domingo, 10 de abril de 2016

CAPITULO 5: (TERCERA PARTE)





No mucho antes, Pedro había entrado en el restaurante como si estuviera dispuesto a asesinar a alguien. Facundo y Ramon estaban manteniendo una interesante conversación sobre las distintas religiones en el mundo, pero las quejas de Pedro pronto se impusieron.


—Dijo que estaba sufriendo un infarto, así que lo dejé todo y acudí corriendo, sin importarme que hiciera dos días que no dormía —explicó Pedro—. Resultó ser una simple indigestión y, ¿sabes lo que estuvo haciendo su hija mayor todo el tiempo que duró la visita?


—¿Tirarte los tejos? —preguntó Ramon. Pedro y él eran primos y compartían una larga historia—. Es una chica preciosa, pero ya no es muy joven.


—No me interesa —sentenció Pedro, mientras la camarera colocaba en la mesa, frente a él, un vaso limpio y una nueva jarra de cerveza.


—¿No te interesa ella concretamente o no te interesa ninguna mujer? —se burló Facundo.


—Si estás sugiriendo lo que me imagino, puedes dar gracias por ser un cura o te tumbaría de un puñetazo.


—Me gustaría ver esa pelea. —Ramon rio—. Facundo es más joven que tú y me da la impresión de que también está más en forma. ¿Cuándo fue la última vez que te tomaste unas vacaciones?


—Creo que en la universidad.


—¿Antes de que Laura te dejara? —insistió Ramon.


Pedro soltó un gruñido y vació su vaso de cerveza antes de responder.


—No empieces tú también. Toda la ciudad cree que sigo suspirando por una chica de la que apenas me acuerdo.


—A la gente le gustan las historias románticas —apuntó Facundo.


—Que te digan que te pierdas no es nada romántico, créeme —volvió a gruñir Pedro.


—Esa actitud es la razón de que todo el mundo siga hablando de la chica Chawnley y de ti —aseguró Ramon.


—Sabes que podrías cortar de raíz todos esos chismes, ¿verdad? —sugirió Facundo, que hacía poco que se había hecho amigo de los otros dos.


—Sé que es una trampa, pero de acuerdo, picaré. ¿Cómo?


—Casándote —explicó Facundo, mientras Pedro se atragantaba con la cerveza.


—Bien dicho. —Ramon rio—. No podría estar más de acuerdo.


—¿Por qué no te casas tú? —contraatacó Pedro, dirigiéndose a su primo.


—Dejé escapar a Maria.


—La dejamos escapar los dos, pero al menos yo casi no pierdo la amistad del doctor Tomas por culpa de eso —admitió Pedro.


—¿Quién hubiera pensado que una chica de ciudad como ella era en realidad toda una mujer? —gruñó Ramon.


—Las chicas de ciudad también crecen, ¿sabes?


—Es posible —reconoció Ramon, pero no parecía muy convencido.


—¿Vais a seguir con eso? —preguntó Facundo—. Hablo en serio, Pedro, deberías casarte. No tienes tiempo de cocinar y te estás quedando en los huesos, vives en un apartamento horroroso y tu mal genio es legendario.


—Eso mantiene a mis ayudantes a raya —explicó Pedro con una media sonrisa.


—¡Ja! —se burló Ramon—. Esas pobres chicas son auténticas celestinas y tú eres su único cliente.


Pedro se pasó cansinamente una mano por la cara.


—No tienes ni la menor idea de todo lo que me han hecho. 
Hace unos meses organizaron una fiesta y...


—Invitaron a todas las mujeres casaderas de los alrededores —cortó Ramon—. Nunca se había visto en Edilean tanto frenesí femenino comprando vestidos. Decían que una de esas mujeres compró un vestido, pero cambió de idea y lo devolvió.


—¿Y eso es tan raro? —se extrañó Facundo.


—Es que lo hizo seis veces —explicó Ramon, disfrutando enormemente con la obvia incomodidad de Pedro.


Facundo frunció el ceño, extrañado.


—¿No te gustó ninguna?


—¿Cómo podía saberlo? —refunfuñó Pedro—. Todas se mostraron tan desagradablemente complacientes, que no podía creerme nada de lo que dijeran o hicieran. Si les hubiera dicho que me encantaba torturar inocentes patitos como pasatiempo, seguro que todas habrían estado de acuerdo conmigo en que era una afición de lo más divertida.


—Cualquiera diría que una mujer complaciente es algo malo —dijo Facundo—. ¿No te citaste con ninguna de ellas después?


—No, no tengo tiempo para citas —aseguró Pedro—. Además, lo intenté unas cuantas veces y no funcionó. O me llaman por una emergencia y tengo que acudir, con lo que solo consigo que se enfaden por dejarlas solas, o las veo como si fueran pacientes y no me motivan en absoluto.


—Así que vives en solitaria soledad —dijo Ramon.


—¡Mira quién habla! —replicó Pedro—. Tú quieres una mujer con la que poder discutir de filosofía y que luego te arregle la sierra mecánica.


—Estuve taaaaan cerca... —se lamentó Ramon.


—¿Qué quieres decir? —preguntó Facundo.


—Déjalo, es una larga historia —respondió Pedro.


—Me voy a casa a dormir.


—¡Uauh! —exclamó Ramon, mirando más allá de Pedro, hacia la entrada del local—. Hablando de felicidad conyugal, fijaos en lo que acaba de entrar.


