escultora, admiró aquella obra de arte.
—¿Todo bien? —susurró él, mordisqueándole suavemente la oreja.
—Quiero modelarte en barro.
—Por mí, de acuerdo. Podemos llenar de barro la piscina, la cocina... lo que quieras. Paula, eres la mujer más hermosa que he conocido nunca.
Sus labios se unieron, y ella ahogó un gemido cuando Pedro alzó en vilo su cuerpo desnudo y la tendió en el sofá. Cuando se tumbó sobre ella, su cuerpo se arqueó de puro placer.
«Protección», pensó. Gonzalo y ella siempre habían usado protección, pero ahora... con aquel hombre... Fue lo último que cruzó por su mente antes de que la penetrara
suavemente. Rodeó frenética la cintura de Pedro con sus piernas para apretarlo todavía más contra ella.
El médico se tomó su tiempo. Sus movimientos eran lentos y profundos, y Paula se dio cuenta de que le resultaba difícil contenerse. Que él se preocupara por su placer hacía que disfrutara todavía más.
A medida que llegaba el crescendo, todo pensamiento racional abandonó a Paula sustituido por un torrente de sensaciones. Solo existían aquel hombre y aquel momento.
—No podré aguantar mucho más —confesó él, con un leve tono de angustia en su voz.
—Por favor, no lo hagas —respondió Paula, abrazándolo con todas sus fuerzas.
Sus embestidas largas, profundas, la elevaron hasta unas cumbres de placer como nunca antes había sentido. Jamás experimentó tanto deseo, tanta necesidad de otro ser humano. Un aluvión de imágenes cruzaron por su mente: Pedro a caballo, Pedro en la escalera de hierro alzando los brazos para recibirla cuando saltara, Pedro riendo, Pedro besándola, Pedro, Pedro, Pedro...
Alcanzaron el orgasmo al mismo tiempo con los cuerpos entrelazados, unidos en la forma más pura y más antigua del mundo, labios contra labios, aliento contra aliento, piel contra piel.
—Paula, creo que quizá... —vaciló, sin terminar la frase.
Ambos sabían que era demasiado pronto para hablar de emociones y sentimientos.
Un minuto después, ella volvía a estar entre sus brazos, y Pedro la llevaba al dormitorio.
—No le digas a mi hermana que he usado su dormitorio para...
—¿Para qué? ¿Qué planeas hacer en la cama? —preguntó Paula, sonriendo y fingiendo ingenuidad.
—Todo lo que se me ocurra —respondió él, tumbándose junto a ella y besándola en el cuello—. Soy médico, así que primero planeo realizarte el reconocimiento físico más minucioso que te hayan hecho en tu vida. Quiero conocer hasta el último centímetro de tu cuerpo.
—¿Y qué me dices de ti? —preguntó ella, girándose hacia él y acariciándole el costado, rozando con la punta de sus dedos todos y cada uno de los contornos de sus músculos—. Examíname todo lo que quieras, soy tuya.
Él volvió a besarla y sus manos recorrieron el cuerpo de la chica. Tocándola unas veces, acariciándola otras, transportándola a un grado de deseo jamás soñado.
Tres horas después tuvieron que detenerse para descansar.
Cansados, exhaustos hasta más allá de lo imaginable, se acurrucaron juntos, sudorosos y saciados, dormitando intermitentemente.
—Búscanos una casa —susurró Pedro en la oreja de la chica.
—Buscaré una para ti —respondió ella sin abrir los ojos.
Nunca se había sentido tan feliz y tan plena en toda su vida.
Aquel hombre, al que nunca le había visto la cara, la había hecho sentir que podía conquistar el mundo, que cualquier cosa era posible. Quería quedarse entre sus brazos para siempre.
—Para nosotros —corrigió Pedro—. Para ti y para mí, para los dos.
—Mmm... —fue todo lo que ella consiguió responder.
Tenía los glúteos pegados a su masculinidad y el contacto le parecía muy agradable, muy sensual. No era precisamente una virgen, pero así se sentía. Nunca había pasado una noche entera con un hombre. Siempre tenía una visita pendiente o un trabajo que terminar.
Pedro volvió a besarle delicadamente el cuello y se apretó todavía más contra ella.
—Podemos ser compañeros de cuarto, si quieres —logró articular Paula, comprendiendo por fin lo que le estaba proponiendo—. Me gustaría que nos viéramos fuera de esta casa, aquí me siento como una especie de invasora. Pero ¿vivir juntos? No, es demasiado pronto.
—Sé que es demasiado pronto, pero me conozco. Sé cuando algo encaja, sencillamente lo sé. He tenido un montón de... Bueno, he conocido a bastantes mujeres, pero siempre había algo que me frenaba.
No hacía falta que explicara sus razones, ella las conocía muy bien: una vez, solo una vez, se había entregado por completo a una mujer, para encontrarse la traición y el abandono por respuesta. No era fácil superar un rechazo así... como bien sabía por experiencia propia.
—Paula, tú sacas lo mejor de mí. Haces que quiera ser... ser amable con la gente.
Ella no pudo contener una carcajada.
—Ya eres amable con la gente.
