martes, 19 de abril de 2016

CAPITULO 33: (TERCERA PARTE)





Pero los aspirantes no fueron lo que Paula tenía en mente para el restaurante, ya que respondieron al anuncio todos los universitarios de cincuenta kilómetros a la redonda que estudiaban cualquier rama artística. Como reconocían la actitud profesoral de Ramon, le hicieron caso y se sentaron a las mesas. No tardaron en enfrascarse en profundas discusiones sobre el arte, la filosofía y el sentido de la vida.


A Paula le tocó trabajar. Y cuando Pedro apareció a la una del mediodía, la encontró sentada en el suelo con un libro abierto ante ella, el manual de la máquina de café que había comprado Ramon y un pegote de arcilla en las manos que empezaba a parecerse vagamente a una jirafa. Ramon y sus «estudiantes» monopolizaban todas las mesas.


El médico se abrió paso entre aquel lío, miró a Paula y, sin pronunciar palabra, le ofreció la mano. Ella la aceptó agradecida y salieron al exterior.


—Parece que estás empezando a conocer a mi primo —Pedro rio.


—Oh, sí. Sabe citas filosóficas adecuadas para todo lo que la humanidad ha pensado, dicho o hecho a lo largo de su historia.


—La humanidad, ¿eh?


Se había traído la arcilla consigo y seguía modelándola mientras hablaba.


—Otro día como este y empezaré a referirme a mí misma como «Una». Por ejemplo: «Una solo puede suponer la enormidad de las consecuencias cósmicas del yo interior de una misma.»


Pedro soltó una carcajada.


—Sí, eso es muy de Ramon. ¿Has comido?


—No desde hace horas.


—Yo tampoco. ¿Vamos a comer algo al local de Ellie?


—¿Es mi competencia?


—Es tu salvación. Es la dueña de la mejor tienda de comestibles de la ciudad y te venderá todo lo que necesites al por mayor.


—Puede ofrecerme un noventa y nueve por ciento de descuento y aun así no podré permitírmelo. Intenté hablar con Ramon de dinero, pero estaba muy ocupado, ya lo has visto.


Llegaron hasta el Jeep de Pedro y subieron a él.


—Tienes que comprender que Ramon es un McTern.


—Al me dijo que había heredado alguna que otra propiedad.


—Oh, mucho más que eso. —Se encontraban en el pequeño aparcamiento situado tras el edificio que albergaba la consulta de Pedro, y este lo señaló—. ¿Ves ese edificio?


—Sí.


—Pertenece a Ramon. Y el siguiente también es suyo, y el siguiente del siguiente, y... La verdad es que casi todos los edificios del centro de la ciudad son suyos, y todos le pagamos un alquiler. Fue uno de sus antepasados McTern quien compró el terreno y empezó la construcción de la ciudad.


—¿Y ha pertenecido a su familia todo este tiempo?


—Desde hace siglos. De vez en cuando vende alguno de los edificios, pero casi siempre a la familia.


—Al me dijo que hace tiempo que intenta venderle la sandwichería. No será también primo suyo, ¿verdad?


—No —confirmó Pedro—. Pero la familia de Al se instaló en Edilean hace bastante.


Paula empezaba a comprender cómo funcionaban las cosas en aquella ciudad.


—¿Cien años? —aventuró.


—Más —rectificó Pedro, guiñándole un ojo.


Cuando llegaron a la tienda de ultramarinos, Paula casi había terminado la jirafa. Él frenó y contempló cómo la chica le daba los últimos toques.


—¿Me prestas tus llaves? —le preguntó al médico.


Pedro se las dio, y Paula utilizó la punta para marcar en la arcilla la distintiva pauta del animal.


—No sé cómo lo haces —se admiró él.


—No sé cómo salvas la vida de la gente.


Pedro soltó un gruñido de exasperación.


—Esta mañana he tenido tres casos de erupciones cutáneas, una en un lugar... digamos, «delicado», y una contractura. No han sido casos muy emocionantes que digamos.


—Pero la gente te necesita —replicó Paula, frunciendo el ceño.


—Al que necesitan es a mi primo Tomas, que también es terapeuta.


—¿Quieres decir que sabe escuchar además de curar?


—Sí, sabe escuchar —admitió Pedro—. ¿Has terminado?


Ella escribió «Brittany» en la base de la figura de arcilla y la dejó en el salpicadero para que empezara a secarse.


La tienda era de primera categoría y Paula se sintió muy impresionada.


—Creo que necesitamos algo más... er, más humano.


—No te preocupes. La propietaria del local es Ellie, la madre de Sara, y ella se encargará de todo lo que necesites. Le diré a Sara que te envíe al señor Lang.


—Creía que esa chica te gustaba —dijo una adorable anciana desde detrás de un mostrador de cristal lleno de delicatessen—. No puedes enviarle al señor Lang.


—Sara sabrá mantenerlo a raya. Además, al viejo le gustan las chicas guapas.


