domingo, 17 de abril de 2016

CAPITULO 28: (TERCERA PARTE)






Fue la mejor cita que había tenido en toda su vida. En la universidad —y después— había salido con chicas que esperaban que él, un Treeborne, les ofreciera lo mejor de lo mejor: vino, comida, entretenimiento... Por tanto, lo exigían. 


Quizás esa constante expectación, esa constante exigencia, fue lo que hizo que nunca se tomara en serio a ninguna mujer. Nunca le duraban más de seis meses.


La visita al supermercado con Paula fue muy ilustrativa. 


Había asumido que sería él quien lo pagara todo; más todavía, pensó en decirle que cargara en su cuenta todo lo que quisiera. ¿Sería como esas mujeres de los programas televisivos que solían llenar los carritos de la compra con jamones y pavos? Si lo era y él complacía sus caprichos, puede que acabara tan agradecida que podrían usar el asiento trasero de su coche.


Pero cuando estuvieron en la tienda y él colocó unas frambuesas en el carro, Paula las devolvió rápidamente al estante.


—Demasiado caras —objetó.


—No importa —respondió sonriendo—. Coge lo que quieras, pago yo.


Paula le dirigió una mirada tan fría que hasta sintió cómo enrojecían sus orejas.


—Solo compro lo que puedo permitirme —escupió con los dientes apretados.


Gonzalo se quedó tan desconcertado que solo pudo pestañear.


—¿Por qué no me esperas en el coche? —sugirió la chica tranquilamente, intentando no atraer la atención del resto de clientes.


Era tarde y había poco público, pero todos sentían curiosidad al toparse con un Treeborne.


—Mejor todavía —insistió Paula—. Márchate y ya llamaré a un taxi.


—Dicen que tiene gripe —fue lo único que Gonzalo pudo replicar, refiriéndose al único taxista de la ciudad.


Paula no se rio, se limitó a seguir empujando el carrito hasta que él se interpuso.


—¿Y si prometo portarme bien?


—¿Podrás?


—Seré tu esclavo y te obedeceré en todo.


La chica frunció el ceño y señaló el mostrador de la fruta.


—Entonces coge media docena de limones y una docena de manzanas... No, de esas no. De las pequeñas. ¿Es que no te fijas en los precios?


—No, la verdad es que no —reconoció él, aceptando la bolsa de plástico que le tendía Paula—. Excepto en las joyerías. Ahí suelo tener cuidado. Alguna de esas piedrecitas pueden arruinar a un hombre.


Paula le ofreció la sombra de una sonrisa.


—Sí, a mí suele pasarme a menudo. Coge un par de calabacines.


Cuando Gonzalo dudó, ella se inclinó hacia él para mirar por encima de su hombro.


—¿Te gustan estos?


—No. Esos.


—¿Los amarillos?


—No, los... —Se interrumpió al darse cuenta de que tenía sus senos apoyados en la espalda del chico. Pero Gonzalo se encogió de hombros con tanta inocencia que Paula no tuvo más remedio que sonreír.


Siguieron así durante una hora y media, con Gonzalo haciendo preguntas curiosas sobre artículos que no le importaban un pimiento. Solo quería estar junto a Paula, disfrutar de su voz suave, de su rostro precioso, de su cuerpo escultural. 


Tenía la sensación de que hacía toda una vida que solo oía hablar de negocios, negocios y más negocios.


En la sección de productos congelados tuvo una revelación. 


Había empezado a coger algunos cuando Paula se le acercó y le instruyó sobre la diferencia entre los artículos buenos y los malos. Incluso le explicó que a algunos de los considerados «malos» podían aplicársele intrincados métodos de cocinado que los mejoraban, métodos que los paquetes no se molestaban en explicar. También le explicó que había otros, cuyo sabor era tan horrible que no quería tener nada que ver con ellos.


—De todas formas, prefiero los productos frescos —comentó, y se alejó caminando.


Gonzalo miró las cajas de cartón a través de las puertecitas de cristal que conservaban el frío, y memorizó las que le había señalado la chica.


—¿Cómo sabes tanto sobre... esos productos?


Casi se le había escapado «nuestros» productos.


—Todo el mundo que trabaja para tu familia lo sabe.


