domingo, 17 de abril de 2016

CAPITULO 29: (TERCERA PARTE)





—Hola —saludó Pedro desde la puerta de la sandwichería.


Paula, de espaldas a él, estaba subiendo y bajando de un pequeño taburete, sacando de las cajas y ordenando lo que Ramon y ella habían comprado. Sonrió automáticamente al oír la familiar voz del médico, pero entonces recordó todo lo pasado y borró la sonrisa de su rostro antes de que él pudiera verla. Cuando se dio media vuelta, no mostraba expresión alguna.


Solo lo había visto sin máscara estando dormido, así que estaba preparada para la intensidad que transmitían sus ojos, de un azul profundo que destacaba todavía más entre sus espesas pestañas negras. Los consideraría hermosos de no ser por su profundidad; los halcones podían aprender un par de cosas de ellos. Por unos segundos comprendió por qué le temía casi toda la ciudad. Después, sin que pudiera evitarlo, en su mente relampaguearon imágenes de los dos en la cama, de sus labios buscándose apasionadamente, de las manos de Pedro tocándola, acariciándola...


Le dio la espalda antes de que pudiera leer sus pensamientos.


—Todavía no hemos abierto, así que no tenemos comida.


—¿Podemos hablar?


Ella aspiró una bocanada de aire y se enfrentó a él.


—Claro. ¿Tienes algo que decir?


—¿Serviría de algo una disculpa?


—No —respondió sinceramente—. Pero dime una cosa, ¿ganaste? Conseguiste vengarte de la mujer que te derramó una jarra de cerveza en la cabeza. ¿Eso te convierte en ganador?


Pedro la contempló atónito.


—¿Eso es lo que piensas?


—Entonces ¿por qué lo hiciste? ¿Qué otra razón tenías para ocultarme tu identidad?


—Me gustabas —confesó, casi avergonzado.


—¿Te gustaba que te limpiara el apartamento y que cocinara para ti?


—No, no es eso —rectificó rápidamente el médico—. Me gustaba que te interesaras por mí, que me escucharas, que me hicieras reír, que... —Hizo una breve pausa—. La primera vez que hablamos por teléfono no sabía quién eras, y aun así te confié cosas que nunca le había contado a nadie. Lamento lo que ocurrió en la autopista, jamás volveré a apartar los ojos de la carretera. Yo...


Rebuscó en el bolsillo de sus pantalones y extrajo un teléfono móvil de última generación que dejó sobre el mostrador. Era un día irracionalmente caluroso, y él vestía unos vaqueros y una camiseta bastante ceñida.


—Te lo debía...


—No me debes nada.


La hostilidad en su voz pareció desconcertarlo y, por un segundo, Paula temió que diera media vuelta y se marchara. Pero no lo hizo. Se quedó mirando y valorando el pequeño restaurante. Ella aún no había tenido tiempo de hacer gran cosa con él.


La noche anterior, cuando Ramon y ella volvieron de su día de compras, él insistió en entrar, incluso en acompañarla escaleras arriba hasta el apartamento, y Paula pronto descubrió el motivo. Durante su ausencia, el pequeño apartamento había sufrido una transformación completa. Ahora contaba con un mobiliario nuevo, aunque de segunda
mano, y algunas alfombras. En el dormitorio habían dejado una cama de caoba con sábanas azules y blancas, y un montón de cojines.


—Ofrendas de culpabilidad —bromeó Ramon. Cualquiera que fuera la razón, la gentileza de la gente de Edilean hizo que Paula sonriera.


Cuando volvió a mirar a Pedro, vio que sus ojos seguían clavados en ella.


—¿Quieres abrir un restaurante? —preguntó él, intentando desesperadamente encontrar un tema menos conflictivo.


—La verdad es que no. —Paula no pensaba mentirle—. Pero parece que la vida toma las decisiones por mí. Tengo trabajo, así que necesito que te vayas.


Pedro permaneció inmóvil unos segundos, indeciso, hasta que decidió contornear el mostrador para acercarse a ella.


Paula aguantó la respiración. Le resultaba extraño sentir tanta familiaridad hacia aquel hombre con el que, por otra parte, nunca había hablado a cara descubierta. Aquella era la primera vez. Pensó que sus ojos ya le habían parecido preciosos tras la máscara y que ahora despertaban cierto hormigueo en su piel.


—No creo que... —empezó a decir, pero él dio un paso atrás.


—Te ayudaré —afirmó decidido, situándose junto a la caja llena de útiles de cocina.


Paula frunció el ceño, mientras él cogía una enorme olla sopera y se la tendía. Sabía que lo mejor era decirle que se fuera, que no quería volver a verlo, pero se sentía incapaz de pronunciar las palabras. Se limitó a subirse al taburete y tomar la olla de sus manos.


—Le he enviado el libro de los Treeborne a un amigo al que le encanta descifrar códigos.


—¿Que has hecho qué?


—Que le he enviado...


—Ya te he oído. ¿Quién te ha dado permiso para hacer algo así? Yo solo quería que se lo enviaras a Gonzalo. Dijiste que... —Se interrumpió al oír el zumbido del móvil de Pedro.


—Perdona, tengo que contestar —se disculpó el médico, sacando el teléfono del bolsillo—. ¿Cuándo?... Diles que no lo muevan y ven a buscarme a la sandwichería de Paula.


