domingo, 17 de abril de 2016
CAPITULO 27: (TERCERA PARTE)
Gonzalo Treeborne captó la furia de su padre antes de oírlo. El actual patriarca de la familia trotaba por el vestíbulo de la casa tan rápida y enérgicamente que temblaban hasta los jarrones de las mesas.
Gonzalo estaba tumbado en su cama, con la televisión como única fuente de luz. Bebía una cerveza —la quinta— y apenas levantó la vista cuando su padre pasó como un trueno por delante de la puerta abierta de su dormitorio. Un padre furioso no era nada nuevo para él, ni siquiera extraordinario, ya que el carácter tempestuoso de Lewis Gonzalo Treeborne era legendario, heredado de su padre, el abuelo de Gonzalo, el fundador de Treeborne Foods tras la Segunda Guerra Mundial. Una noche, en su airado tono habitual, gritó:
—Maldita sea, las mujeres de hoy día no quieren perder tiempo en la cocina, así que les daré a esas holgazanas un montón de comidas preparadas en las que gastar el bien ganado dinero de sus maridos.
Fue el nacimiento de un imperio.
La madre de Gonzalo solía decir que la idea había sido plantada con furia y fertilizada por ella.
Los primeros dos Treeborne eran muy similares, pero el nieto no. Él era diferente, más parecido a su madre, una mujer dulce y amable que fue elegida como consorte por sus «conexiones sociales». Solía decirle a Gonzalo:
—Tu padre me escogió por mi educación, mis antepasados y mi buen gusto. Y ahora, naturalmente, me odia por las mismas razones.
No por dulce dejaba de ser realista, volcó toda su energía en proteger de su marido a su único y amado hijo. Aunque le doliera y supusiera alejarse de la única persona que quería, envió a Gonzalo a su primer internado cuando apenas tenía siete años. Él, incluso a esa edad tan temprana, lo comprendió. Si se quedaba en casa, su padre lo obligaría a trabajar en la empresa familiar en cuanto cumpliera los nueve.
Gracias a la protección de su madre, Gonzalo siempre tuvo una vida propia. Caía bien a los demás chicos del colegio y recibía montones de invitaciones, y su madre lo animaba a aceptarlas. Lo que fuera, con tal de mantenerlo alejado de su dominante padre.
Su madre y él se reunían siempre que podían, y se cruzaban mensajes en todas las maneras imaginables, aunque no dejaba que sus compañeros de estudios supieran lo mucho que compartía con ella, lo a menudo que le pedía consejo o lo que disfrutaba contándole todo lo que hacía. Ella siempre lo animaba a participar en obras de caridad, a viajar a países lejanos, a ver y hacer cosas. Gonzalo le escribía muy a menudo, le enviaba cientos de fotos y creía que era lo mejor que podía pasarle en la vida.
También solía hablarle de su padre, pero nunca supo lo mucho que edulcoraba su relación y todo lo que tuviera que ver con él. Para Gonzalo, su padre era una persona a la que raramente veía o escuchaba cuando coincidía con él.
Aunque su regreso a Texas y a Treeborne Foods pendía sobre su cabeza como una amenaza intangible, no pensaba mucho en ello. Su padre disfrutaba de buena salud y se dedicaba plenamente a su trabajo. No tenía ninguna intención de ceder ni un átomo de su poder a nadie más, y mucho menos a un hijo al que apenas conocía... y que tampoco parecía gustarle mucho.
Lo único que su madre no compartió con Gonzalo fue su enfermedad. Para él, su muerte fue tan repentina como inesperada. Cuando volvió a Texas, destrozado, se enteró de
que su madre había estado combatiendo un cáncer durante años. Largas sesiones de quimioterapia la habían dejado débil y frágil, pero se abstuvo de contar nada de todo aquello a su querido hijo.
Gonzalo osciló entre la furia contra su madre por haberlo engañado y la rabia contra sí mismo por no interesarse lo suficiente como para descubrir la verdad. En apariencia, su padre compartía el dolor por la pérdida común, pero todo lo que Lewis Treeborne le había dicho era: «Ya no podrás seguir siendo el niño de mamá.»