—Entonces ¿por qué no lo sabemos nosotros? —insistió atónito, como si pensara que le estaba gastando una broma. La familia Treeborne gastaba una fortuna en investigación para que la gente consumiera sus productos.


—No contratáis a gente de esta ciudad para puestos de responsabilidad, aquellos cuyas opiniones son tenidas en cuenta, ¿recuerdas?


Finalmente la acompañó a su casa e insistió en cargar con la compra hasta la cocina, pero ella se negó. Cuando intentó arrancarle otra cita, Paula se lo sacó de encima diciendo que tenía mucho trabajo pendiente y no podía perder el tiempo en citas. Gonzalo se marchó sin un mísero beso de buenas noches.


Cuando Gonzalo llegó a su mansión, llamó por teléfono al chófer de su padre, que ya estaba durmiendo, y le dijo que se encargara de llenar el depósito de gasolina del coche de Paula.


—Necesito que te encargues de eso antes de las cinco de la mañana.


—Sí, señor.


Gonzalo colgó y tecleó en su ordenador todo lo que Paula le había contado sobre los alimentos congelados. Por la mañana convocó a todos los jefes de departamento y les dijo que había estado investigando Treeborne Foods meses enteros y que sus conclusiones estaban en los folios que les iban a repartir. Dicho lo cual, dio media vuelta y abandonó la sala de reuniones.


Todos los reunidos se quedaron asombrados, con la boca abierta. Hasta entonces, Gonzalo nunca había tenido ninguna iniciativa.


Durante el resto de la semana esperó todos los días a que Paula terminara su jornada de trabajo.


Al principio ella lo ignoró, yendo directamente hacia su destartalado coche y marchándose sin dirigirle ni una sola mirada. Durante varios días intentó los acercamientos habituales: flores, bombones... incluso un brazalete de oro, pero todo le fue devuelto. La octava noche, cuando apareció sin ningún regalo bajo el brazo, por fin logró hablar con ella. 


Mejor dicho, cuando ella aceptó escucharlo.


Unas horas antes, Gonzalo había discutido seriamente con su padre. Por regla general, discutir con Lewis Treeborne consistía en que él gritaba mientras tú permanecías sumiso y con la cabeza agachada.


—Como si fuésemos una manada de lobos —resumió un empleado.


Aquel día, Lewis había vertido sobre su hijo, sin una razón concreta, toda la rabia que bullía en su interior. Gonzalo, simplemente, estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado.


Como todos los abusadores, Lewis se sintió mejor después de inocular todo su veneno, pero su víctima, Gonzalo, quedó completamente devastado.


Condujo hasta la ciudad y aparcó en el espacio que ya le era habitual. Apenas se dio cuenta de la llegada de Paula. 


Normalmente, solía preparar un discurso de los motivos por los que debía salir con él, pero esa noche no se le ocurría ninguno. Paula le había dado las buenas noches al pasar en dirección a su coche e intentaba ponerlo en marcha. Cuando miró hacia Gonzalo, lo descubrió apoyado en su coche y mirando absorto la noche.


Salió del coche y le preguntó qué le ocurría.


—Nada —dijo, abriendo la puerta del coche para irse—. Lo siento, esta noche no te he traído ningún regalo, pero... Olvídalo. No pienso molestarte nunca más.


Ya tenía metida una pierna dentro del vehículo cuando ella habló:
—Necesito ir a comprar al supermercado. ¿Te importaría llevarme?


Gonzalo no entendía nada.


—¿Te ha vuelto a fallar tu coche?


—No. —Y pensó cuidadosamente sus siguientes palabras—. Dicen que tu padre y tú habéis tenido una bronca. ¿Quieres que hablemos?


El chico se dejó caer pesadamente en el asiento del conductor.


—¿Es que esta ciudad se entera de todo lo relacionado con los Treeborne?


—Si es público, sí.


No le dijo que, en el restaurante, se comentaba la bronca de Lewis Treeborne a su hijo entre burlas y risotadas. Todo el mundo pensaba que Gonzalo era un pelele mimado y echado a perder. «Es demasiado cobarde para plantarle cara a su viejo», era el consenso general.


Paula creía que probablemente era cierto, pero sabía lo que significaba encontrarse en una situación en la que otra persona tiene el control. Y sabía que no debía involucrarse, dado que aquel chico era un Treeborne, pero también era un ser humano y ahora parecía tan triste que no podía dejarlo solo.