—Entonces, le gustarás —le dijo la anciana a Paula, extendiendo la mano por encima del mostrador—. Hola, soy Ellie, y el señor Lang es... —Miró a Pedro—. ¿Cómo describirlo?


—¿Saludable? —sugirió el médico—. Tengo pacientes treintañeros que están en peor forma que él —explicó Pedro mirando a Paula—. Tiene noventa años.


—Debe de ser por haberse pasado la vida volviendo loca a la gente —dijo Ellie, y no parecía una broma.


—Tengo que hablar con él —suspiró Paula—. Parece alguien interesante.


Ellie ordenó el mostrador mientras hablaba.


—Sea lo que sea, cultiva los mejores vegetales del estado. Si le caes bien, te los enviará directamente.


—Mmm, suena a todo un reto —sonrió Paula—. ¿Qué puedo hacer para caerle bien?


—Tírale una caja a la cabeza —sugirió Pedro. Ellie y él intercambiaron miradas y risas cómplices, antes de volver a centrarse en Paula—. Perdona, después te contaré toda la historia.


—Bien, ¿qué puedo hacer por vosotros? —se interesó Ellie—. Dicen que vas a ofrecer sopas y bocadillos en tu nueva tienda. ¿Qué tal unos postres?


—No, gracias. Ya estoy demasiado agobiada con lo que tengo entre manos.


Iba a explicarle lo ocurrido con el ridículo anuncio de Ramon, pero se acordó de que era pariente de la anciana y se contuvo. No obstante, Ellie lo intuyó.


—¿Cómo van tus empleados «creativos»?


—Me gusta eso del talento —intervino Pedro—. Esta mañana, toda mi consulta se reía con ese tema. Helena dijo que su mayor talento era arquear la espalda sobre una mesa de picnic.


Ellie y Paula lo miraron con la boca abierta por la sorpresa.


—Euh... Me parece que se supone que no debí escuchar eso.


—No, creo que no —confirmó Paula.


—Antes de que siga metiendo la pata, vayamos al grano. Necesitamos esa cosa anaranjada...


Ellie lanzó una mirada interrogante a Paula.


—Calabaza —explicó la chica—. Le gusta la sopa de calabaza.


—¿Cómo vas a llamar a tu restaurante? —preguntó Ellie.


—Aún no lo he decidido —dijo Paula. Pero era una mentira tan patente que, avergonzada, tuvo que desviar la mirada.


—Dicen que tendrá algo que ver con los médicos —apuntó Ellie.


Paula rio con ganas. Parecía que Ramon había ido contando su conversación sobre los posibles nombres de la sandwichería.


—Quizá debería llamarlo «De vez en cuando».


Las dos mujeres intercambiaron una mirada y estallaron en carcajadas.


—Creo que no me necesitáis —dijo Pedro, pero también sonreía.


—Oh, pobrecito —se burló Ellie—. ¿Te sirvo lo de siempre?


—Sí, claro. —Y miró a Paula—. ¿De qué quieres tu bocadillo?


—Brie con arándanos —dijo, antes de levantar la mirada—. Oh, perdón. Estaba pensando en sopas y bocadillos. Comeré pollo con pan de trigo integral y... —Parpadeó unas cuantas veces—. Fénix. Llamaré al restaurante Fénix porque...


—Porque renace de las cenizas —terminó Pedro, apretándole cariñosamente la mano. Paula le sonrió como agradecimiento.


—Vosotros dos echáis chispas, ¿eh? —dijo Ellie, pero su voz traslucía felicidad—. Haré los bocadillos mientras llenáis los carros de la compra. Os aplicaré el precio al por mayor y le enviaré la factura a Ramon.


—Gracias. Muchas gracias —dijo Paula con voz temblorosa.


—No, querida. Gracias a ti.


—Odio inmiscuirme en esta fiesta de chicas —interrumpió Pedro—, pero tengo que volver al trabajo. ¿Quién sabe? Puede que alguien se haya cortado con el filo de un papel y necesite que le ponga una tirita.


—Ojalá existiera una píldora que te endulzase un poco el carácter —apuntó Ellie, mirando significativamente a la chica, como indicándole que ese era su trabajo.


Paula alzó las manos enseñando las palmas y retrocedió un paso. Ramon había dicho que ella suavizaba el temperamento de Pedro, pero no mucho al parecer.


—Os veo luego —anunció Ellie, desapareciendo tras la caja.


Pedro fue a buscar un carrito y después se dirigió a la sección de frutas y verduras. Paula no había hecho una lista, pero sabía lo que necesitaba para hacer cuatro grandes ollas de sopa, más que de sobra para una ciudad pequeña como Edilean.


—¿Tan malo eres? —le preguntó a Pedro, dejando una bolsa de cebollas amarillas en el carrito.


—¿Como médico? Si el caso es importante, no creo que sea malo.


—No, me refería a la forma de tratar a los pacientes.


Pedro se atragantó.