Sus palabras hicieron que la legendaria furia de los Treeborne despertara en Gonzalo, aunque sin comparación con la de su padre y la de su abuelo. Al día siguiente del funeral, Gonzalo se quedó sin su fondo fiduciario y se vio prácticamente encerrado en un despacho de la enorme y horrorosa fábrica Treeborne. Su padre lo enterró en tanto trabajo que apenas tenía tiempo para respirar, con el argumento de que debía compensar el tiempo perdido, y que lo que debió aprender de niño tendría que aprenderlo de adulto. Los embalajes, la distribución y la conservación de los alimentos se transformaron en toda su vida. Tuvo que asistir a reuniones que parecían dudar días, que probar nuevos mejunjes que a él le parecían asquerosos, y decidir si fabricar y vender millones y millones de ellos.
Aunque Gonzalo no servía para aquel trabajo, sí era bueno contratando a gente joven y ambiciosa que ansiaba trabajar en la industria alimentaria. Durante su tercer año en la compañía, logró tener algo de tiempo libre. Contaba con cuatro ayudantes que hacían su trabajo por él y que, mientras estuvieran bien pagados, no les importaba que Gonzalo se quedara con el mérito. Sabían que heredaría la compañía algún día y, cuando eso ocurriera, pretendían seguir allí. Estaban seguros de que ellos quedarían a cargo de todo, mientras Gonzalo volvía a su otra vida. La única pregunta era cuánto tiempo tendrían que esperar.
Fue durante ese mismo tercer verano, mientras acompañaba a El Témpano de Hielo —que era como Gonzalo llamaba a su padre cuando se reunía con sus ayudantes— por todo el país en busca del lugar ideal donde construir una nueva fábrica, cuando conoció a Paula. Su padre ya le había advertido que se casaría con la hija de un rival, pero Gonzalo se burló de ese anuncio.
—No estamos en el siglo XVIII, cuando los padres elegían a las esposas de sus hijos. No amo a esa chica y nunca...
—Tanto dinero gastado en buenas escuelas y no has aprendido nada —le cortó su padre, tajantemente—. No me importa si la amas o no. Su padre es el propietario de la planta de envasado Palmer, y yo la quiero.
—Entonces, cómprala.
—No quiere venderla. Dice que quiere asegurar el futuro de su hija.
—¿Qué diablos significa eso?
Gonzalo iba por su tercer whisky y solo eran las cuatro de la tarde.
—Ha tenido problemas en el pasado y... —Su padre apartó la vista.
—¿Qué clase de problemas? —preguntó Gonzalo, mirándolo desconfiadamente. Empezaba a dolerle el estómago.
—¡Ni lo sé ni me importa! Quizá tengas suerte y sea una ninfómana, no como tu madre, con su dormitorio puro e inmaculado, y su... ¡Vuelve aquí! —aulló su padre cuando Gonzalo ya se alejaba, pero este siguió andando.
Condujo su coche por la pequeña ciudad, incómodo por el calor y la suciedad imperantes, sin contar con que no servían una copa de licor en ningún establecimiento. Meditó salir a la autopista y alejarse de allí, pero al final decidió no hacerlo.
Teniendo en cuenta todo lo que había bebido, ni siquiera debería estar conduciendo Si algo le pasaba en
la ciudad propiedad de los Treeborne, sería perdonado y olvidado, pero en el mundo exterior...
El único restaurante de la ciudad tenía una puerta con tela metálica incorporada y ventiladores en el techo. El suelo de madera estaba cubierto de arenilla transportada por el viento. Se sentó en un reservado con nombres e iniciales tallados en la mesa y las paredes y se apoderó de un menú plastificado.
Una cosa es que su padre decidiera cómo tenía que ganarse la vida, pero ¿con quién debía casarse? ¡Ni en sueños!
Ojeó el menú distraídamente, más centrado en buscar argumentos para que su padre cambiase de opinión.
Encontraría una forma razonable y lógica de demostrarle que un matrimonio por interés sería malo para todos.
Mientras Gonzalo tramaba planes, alzó la vista y vio a una chica increíblemente guapa atendiendo una mesa llena de adolescentes que se divertían a su costa. Uno de ellos incluso le estaba pidiendo una cita.