Cortó la comunicación y miró a la chica.


—Era Helena. Tengo que irme, se trata de una emergencia. Yo... —Parpadeó unas cuantas veces sin saber qué hacer, hasta que dio un paso, sujetó a Paula por la cintura con ambas manos y la bajó a pulso del taburete—. Vas a venir conmigo.


—No puedo ir contigo —protestó ella.


—Por favor —insistió el médico con voz casi suplicante—. Déjame que intente convencerte de que hice lo que hice sin malicia. Si la primera vez que nos vimos te hubiera dicho quién era, me habrías dado con la puerta en las narices y no habrías querido acompañarme aquella primera noche. Tú... ¡Maldita sea, tengo que irme, es una emergencia! Por favor, Paula, ven conmigo.


Ella estaba segura de que no debía hacerlo, pero sus ojos eran tan persuasivos que no pudo resistirse. Y la verdad era que deseaba ir con él. Un mínimo asentimiento de cabeza hizo que Pedro la cogiera de la mano y la arrastrase hasta la puerta.


Fuera, Helena ya descendía de un Jeep y sus ojos se desorbitaron al ver al médico saliendo del local con Paula firmemente sujeta de la mano.


Dado que el suelo del vehículo era bastante alto, Pedro volvió a sujetar a la chica por la cintura y la alzó por los aires hasta el asiento del conductor. Ella sabía que debía resistirse y decirle que no pensaba acompañarlo, pero la idea de pasarse todo el día ordenando material de cocina la atraía todavía menos y ya sabía que con Pedro presente siempre pasaban cosas emocionantes.


—¿Se supone que conduzco yo? —preguntó.


La mirada de Pedro hizo que pasara las piernas por encima de la palanca del cambio de marchas y se acomodara en el asiento del pasajero.


—No soy Frazier, pero será mejor que te pongas el cinturón.


Paula no tenía la más mínima idea de lo que pretendía insinuar, pero se apresuró a obedecer.


—¡Espera! —exclamó—. No me has dado tiempo a cerrar con llave la puerta de la tienda.


Pedro soltó un bufido, miró a Helena y ella asintió. El médico conectó un interruptor, y una sirena y una destellante luz roja cobraron vida. Cuando apretó el acelerador, el vehículo se lanzó hacia delante.


Paula tuvo que sujetarse a la puerta con una mano y al asiento con la otra. Cuando Pedro esquivó tres coches por milímetros, no pudo reprimir una exclamación de miedo.


—¿Estás bien? —se interesó él, alarmado.


—Sí.


El coche cogió un bache y Paula se sintió impulsada por los aires hasta casi tocar el techo del Jeep. Estaba furiosa con él y tenía derecho a estarlo, pero una idea cruzó por su mente.


—¿Cómo será la tercera cita?


Pedro pensó en Paula llevando un corsé diminuto, en él montando un caballo que no quería obedecer a su jinete y en los dos caminando por una viga de madera de apenas unos centímetros a muchos metros del suelo. Primera cita. Y esta era la segunda.


Giró el volante para esquivar a un perro que cruzaba tranquilamente la calle, y una carcajada empezó a nacer en su garganta. Un segundo después, ambos reían incontroladamente mientras el Jeep enfilaba un camino polvoriento.


—¿Quién...? ¿Dónde? —consiguió balbucear Paula por encima de los quejidos del Jeep, que parecía empeñado en caer en todos los agujeros que encontraba. Apenas conocía Edilean, pero resultaba evidente que estaban saliendo de los límites de la ciudad, adentrándose en los alrededores.


—Campamento Ocho —explicó Pedro—. Parece que un tipo se ha herido jugando con un arco y una flecha... o eso es lo que me ha dicho Bety.


—¿Grave?


—Depende de dónde se haya clavado la flecha. Sujétate bien, esto va a ser duro.


—Justo cuando empezaba a sentirme cómoda —ironizó Paula.


Pedro sonrió sin mirarla.


—¿Lo ves? No aparto los ojos de la carretera, ni siquiera cuando la mujer más bonita que jamás haya conocido me está sonriendo... ¡Ups, lo siento! El camino está en muy mal estado. ¿Todo bien?


—Necesitaré pegamento dental, pero estoy bien. ¡Cuidado con eso! —advirtió, mientras Pedro giraba bruscamente el volante para esquivar un surco de dos metros de largo.


—Le diré a los Frazier que vengan con un bulldozer para arreglar eso. Paula, siento mucho haber estado a punto de atropellarte, de verdad. Estaba mirando mis fichas y oí el crujido de tu teléfono al ser aplastado, pero a ti no te vi. No habría...


—¡Izquierda! —gritó ella—. Eso lo sé, pero ¿por qué hiciste que todo el mundo me mintiera?


—Autoprotección. No he sido muy feliz desde que estoy aquí.


—Ramon dice que eres un monstruo. O casi.


—Ramon traicionaría a su propia madre si eso le permitiera estar contigo.


—Se ha portado como un caballero.


—Como un caballero, vale, pero ¿te ha hablado de su libro? Es mortalmente aburrido.


—No —admitió Paula—. Eso no, pero me ha ofrecido un restaurante gratis durante cuatro meses y pagar el sueldo de los que trabajen en él.


No pudo evitar sentirse complacida ante la mirada de Pedro llena de celos. Bien. Que sufra un poco.






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