—No mucho, lo reconozco, pero ese no es el tema. Quiero que me conozcas mejor. Quiero que conozcas al verdadero Pedro.
—¿Este de ahora no es el verdadero Pedro? —le provocó ella, acariciándole el pecho.
—No —reconoció él. Y hablaba en serio—. Hay cosas en mí que no te van a gustar.
—Yo he robado un libro de cocina —soltó de repente Paula. Y se arrepintió al instante, tapándose la boca con la mano.
Pedro rio abiertamente.
—No creo que llevarte un libro de una librería sea...
—¡No! —le interrumpió ella, y dio media vuelta para encararlo. El dormitorio estaba demasiado oscuro para poder verle la cara, pero intuía que la estaba mirando—. El verdadero nombre de Earl es Lewis Gonzalo Treeborne III, el heredero de la fortuna Treeborne. Y robé el libro de recetas de su familia.
Pedro tardó un momento en reaccionar.
—¿Estás hablando del libro que los anuncios de Treeborne Foods dicen que es la base de todos sus platos?
—Sí —admitió ella.
Su cuerpo se tornó rígido y, de repente, su cercanía se le antojó demasiado íntima. Pero cuando intentó separarse un poco, se encontró con la resistencia de Pedro. No sabía por qué había confesado su robo, ahora pensaría que era una persona horrible.
—Supongo que ese es el paquete que quieres que le envíe a mi amigo...
Paula asintió con la cabeza. Ante su asombro, Pedro soltó una carcajada.
—¡No es divertido! —protestó—. ¡Soy una ladrona!
Él intentó controlarla, manteniendo su abrazo.
—Me dijiste que te calificó de... ¿cuáles fueron sus palabras exactas?
—Un rollo de verano.
—Eso significa, supongo, que tenía otra relación más seria.
—Oh, sí, ya lo creo. Una chica llamada Traci. Su padre y el de Gonzalo son amigos.
Pedro dejó de reírse cuando se dio cuenta de lo que el tal Gonzalo le había hecho a Paula. Un niñato rico la utilizó para después desecharla sin miramientos cuando llegó el momento de afrontar asuntos más serios.
—Lo siento —dijo sinceramente—. No tenía que haberte pasado algo así. Ni a ti ni a nadie, ya puestos. ¿Has hecho una copia del libro?
—¡Claro que no! —respondió, indignada—. Además, está escrito en código.
—¿En código?
—Eso creo. O puede que sea en un idioma que no he visto nunca.
—¿No estará escrito en italiano?
—Eso es lo que dicen en Treeborne Foods, pero ¿quién sabe?
Pedro calló unos segundos, acariciando casi de manera automática el pelo de la chica. Se habían tapado con la colcha y el ambiente era agradablemente cálido.
—¿Crees que Gonzalo y los suyos te estarán buscando?
—Es posible, pero no sabe dónde. Me he dado cuenta de que, en el fondo, no lo conozco tanto como pensaba. Creía que sí, pero no es verdad.
—A mí me parece que lo conoces bastante bien —la contradijo Pedro—. Miente sin importarle las consecuencias. Su padre es dominante, y él, codicioso. Para conseguir su parte de la compañía, probablemente aceptará casarse con quien más convenga a los intereses de la compañía. ¿Voy bien encaminado?
—Perfectamente —admitió Paula.
—¿Y dónde tienes el libro ahora?
—Escondido a plena vista en un cajón del escritorio de Karen —confesó ella—. Estoy deseando perderlo de vista.
—Yo me encargaré de eso.
Paula sonrió en la oscuridad, y esas palabras la tranquilizaron tanto que el sueño empezó a vencerla. El contacto con Pedro era tan cálido y hacía que se sintiera tan segura que no tardó en dormirse.
Él se dio cuenta y no le habría importado imitarla, pero no podía. Estaba completamente despejado y su mente saltaba incontrolada de uno a otro de los acontecimientos ocurridos en los últimos días.
Paula había trastocado todo su mundo. Hacía apenas una semana, solo podía pensar en los días que faltaban para perder de vista Edilean. Se quejaba de las «X» del calendario de Bety y de cómo ansiaba el regreso de Tomas, pero lo cierto era que Pedro también vivía pendiente de ese calendario, también contaba esos días, también repasaba una y otra vez el tiempo que faltaba para dejar la consulta y marcharse a... ¿adónde? ¿A vagar de una ciudad a otra, de un peligro a otro?
A veces se sentía tan solo, echaba tanto de menos tener un hogar, que le entraban ganas de hacer las maletas y desaparecer.
Besó la frente de Paula y la acomodó en sus brazos. Ella le hacía sentir como si su vida tuviera sentido, como si tuviera un lugar al que ir.
Cuando Paula dio media vuelta sin despertarse, se deslizó fuera de la cama, abrió el cajón de la mesita de noche y sacó una linterna. Siempre había sabido que estaba allí, pero no se lo había contado a la chica.
Cruzó el salón hasta el estudio de Karen, abrió el cajón del escritorio y se apoderó del destrozado sobre que contenía el libro de recetas. No tardó en vestirse y abandonar la casa.
Necesitaba comer algo. Comer algo y charlar con alguien.
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