—Iremos a bailar —decía el chico.
Gonzalo lo reconoció, era el ídolo del equipo de rugby local: guapo, musculoso, con la arrogancia propia del que siempre consigue todos sus caprichos. Probablemente, ninguna chica le había dicho antes que no.
—Por favor, te compraré el ramo de flores que quieras, y papá dice que puedo usar su limusina.
Gonzalo sabía que el padre era propietario del único concesionario de coches en la ciudad. Su madre trabajaba para Treeborne Foods.
—Jason Dailey, si crees que voy a tumbarme contigo en el asiento trasero de una limusina, será mejor que vuelvas al colegio. Tu educación tiene muchos agujeros. Bien, chicos, ¿queréis lo de siempre o preferís el especial del día: caracoles con calamares?
Gonzalo tuvo que bajar la cabeza para ocultar una sonrisa. Le gustaba su forma de hablar, nada del típico «¡y una mierda!» local, intercalado con unos cuantos tacos. Se preguntó quién sería. Su madre siempre lo mantuvo informado de los chismorreos que circulaban por la ciudad.
Había fundado un club de jardinería, un club literario, incluso contratado a un profesor de baile, lo que le permitía estar al día de todos los dimes y diretes que transmitía puntualmente a su hijo. Hasta le habló del conjunto de bailarinas que pretendían llamarse Las Pollo Frito.
Aunque Gonzalo había pasado muy poco tiempo en aquella pequeña ciudad de Texas que prácticamente pertenecía a su familia, sabía mucho sobre sus residentes. Entonces ¿quién era aquella encantadora chica que sabía sacarse de encima con tanta habilidad a aquellos lujuriosos adolescentes?
Dedujo que tendría poco más de veinte años, rubia natural, ojos como zafiros y una figura que merecía ser expuesta en un calendario de pared.
—¡Paula! —gritó uno de los chicos—. Lo mío con extra de patatas fritas.
—Como siempre —respondió ella.
Paula, pensó Gonzalo. Paula Chaves, claro. Su madre le había contado algunas cosas de ella. Era universitaria y había estudiado... No se acordaba de qué exactamente, pero sí que su madre comentaba que tenía talento.
Gonzalo sabía que cuando alguien se marchaba para ir a la universidad, no solía volver. Treeborne Foods era prácticamente la única industria de la ciudad y solo contrataba a los residentes para labores menores. El razonamiento de su padre era:
—No puedes permitir que un chico sea el encargado de un trabajo en cadena en el que está involucrado su padre.
Gonzalo pensaba que lo que realmente le gustaba a su padre era considerar a los habitantes de la ciudad como sus siervos y a él como su amo.
Se fijó en la chica mientras servía té helado. Al entrar en el restaurante, el propietario se le había acercado y preguntado qué deseaba. Gonzalo se lo sacó de encima, diciéndole que tenía que pensárselo. Y allí, los deseos de los Treeborne eran ley.
Paula lo había mirado dos veces, pero él mantuvo la cabeza baja y el rostro oculto por el menú.
¿No había sufrido aquella chica una tragedia? ¿Qué le había escrito su madre sobre ella? Algo relacionado con su madre. ¿Había muerto? Gonzalo no se acordaba. ¡Su madre le había contado tantas cosas de tanta gente! Lo que no mencionó nunca fue lo increíblemente guapa que era la chica. No pudo evitar el pensar que la omisión de su madre fue deliberada. De ser así, ¿creía que algún día su hijo podría escoger a su futura esposa o tenía miedo de que no fuera lo bastante fuerte para plantarle cara a su padre y decirle no?
No le gustaba pensar en esas cosas, pero le parecía muy extraño que su madre no le hubiera hablado de la preciosa Paula Chaves, la chica que se fue a la universidad pero volvió a casa. ¿Había conseguido su título? Seguramente no. De haberse licenciado, nunca habría vuelto a aquella madriguera tejana de tres al cuarto.
Cuando Paula se acercó a su reservado, le dedicó una sonrisa que ella no le devolvió. No cabía duda de que todos los hombres de la ciudad se le habían insinuado.