—Si lo que pretendes es que me siente y aguante pacientemente indirectas tan directas todo el día, no cuentes conmigo. ¿Necesitas champiñones?


—Sí, pero asegúrate de que estén enteros. ¿Por qué le 
salen erupciones a la gente? ¿Por la alergia? ¿Y tres el mismo día? ¿Tenían alguna relación?


—No puedo contarte nada concreto. El secreto profesional médico-paciente, ya sabes.


—Lo comprendo, vale. Solo lo preguntaba porque algunas veces, en situaciones de mucho estrés, a mí me ha ocurrido exactamente lo mismo. Cuando mi madre murió y comprendí que no podía irme de la ciudad, todo mi cuerpo se cubrió de horribles manchas rojizas. Incluso me subían por la nuca y el cuero cabelludo. El médico tuvo que pasar veinte minutos conmigo porque no dejaba de llorar.


—¿Qué te recetó?


—Nada, en realidad —reconoció Paula—. Solo me dijo que tomase un vaso de vino diario y que riera por lo menos una vez al día.


—¿Y lo hiciste?


—No, pero ojalá lo hubiese hecho. ¿Dónde está la sección de lácteos?


—Por allí —indicó Pedro, y siguió a la chica muy pensativo—. Les pregunté por qué diablos les habían salido esas erupciones —dijo al fin.


—Espero que no con esas mismas palabras.


—Sí, porque sabía exactamente cuál era el problema... o creía saberlo. Una de las mujeres tenía el jersey lleno de pelos de gato, y ya le había dicho tres veces que si era alérgica a los gatos se mantuviera alejada de ellos.


—Pero le encantan los gatos, ¿verdad? —preguntó Paula.


—Sí.


—¿Y la segunda mujer?


—Lo mismo, pero cambiando los gatos por las fresas. Las baña de chocolate y, en cuanto se las come, empieza a rascarse. Cuando los picores y los sarpullidos se ponen serios, viene a mi consulta.


—¿Y la tercera?


Pedro calló unos segundos.


—La tercera era un caso diferente. Cuando le pregunté qué le pasaba, estalló en lágrimas.


—¿Por la pregunta en sí o por la forma en que se lo preguntaste?


—No fui muy amable, lo reconozco, pero tenía mis motivos. Los sarpullidos no son el problema en sí, sino una manifestación física del problema. A veces puede decirse que son autoprovocados, como cuando jugueteas con el gato del vecino siendo alérgica a los gatos, pero también pueden ser provocados por el estrés. Y si es estrés, no suelen confesar el motivo a menos...


—A menos que las pilles desprevenidas.


—Exacto. Así no tienen tiempo de recurrir a una mentira.


—¿Qué hiciste en ese tercer caso?


—No puedo darte los detalles, pero hice que Alicia la acompañara a un refugio para mujeres maltratadas y llamé a Colin, el sheriff. Él se encargó del resto.


—Y te quejabas de que había sido una mañana aburrida...


—Tomas hubiera...


Paula le puso un dedo en los labios para que callara.


—Creo que hiciste lo correcto.


La conversación había tomado un cariz muy serio y él quiso aligerarla un poco


—¿Ya tienes planes para la tercera cita? Tengo alguna experiencia en descolgarme de los helicópteros mediante cables, y he pensado que a lo mejor te apetecería probarlo.


La chica no sonrió, se limitó a añadir unos cuantos quesos al carrito.


—Ya sé que caminar por una estrecha viga de madera y ver a gente clavada en un árbol por una flecha es muy emocionante, pero a veces apetece algo más tranquilo. También resulta agradable estar juntos sin hacer nada.


Pedro no estaba muy seguro de lo que quería decir la chica. 


Él no había elegido aquellos dos acontecimientos. La primera noche había planeado una comida tranquila y... Vale, se vistió de negro, se puso una máscara y acudió a la cita montado en un caballo rebelde, pero la aparición de los ladrones no fue cosa suya. Y tampoco tener que asistir a un hombre con una flecha clavada en el hombro. Por otra parte, cuando Helena le avisó de la urgencia, Pedro sí se empeñó en que Paula lo acompañase.


—¿Gonzalo y tú pasasteis muchos momentos como esos? —se le escapó.


No pudo controlarse y descubrió que se sentía más celoso de lo que estaba dispuesto a admitir, pero la chica pareció advertirlo.


—Sí, los pasamos. —Hizo una pausa pero, antes de que Pedro pudiera decir nada, prosiguió—: Pero a escondidas de su padre y del resto de la ciudad. Por entonces no lo sabía, pero Gonzalo consideraba que no era lo bastante buena para aparecer en público conmigo. Pensé que era algo normal, pero... —Alzó las manos en un gesto de impotencia, dando por terminado el tema.


Cuando volvieron a la sandwichería, Pedro se empeñó en ayudarla con las compras, pero ella se negó.


—Tienes pacientes que atender.


Dejaron las bolsas en la acera, él le dio un leve beso de despedida y se marchó.




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