—En la I-40 hay un bar que...


—Lo conozco —cortó él—. Sube.


Ese fue el principio. Por primera vez en su vida, Gonzalo podía tener a una mujer como amiga. En los meses siguientes le contó toda su vida, la relación especial con su madre y cómo lo protegía de su padre. A cambio, Paula le detalló cómo había conseguido mantener a su hermana lejos de las garras de su padrastro.


Esa sensación de compartir un problema familiar los llevó a la amistad, la amistad los llevó al sexo, y el sexo los llevó al amor. Para Gonzalo, aquel fue el mejor verano de su vida. 


Su padre casi nunca estaba en casa y la fábrica la dirigía gente competente, así que pasaba mucho tiempo con Paula.


Al principio, la negativa de la chica a aceptar su dinero resultó ser un problema. Lisa consiguió trabajo en el Dairy Queen y, gracias a ese trabajo y a las propinas, la chica pudo limitarse a dos empleos, que de todas formas le ocupaban la mayor parte del día. Gonzalo empezó a concebir formas ingeniosas de pasarle dinero a la chica: turistas que dejaban veinte dólares de propina, ventas maravillosas que permitían a los jefes de Paula aumentarle el sueldo...


A finales de verano, la economía de la chica había mejorado tanto que podía permitirse pasar días enteros con Gonzalo.


Casi nunca salían de la ciudad, pero no frecuentaban aquellos lugares donde Gonzalo pudiera ser reconocido, aunque eso no le importaba a ella. Solían pasar horas en una destartalada casita de verano, perdida en un rincón de la finca Treeborne. Tenían una barca, un lago y un bosque por el que pasear. Pasaban las tardes leyendo, hablando o simplemente tumbados al sol. Hacían el amor a menudo, siempre tranquilamente, con ternura.


Por primera vez desde que muriera su madre, Gonzalo sintió que alguien se preocupaba de él. No de su dinero, sino de él.


El único borrón en aquel verano fue la certeza de que tenía que casarse con otra. En septiembre intentó hablar con su padre sobre lo que veía como una condena a cadena perpetua, pero Lewis Treeborne no quiso saber nada.


—¡No puedes casarte con esa chica! —exclamó rabioso, antes de calmarse y cambiar su tono de voz a otro de preocupación—. Ahora puedes pensar que la quieres, pero solo porque os ocultáis en el bosque y coméis con los dedos. ¿Cómo te sentirías si tuvieras que llevarla a la ópera? ¿Se dormiría en medio de la obra, o se levantaría aullando y dando patadas al suelo como si asistiera a un partido?


Lewis apoyó una mano en el hombro de su hijo. Un gesto muy raro en él.


—He visto a la chica en cuestión y reconozco que es un bombón, pero es una pueblerina y nunca llegará a más. Créeme, si te casas con alguien así, en seis meses te avergonzarás de que te vean con ella. Todos tus amigos, tan modernos y sofisticados, se reirán tanto de ella que acabará cortándose las venas. ¿Quieres hacerla sufrir así? ¿Esa es tu idea del amor?


Lewis le apretó afectuosamente el hombro y dio media vuelta sonriendo. ¡Maldita sea, qué manipulable era su hijo! Palmer quería casar a su hija drogadicta con «un hombre bueno y limpio», y Gonzalo iba a ser ese hombre le gustase o no.


De ser necesario, Lewis haría que aquella chica desapareciera. Salió de la habitación sin dejar de sonreír.


Tal como había planeado, las palabras de Lewis plantaron su semilla en la mente de su hijo, y este empezó a mirar a Paula bajo una luz distinta. Ella sabía que estaba siendo constantemente juzgada y se preguntó por qué. Se respondió a sí misma que Gonzalo iba a tomar la decisión más importante de su vida y no le extrañaría que fuera la de casarse, así que solía bajar la cabeza y sonrojarse. Había empezado a creer, equivocadamente, que ella era la elegida.


Al final, Gonzalo sucumbió a los deseos de su padre; para enfrentarse a él hacía falta más valor del que tenía. Cierta noche coincidió con Victoria en una cena formal organizada por su padre. Se sentó frente a ella y se fijó en que, por lo menos, sabía usar el cuchillo de pescado correctamente. 