—¿Qué va a ser? —preguntó ella secamente, libreta en mano.
Gonzalo echó un último vistazo al menú y lo dejó a un lado.
—¿Los caracoles llevan salsa?
—Y mucho ajo —respondió Paula sin vacilar.
—¿Son frescos?
—Los han cogido esta misma mañana.
—¿Y los calamares?
—Los pescaron en Italia a las seis de la madrugada, pero hay que tener en cuenta la diferencia horaria, ya sabe.
Él intentó no reír abiertamente, dado que la chica seguía seria, pero no pudo reprimir una sonrisa.
—Odio los calamares italianos. Pediré una hamburguesa. Bien hecha.
—De acuerdo —aceptó Paula.
Cuando se agachó hacia él para recoger el menú, Gonzalo dijo en voz baja:
—Gracias. El día ha sido difícil y necesitaba reírme un poco.
Ella lo miró sorprendida y, por un momento, tuvo que contener el impulso de besarla. Sus labios eran rosados y sentía ganas de abrazarla. Hacía un año que no salía con ninguna chica.
Paula frunció el ceño como si pudiera leerle la mente y se marchó a la parte trasera del restaurante. Cuando Gonzalo alzó la cabeza, se dio cuenta de que los chicos del equipo de rugby lo estaban fulminando con la mirada. Parecían estar advirtiéndole que Paula era una de las suyas y que quedaba fuera del alcance de un Treeborne.
Gonzalo no les hizo caso y prefirió contemplar el exterior a través de las ventanas. Aquel día no volvió a ver a la chica, ya que le sirvió la comida el propietario del restaurante. La semana siguiente acudió todos los días al local; solo la vio dos veces, pero no consiguió que lo atendiera porque la chica se refugió en la parte trasera del restaurante y no salió de allí hasta que él se hubo marchado.
Nadie había esquivado antes a Gonzalo. Ni en la escuela ni después, y mucho menos en la ciudad de su familia. Quizá fue la novedad, quizá fueron los grandes ojos azules de la chica o quizá que no era como los demás, para los que Gonzalo solo era el heredero de Treeborne Foods.
A principios de la semana siguiente volvió al restaurante para comer y, esta vez, Paula sí se acercó a la mesa con su libretita. Él mantuvo los ojos fijos en el menú, intentando que la chica se diera cuenta de lo mucho que deseaba estar cerca de ella.
—¿Por qué has vuelto a esta ciudad? —preguntó Gonzalo tímidamente.
Ella no respondió, solo siguió esperando el pedido. Cuando él le dijo lo que quería comer, Paula dio media vuelta y se marchó para volver poco después con un bocadillo de atún y unas patatas fritas. Dejó el plato frente a Gonzalo, pero no se marchó de inmediato y él tampoco alzó la mirada.
—Mi madre murió, y le había concedido la custodia de mi hermana de doce años a mi padrastro —dijo por fin la chica—. No tenía elección.
Gonzalo se comió el sándwich, dejó el importe sobre la mesa con una propina del ciento por ciento, y esperó que ella viniera a recoger el dinero.
—Yo volví porque mi madre murió y me están obligando a aprender el negocio. Tampoco tuve elección.
Ella lo miró un segundo a los ojos, recogió el dinero de la consumición y se marchó.
Gonzalo volvió a la mañana siguiente. Esa vez dijo:
—Odio esta ciudad.
—Yo también —aseguró ella.
Por la noche apareció para cenar, pero ella no estaba. Su lugar lo ocupaba la hermana de la chica. Era más alta que Paula pero no tan guapa, y parecía lo bastante mayor como para haber terminado el instituto. Gonzalo le pregunto al propietario, que se mostró encantado de hablar con el príncipe de los Treeborne.
—Es la hermana pequeña de Paula, todo un problema para ella. Cuando murió la madre, Lisa solo tenía doce años pero parecía tener veinte. Llevaba esos pendientes enormes que estaban tan de moda por entonces y medio kilo de maquillaje en la cara. —El hombre se inclinó hacia él y bajó el tono de voz—. Nadie puede asegurarlo, pero todos pensamos que su padrastro... en fin, que intentaba hacer cosas con la chica.
