martes, 19 de abril de 2016
CAPITULO 34: (TERCERA PARTE)
Mientras Pedro conducía de regreso a la consulta, pensó en las palabras de Paula sobre lo que puede parecer normal y no lo es. En su adolescencia había querido ser normal, pero las circunstancias —la ciudad prefiriendo al «otro Alfonso» como médico, el ser abandonado por la mujer que amaba...— habían cambiado su vida.
Al entrar en la consulta, lo primero que vio fue el calendario de Bety, el que había marcado con las «X», y sintió ganas de hacerlo pedazos. Mejor aún, de ordenarle a ella que lo destruyera —estaba harto de que le recordasen a Tomas y su forma de hacer las cosas—, pero se contuvo y se preguntó si podría conseguir que su empleada lo retirase por propia voluntad.
—Bien, ¿qué tenemos esta tarde? ¿Puede pasarme los teléfonos de los pacientes, por favor?
Bety se quedó mirándolo sin reaccionar. Aquel «por favor» la había dejado catatónica.
Helena salió de uno de los consultorios y no reparó en Pedro. Normalmente, el médico solía refugiarse en su despacho.
—¡Está empezando a hacer frío! —exclamó la mujer—. ¿Sabéis que Paula abrirá su restaurante mañana? No sé qué hará si Ramon y sus acólitos ocupan todas las mesas. Entre el doctor y él... —El final de la frase quedó en el aire al darse cuenta de la presencia de Pedro y su rostro enrojeció visiblemente.
El embarazoso silencio duró unos segundos, hasta que Pedro dijo:
—Helena, quiero agradeceros a tu esposo y a ti que limpiarais todo el desastre del picnic.
Cuando ninguna de las mujeres respondió, dio media vuelta y se dirigió a su despacho.
—Adoro a Paula —susurró Helena.
—Creo que somos nosotras las que tendríamos que darle las gracias a ella. Supongo que necesitará clientes, así que pasaré la voz.
—Buena idea —admitió Helena, y fue a las consultas sonriendo.
Pedro pasó la tarde intentando suavizar sus modales, intentando tratar mejor a los pacientes, intentando... Bueno, intentando ser un clon de Tomas.
Por desgracia, descubrió que cuanto más escuchaba a sus enfermos, más expansivos se volvían. Al terminar la jornada iba más que retrasado con las consultas y le envió un mensaje de texto a Paula:
Demasiados pacientes.
¿Nos vemos a las 6.30? ¿Cena?
Cuando el móvil de Paula zumbó, avisándola de la recepción de un mensaje, la chica estaba tan agobiada de trabajo que apenas tuvo tiempo de leerlo. Sí y sí, respondió apresuradamente.
Hacia las cuatro terminó la última escultura y la colocó sobre el mostrador, junto a las demás, para que se secara.
Eran frágiles y no parecían muy apropiadas para que unos niños de cinco o seis años jugaran con ellas, pero todas tenían grabado el nombre del niño al que iban destinadas, y había añadido sus iniciales y el año.
—Son geniales —exclamó Ramon tras ella—. Por cierto, ninguno de los aspirantes sirve para el trabajo, demasiado hablar y poco hacer. Creo que le preguntaré a mis parientes si conocen a alguien más adecuado.
Paula estaba cortando zanahorias, y la mirada que le dirigió indicaba claramente que aquella conclusión llegaba demasiado tarde.
—¿Te ayudo? —preguntó. Pero ella sabía que le apetecía seguir discutiendo con los chicos. Daba la impresión de que añoraba su trabajo de profesor.
—Puedo arreglármelas sola, tú ve con tus nuevos amigos —dijo, aunque solo quedaban cuatro—. Parecen hambrientos, ¿por qué no te los llevas a comer algo?
Ramon le dio un beso en la mejilla.
—Mi primo no te merece.
—Completamente de acuerdo.
Paula terminó de cortar los vegetales para la sopa, pero se dio cuenta de que no podía hacerla porque no tenía suficiente espacio en la nevera para que le cupieran las ollas más grandes. Tendría que levantarse temprano para tenerlo todo listo al mediodía.