Llevaba un vestido que seguramente costaría el sueldo anual de un trabajador normal, y los diamantes brillaban en sus orejas y sus muñecas. Por la cabeza le pasó una visión fugaz de Paula y él sentados en el suelo de la casita de verano, comiendo costillas a la barbacoa con la cara manchada de salsa, y se preguntó cómo se comportaría la chica en una cena como aquella. ¿Se sentiría confundida con tanto cubierto y tanta cristalería?


Tras esa noche empezó a marcar distancias con Paula, pero intentando que no se notase demasiado. En la que sabía que era su última noche, ya estaba plenamente convencido de que su padre tenía razón, pero parte de él se sentía tan incómodo, tan injusto, que decidió compensarla enseñándole el libro de cocina de los Treeborne. Por lo menos, podría contarles a sus nietos que lo había visto...


Lo que Gonzalo no previó fue lo desgraciado que se sintió tras la ruptura. Cada vez que se encontraba con la mujer con la que iba a casarse para pasar algún tiempo juntos, la comparaba mentalmente con Paula.


Apenas tardó unos cuantos días en comprender que había cometido una enorme equivocación. Fue a casa de Paula, pero su padrastro le informó de que la chica se había marchado de la ciudad.


—¡Subió a su coche y se marchó! —gritó Arnie—. ¿Cómo diablos voy a pagar ahora la casa?


Si Gonzalo no se hubiera encontrado en una situación similar, le habría respondido que se buscara un trabajo.


Ahora, una vez pasado Halloween, Gonzalo odiaba tanto su vida actual que apenas salía de su dormitorio. La última vez que vio a Victoria, esta le había ofrecido lo que llamaba una «línea» de cocaína especialmente buena.


Cuando sonó su teléfono, no tuvo ganas de responder hasta que pensó que podría ser Paula. Pero no era ella, era su padre. Quería que Gonzalo cogiera veinticinco mil dólares de la caja fuerte de su despacho y se los diera al hombre que se presentaría en la casa media hora después.


—Siempre que levantarte de la cama y bajar a mi despacho no suponga demasiado esfuerzo para ti, claro —ironizó el patriarca.


Estaba hastiado de la depresión de su hijo, un estado de ánimo desconocido para él.


Gonzalo colgó el teléfono, bajó de la cama cansinamente y fue hasta el despacho de su padre. La última vez que había estado allí fue con Paula, cuando le enseñó el famoso libro de recetas. Las lágrimas enturbiaron su visión mientras marcaba la combinación de la caja.


Contó el dinero, lo metió en un sobre y lo cerró. Fue entonces cuando volvió a mirar el interior de la caja fuerte y se dio cuenta de que el voluminoso sobre amarillo no estaba allí.


Dejó el sobre encima de la mesa y revolvió el contenido de la caja. No, definitivamente el libro de cocina no estaba allí.
Masajeándose las sienes con la punta de los dedos, Gonzalo intentó recordar dónde y cuándo lo había visto por última vez. Quizá su padre lo había cogido y...


El chico sabía que solo una persona había sacado el libro de la caja fuerte donde permaneciera décadas enteras. Y fue ese día, el último día en que Paula y él hicieron el amor en el suelo del despacho. Tal violación del espacio privado de Lewis Treeborne había elevado a Gonzalo hasta cumbres de placer nunca imaginadas, a la sensación de que por fin estaba desafiando al gran hombre.


Después, condujo a Paula hasta su dormitorio y...


Enterró la cara entre sus manos. Había acompañado a Paula hasta la puerta de salida dejando la caja fuerte abierta. Ella debió de volver a la casa tras su despedida. No quiso ser tan brusco, pero tenía miedo de que su padre volviera a casa y la encontrase allí; no quería que, encima, fuera blanco de las iras de Lewis. Gonzalo se derrumbó sobre el enorme sillón de cuero de su padre. Si perdían el libro de recetas, si sus secretos se hacían públicos, el imperio Treeborne se hundiría.


Se puso en pie, guardó apresuradamente el dinero en la caja fuerte y la cerró. En ese momento solo le preocupaba una cosa: encontrar a Paula Chaves antes de que su padre descubriera que el libro había desaparecido.


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