«Ya. Todo el mundo lo sabía, pero nadie hizo nada al respecto», pensó Gonzalo, pero se lo calló.
—¿Y qué hizo Paula?
El hombre se encogió de hombros.
—Se quedó aquí y se hizo cargo de ella. Consiguió trabajo, no uno, sino tres, y metió a la chiquilla en vereda. Tuvieron una discusión y Lisa amenazó con irse de casa, pero Paula no se lo permitió. Es una buena chica.
—¿Y ahora qué? —preguntó Gonzalo—. Quiero decir, Lisa ha terminado el instituto. ¿Qué piensan hacer ahora?
—Paula le ha conseguido una beca estatal para ir a la universidad. Y cuando Lisa se marche en otoño, Paula dejará la ciudad. Se acabó para ella hacer de camarera y servir mesas.
—¿Qué estudió ella?
—¿En la universidad? —El hombre parecía desconcertado, como si le hubiera preguntado por algo extraterrestre.
—Sí. ¿Qué estudió en la universidad?
—No tengo ni idea —reconoció el hombre, antes de dar media vuelta y alejarse.
Cuantas más cosas averiguaba de Paula, más le gustaba.
Tenía una licenciatura universitaria, pero no por eso había abandonado a su hermana.
Ese verano, su padre solía ausentarse de casa con frecuencia, y cuando volvía, su furia era tan violenta que parecía ajeno a cuanto lo rodeaba. Solo le interesaba hacerse con el control de la planta de envasado de los Palmer.
—¡Ese maldito bastardo! —maldecía Lewis, el padre de Gonzalo—. ¡No te imaginas lo que me pide!
Miró a su hijo. Gonzalo era alto, guapo y estaba en tan buena forma como puede estarlo un ser humano. Bueno, ¿por qué no? Nunca había tomado drogas, siempre se alimentaba bien y practicaba deporte. Casarlo con Victoria Palmer sería una vergüenza. La chica era una drogadicta desde niña y, debido a las ingentes cantidades de cocaína esnifada, el año anterior habían tenido que reconstruirle la nariz. Pero el viejo Palmer no se dejaba presionar por eso.
Argumentaba que su hija solo necesitaba la estabilidad que le daría la boda con un chico tan honorable e íntegro como Gonzalo. Para él, eso bastaría para mantenerla «limpia».
Lewis sabía que ese razonamiento era falso, pero también que los hombres pueden tomar medidas desesperadas cuando se trata de sus hijos. Tenía la esperanza de que un matrimonio con un cierto grado de conflicto forjaría el carácter de su hijo y haría de él un hombre de provecho. Por lo que sabía, la única aspiración de Gonzalo era leer sus extravagantes libros y gastarse la fortuna de los Treeborne.
El patriarca estaba al tanto de que su hijo no realizaba ningún trabajo útil para la compañía, pero el personal que había contratado lo hacía tan rematadamente bien que no se preocupaba ni pensaba despedirlo.
—¿Quién es la chica con la que estás saliendo?
Gonzalo casi se atragantó con la comida.
—¿Creías poder mantener en secreto una cosa así?
Gonzalo supo que era inútil mentir.
—Paula Chaves. Y en realidad no salgo con ella. Se lo pedí, pero me dijo que no.
—Ah, ¿sí? —se sorprendió Lewis—. Cuando yo era joven no había una sola chica en la ciudad que me dijera que no.
«Y tengo un montón de hermanastros bastardos para demostrarlo», pensó Gonzalo, pero se lo guardó.
—Solo se quedará en la ciudad hasta que su hermana termine el instituto.
—¿Esa chica, esa hermana, no tuvo problemas unos años atrás?
—Eso dicen —confirmó Gonzalo—, pero Paula supo solucionarlos.
—Me parece bien —dijo Lewis, y Gonzalo lo miró con la esperanza destellando en sus ojos—. Siempre que te lo tomes como un romance de verano. Quiero que en Halloween te comprometas con la hija de Palmer, ¿entendido?
