martes, 19 de abril de 2016
CAPITULO 35: (TERCERA PARTE)
Cuando Pedro fue a la sandwichería esa tarde, no encontró a nadie. «Menudo fiasco de anuncio, Ramon», pensó.
La puerta delantera estaba abierta y pensó recordarle a Paula que la cerrase cuando estuviera en el apartamento por la noche. Una cosa era dejar la tienda abierta aunque no estuviera, pero dejarla abierta estando dormida era otra muy distinta.
Las luces estaban apagadas, pero podía darse cuenta de que todo parecía limpio y ordenado. Vio un jersey rosa al fondo. Seguro que Paula lo había dejado allí.
Pero lo que había dejado era a sí misma, sentada en uno de los reservados y desplomada sobre la mesa, con la cabeza apoyada en sus brazos. Pedro no necesitaba ser médico para reconocer a una persona exhausta.
—Vamos, nena —susurró, dándole un suave beso en la sien.
Ella despertó lo suficiente para alzar los brazos y rodearle el cuello con ellos.
—Sin máscaras —dijo Paula débilmente, sin abrir siquiera los ojos. Él sonrió, mientras la chica enterraba la cara en su cuello acariciándole con la punta de la nariz—. Basta de máscaras. Solo yo, tan desnuda como puedas encontrarme.
—Me gustas desnuda.
—¿Ah, sí?
Pedro sonreía, intentando sacarla del reservado. Tenía que subirla al apartamento, pero estaba claro que tendría que hacerlo al estilo Rhett Butler y Escarlata O’Hara. Lo malo era que la escalera resultaba demasiado estrecha. No pasarían.
Paula resolvió el problema como lo haría una niña: reforzando su abrazo. A Pedro no le costó mucho esfuerzo alzarla en vilo, y ella aprovechó para cerrar las piernas en torno a la cintura del médico y apretarse contra él.
El placer de tener el cuerpo de Paula contra el suyo casi fue más de lo que podía soportar.
—Ahora me encanta ser pequeñita —murmuró ella, mientras se dirigían a la escalera.
—Nunca he sabido qué hacen las chicas altas con ciertas partes de su cuerpo.
—Me gusta cómo hueles —afirmó Paula, con los labios pegados al cuello de Pedro—. Me gusta tu olor y me gusta tu sabor. ¿Cómo va tu yo interior?
—Mucho mejor desde que te conocí —reconoció el médico, dejando escapar una risita.
La llevó hasta el dormitorio, se agachó y la dejó suavemente en la cama. Ella se movió hasta quedar de costado y volvió a dormirse.
Pedro se quedó allí de pie, incapaz de moverse, viendo cómo la chica se acurrucaba, cómo los vaqueros le marcaban la curva de las nalgas, cómo su jersey rosa se había subido dejando al descubierto su vientre y su espalda.
Tenía la forma de un reloj de arena y le recordó una época en la que las mujeres llevaban corsé y apretaban las cintas al máximo para exhibir una cintura de avispa. Paula no necesitaba corsé para conseguirlo. Incluso con vaqueros y camiseta podía presumir de las redondeces de las partes superior e inferior de su cuerpo, con su minúscula cintura en el centro.
Tenía que marcharse, tenía que cerrar la puerta tras él y dejarla dormir, pero no le resultaba fácil. Deseaba acurrucarse junto a ella, deseaba hacer el amor con ella, deseaba...
Ella dio media vuelta en la cama. Sin abrir los ojos alargó sus brazos hacia él. Pedro no necesitó más invitación.
Un segundo después estaba a su lado en la cama, rodeándola con sus brazos, con sus piernas.
—¡Hoy te he echado tanto de menos! —exclamó, besándole el cuello y la cara—. Quiero estar contigo siempre. Para siempre.
Ella no respondió, solo arqueó su cuerpo para pegarse aún más contra él, disfrutando de sus manos, de sus labios, de sus palabras.
Solo tardó unos segundos en quedar desnuda. Para ella resultó erótico estar desnuda y sentir su piel contra la ropa de Pedro, como si estuvieran haciendo algo ilícito, casi ilegal.
Mantuvo los ojos cerrados mientras él le besaba los senos y le lamía los pezones, sus fuertes manos sobre su cintura, sus pulgares acariciándole el estómago.
—Paula, eres tan preciosa... Nunca he visto una mujer tan perfecta como tú.
Ella no pudo evitar una sonrisa. Los labios de Pedro bajaron y bajaron, y cuando su lengua se introdujo en el centro de su ser, abrió los ojos desmesuradamente. Aquello era nuevo para ella, algo que jamás había experimentado y no tardó en sentir cómo la atravesaban oleada tras oleada de pasión.
Pedro le acarició la barbilla, obligándola a que lo mirase.
—¿Ha estado bien? —susurró.
—Nunca... nunca antes había...
—¿Ah, sí? —sonrió él—. Siempre es bueno saber que eres el primero.
—Eres el primero en un montón de cosas —admitió, rozándole suavemente la cara. Podía notar la incipiente barba con la yema de sus dedos. ¡Oh, qué símbolo tan masculino! Lo besó, sintiendo en su lengua la leve aspereza de su mejilla.
—Creo que es bueno compartir ciertas cosas —aseguró, moviendo la mano hasta situarla entre las piernas del médico. Estaba preparado, pero ella quería tomarse su tiempo. Desabrochó el pantalón rápidamente y bajó la cremallera. Y cuando tanteó su sexo, Pedro dejó escapar un gruñido de placer ante el éxtasis que le produjo el contacto.
A ella le gustaba tener ese poder sobre él, le encantaba la sensación de que aquel hombre era suyo, solo suyo. Los pantalones desaparecieron como por ensalmo y sintió la piel de su amante pegada a la suya. Caliente, anhelante de deseo.
Aunque recibir placer era algo nuevo para ella, estaba acostumbrado a darlo. Sus labios descendieron poco a poco deliberadamente, tomándose su tiempo, y sus dedos juguetearon entre sus muslos.
—¡Paula! —exclamó, cuando ella se introdujo el miembro en su boca.
Cuando igualaron las cuentas, se recrearon en la alegría del descubrimiento mutuo de sus anatomías acariciándose, tocándose, besándose, explorando todos y cada uno de los rincones de sus cuerpos. Tardaron mucho tiempo en satisfacer su curiosidad y calmar su ansia. Cuando lo lograron, Pedro la tumbó boca arriba en la cama, pero Paula lo empujó riendo y se sentó sobre sus muslos, quedando abrazados frente a frente.
—Está bien. Haz conmigo lo que quieras —acepto él, como si se sometiera a un poder mayor.
Paula dejó escapar una risa de triunfo, irguiéndose y moviendo las caderas para permitirle la entrada. Después se inclinó hacia él gruñendo de placer, y tomó su cara entre las manos.
—¿Qué forma voy a darte? ¿La de una jirafa o la de un oso? —le preguntó, traviesa, mientras empezaba a mover las caderas—. ¿O la de un halcón para que encaje con tus ojos?
Las manos de Pedro la sostenían por la cintura y la guiaban diestramente.
—Paula, amor mío, seré lo que tú quieras que sea.
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Ayyyyyyy, qué lindos caps!!!!!
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