Mientras lo preparaba y lo ordenaba todo, llegaron algunos de los padres de Williamsburg con sus hijos en busca de sus regalos. Paula les advirtió que una vez secos serían bastante frágiles.
—Oh, no se preocupe. Esto irá directamente a la vitrina del comedor —le dijo una madre—. Y, Paula, gracias por todo lo que hizo. Seguro que los niños no han tenido pesadillas, solo han soñado con los dragones de patata.
A las siete, cuando estaba a punto de terminar, apareció Facundo Pendergast, el pastor baptista.
—¿Debería quitarme el sombrero antes de entrar? —preguntó tímidamente desde la puerta.
Paula no lo había visto desde el primer día, cuando vació la jarra de cerveza sobre Pedro y le dijo que iba a trabajar para el hombre que casi la atropelló.
—No importa —accedió ella, y el pastor entró en la tienda.
—Esto tiene buen aspecto. Se nota el enfoque creativo de gente con talento.
—¡Ramon y su anuncio! —gruñó la chica entre risas—. Creo que, en el fondo, lo único que pretendía era atraer a unos cuantos estudiantes y lo consiguió. Me costó mucho que ayudaran a limpiar mientras contemplaban cómo el universo afectaba a sus brillantes yos.
—Nunca fui tan joven —confesó él.
—Yo, tampoco.
—Entonces ¿sigues sin ayudantes?
—¿Eso es el prólogo de «conozco a alguien que será perfecto para ti»?
—La verdad es que sí. Se llama Kelli y no lo ha pasado nada bien. Es joven y tiene experiencia en este tipo de trabajo.
—Suena estupendo —comentó ella—. ¿Cuándo podría empezar?
—En estos momentos está viniendo hacia aquí en autobús.
—Ya. ¿Y si hubiera contratado a uno de los chicos de Ramon?
—Sospechaba que ese anuncio no sería de mucha ayuda —contestó Facundo, sonriendo—. Mi esposa me dijo que tenía que ayudarte, que te lo debía por ser tan mentiroso y cobarde cuando te conocí.
—¡Vaya, no conozco a tu mujer, pero ya me gusta!
—Me mantiene a raya. —El pastor estaba frente al mostrador de cristal, donde todavía quedaban dos de las figuritas de arcilla—. He oído hablar de tus esculturas. ¿Querrías, er...?
—¿Si querría qué? —preguntó Paula secándose las manos.
—¿Querrías dar clases de escultura a los miembros de nuestra congregación?
—Nunca he dado clases. Además, las figuras solo son de barro y muy frágiles.
—Lo sé —admitió Facundo—. ¿Y si pudiera conseguir un horno para cocerlas?
—¿Eso es idea de Pedro?
—No, respondo ante un jefe más importante que él. Siempre estoy intentando atraer gente a la iglesia, y si no lo consigo con mis sermones, tendré que utilizar otros métodos.
Paula dio la vuelta al mostrador y se sentó a una de las mesas. Había estado de pie muchas horas y necesitaba un descanso.
—No sé... tengo que pensarlo. ¿Hablamos de niños o de adultos?
—De ambos —precisó él, sentándose frente a la chica—. Tenemos un montón de jubilados que acostumbraban a trabajar sesenta horas a la semana. Necesitan encontrar nuevos intereses además del golf. Y hay un hombre en concreto que necesita desesperadamente encontrar un buen maestro —dedicó una sonrisa a Paula—. Bueno, ya veo que estás muy cansada para decidir y mañana será un día muy duro, pero piénsalo. Puedes aprovechar las clases para hacer tus propios trabajos y te aseguro que conseguiré todo el material que necesites gracias a mi padre.
Paula se sorprendió de que un sacerdote hablara con tanta ligereza.
—No, no de «ese» padre —aclaró Facundo—. Me refiero a Salvador Maxwell, el padre que comparto con Ruben.
—Oh. ¿Él puede...?
—Puede permitirse lo que sea. Tú piénsalo y recuerda que Kelli se presentará mañana. Ah, Paula...
—¿Sí?
—¿Conoces el viejo dicho de que no hay que juzgar un libro solo por su portada? Aplícaselo a Kelli.
—De acuerdo —aceptó ella sin la menor idea de a qué podía referirse.
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