Gonzalo sabía que debía plantarle cara a su padre, pero no lo hizo. No tenía dinero propio ni carrera. No se veía trabajando en cualquier tienducha, cobrando un salario mínimo, viviendo en un cuarto piso sin ascensor y comprando sus camisas y sus zapatos en las rebajas. No, eso no podía aceptarlo. Sería distinto si hubiera nacido con un talento o una pasión especial por algo. Pero, por lo que sabía, no contaba con nada de eso.
Su padre lo contemplaba expectante, como si esperase una réplica, pero Gonzalo bajó la cabeza.
—Un rollo de verano. Entendido.
Por un segundo, un relámpago de decepción cruzó el rostro de Lewis. Quizás incluso deseaba que su hijo lo desafiara, que respondiera a su farol, pero Gonzalo era como su
madre. A ella nada le hacía perder esa calma fría, aristocrática, que al principio lo había fascinado y que más tarde tanto despreció.
—Y no te presentes en público con ella. No quiero que le llegue a Palmer ningún rumor.
Gonzalo mantuvo la cabeza agachada y asintió. En cierta forma, sabía que su padre le estaba dando permiso para una última aventura antes de... No, no quería pensar en lo que le esperaba aquel otoño. Entretanto, pensaba aprovecharse de la libertad conseguida.
No le resultó fácil ganarse la confianza de Paula. La tarde siguiente al ultimátum de su padre la esperó a la salida del restaurante.
—Hola —la saludó desde la oscuridad.
Paula se dio la vuelta tan deprisa que Gonzalo creyó que iba a atacarlo. Pero solo le dedicó una mirada asesina antes de doblar la esquina y dirigirse hacia el mal iluminado aparcamiento y su coche. Se trataba de un vehículo tan destartalado que Gonzalo no podía creer que funcionara. Más tarde, pensó que había sido un buen presagio que no lo hiciera.
Paula se metió en el coche y trató de arrancarlo, pero fue inútil. Él esperó fuera, en medio del calor y la oscuridad, y la vio golpear el tablero de mandos con su puño.
—¿Gasolina o batería? —preguntó a través de la ventana abierta.
—Gasolina. Mi hermana nunca se acuerda de llenar el depósito.
—Puedo llevarte a casa —ofreció, haciendo lo posible por no parecer entusiasmado.
La chica salió del coche y echó un vistazo a su alrededor, al aparcamiento vacío, pero no a él. Parecía estar luchando contra un demonio interior.
—No, gracias. Iré andando hasta la gasolinera.
Solo había una en toda la ciudad, y la siguiente más próxima se encontraba a unos cuarenta y cinco kilómetros de distancia.
—¿No cierran a las nueve? —preguntó retóricamente, mientras veía cómo la chica dejaba caer los hombros con desaliento.
Sintió ganas de abrazarla y decirle que no se preocupase, que él se encargaría de todo. En los últimos tres años, no hubo un solo segundo en el que se sintiera que controlaba una situación. Era la compañía de su padre, la casa de su padre, el dinero de su padre, las reglas de su padre... Que esa joven lo necesitara para algo tan simple como llevarla a su casa le hacía sentir bien.
—¿Y si te llevo a casa? Ya llenarás el depósito mañana y...
—¿Y la doncella me hará el desayuno? —ironizó Paula—. Si tuviera algo con qué hacerlo, claro, porque la nevera está vacía, y no creo que ni Arnie ni Lisa hayan...
Se detuvo porque Gonzalo la sujetó suavemente del brazo y quiso guiarla hasta su Jaguar verde oscuro.
—¡Un momento! —protestó ella, zafándose—. No puedes obligarme a...
—¡¿Quieres parar de una vez?! —gritó Gonzalo, y había tanta rabia como frustración en su voz—. Me tratas como si fuera un violador. Volviste a la ciudad hace tres años, ¿has oído algo malo sobre mí en todo ese tiempo?
—No, pero...
—Pero ¿qué?
Paula no tenía respuesta.
—Está bien —aceptó al fin—. Llévame a casa. Arnie se encargará mañana del coche.
Gonzalo abrió la puerta de su vehículo y se hizo a un lado para dejarla entrar.
—Primero, iremos al supermercado.
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