Los otros dos giraron la cabeza para ver a la recién llegada. 


A pesar de la suciedad de su ropa, era con mucho la mujer más guapa del restaurante, quizá de toda la ciudad. Llevaba un sencillo vestido de algodón bajo un cárdigan rosa y zapatillas de deporte, pero nada de eso podía ocultar su curvilínea figura.


—Parece una Bardot joven —comentó Ramon.


—Da la impresión de que está buscando a alguien —añadió Facundo.


—Con la suerte que tengo, seré yo —gruñó Pedro—. Se habrá hecho un simple moretón en un brazo y vendrá exigiendo atención médica inmediata.


—Puede, pero examinarla sería una auténtica delicia —se regodeó Ramon.


—No para mí —negó Pedro, antes de dar otro largo trago de su cerveza—. ¿Viene hacia aquí?


—No, está hablando con la señora Garland —informó Facundo.


—Otra mujer que me odia y no se molesta en disimularlo —gruñó Pedro—. Confidencialmente os diré que tuve una seria discusión con ella, y después se despachó a gusto con mi personal. Tuve que soportar dos días enteros de bufidos y miradas asesinas.


—¿Siguen contando los días que faltan para el regreso de Tomas? —se interesó Ramon.


—Bety preparó con su ordenador un calendario de tres años y lo imprimió. Marcó todos los días con una «X», y cada mañana borra una porque están un día más cerca de la vuelta de su precioso doctor Tomas Todo-Lo-Hago-Bien.


—¡Oh, oh! —advirtió Ramon—. Esa preciosidad viene hacia aquí. Espero que me esté buscando a mí.


—Quizá quiera clases particulares sobre Hegel y Kant —sugirió Facundo.


Ramon enseñaba filosofía en la Universidad de Berkeley, pero estaba en su año sabático.


—A esa monada le daría clases de lo que quisiera —aseguró Ramon.


Pero resultó que Paula sí estaba buscando a Pedro, pero no por las razones que pensaba. Facundo y Ramon se quedaron sentados, paralizados, incapaces de moverse, mientras la atractiva joven vaciaba la jarra de cerveza sobre la cabeza de Pedro. Él había puesto su cara de fastidio habitual, creyendo que iba a ser víctima de las insinuaciones de otra mujer, cuando la expresión se le congeló en el rostro a causa del chorro de cerveza fría.


Las palabras de la chica —«La próxima vez conduzca con más cuidado»— parecían explicarlo todo. Antes, cuando Pedro se sentó con sus dos amigos, se había quejado de la basura que salpicaba la autopista.


—Le eché un simple vistazo a unos papeles que llevaba en el asiento del pasajero para asegurarme de que seguían allí, y cuando volví a alzar la mirada vi ese sobre en medio de la carretera. No pude esquivarlo y le pasé por encima. No sé qué diablos contendría, pero pude escuchar un crujido. Espero que no me haya estropeado el neumático.


Por la suciedad que manchaba el vestido de Paula, Facundo pensó que había sucedido algo más que lo que Pedro contaba... o lo que Pedro sabía. Para empezar, dudaba de que Pedro hubiera echado únicamente un «vistazo». A pesar de sus constantes quejas, Pedro Alfonso era un médico extremadamente entregado a su profesión. Si alguien estaba realmente enfermo, haría lo que fuera necesario para salvarlo, aunque tuviera que emplear varios días. Además, Pedro había confesado que no dormía hacía días y a eso tenía que sumarse la frustración de una emergencia que resultó no ser tal. Facundo suponía que Pedro había estado más atento a sus casos que a la carretera.


El pastor estudió a Paula sentada junto a él, silenciosa, aferrada al voluminoso sobre que la chica miraba como si su futuro dependiera de él. Conocía esa mirada, la había visto en demasiada gente, y la mayoría terminaba mal.


El día anterior había llamado a su hermano y a Karen, que seguían en su luna de miel, para comunicarles que lo habían nombrado pastor de la iglesia baptista de Edilean. 


Empezaría su labor dentro de tres semanas. Ruben le pidió que cuidara de Paula Chaves, la amiga de Karen, y le explicó que se quedaría con la señora Wingate y... Facundo no se acordaba exactamente qué más le había dicho su hermano. ¿Algo sobre un trabajo?


—Ayer tuve un día muy complicado y no estoy seguro, pero creo que mencionaron algo sobre un trabajo...


—Sí —reconoció Paula—. Seré la ayudante personal de Pedro, el hermano de Karen.


Aquello sorprendió tanto a Facundo que se desvió hacia la derecha y casi se salió de la carretera. Intentó pensar qué debía hacer. ¿Decirle que Pedro era el hombre que casi la atropella? La miró. Parecía tan triste que no quería empeorar su situación. Si posponía ese encuentro unos cuantos días, quizá pudiera encontrarle otro trabajo a Paula. Se preguntó para qué estaría cualificada.


—Así que fuiste al colegio con Karen —tanteó.


—A la universidad.


—¿Y qué estudiasteis?... Si no te importa que te lo pregunte, claro.


—Las tres compañeras de habitación nos licenciamos en Bellas Artes. A Karen solo le interesaba la joyería, Maria se limitó a dos dimensiones con la pintura, y yo me concentré en las tres.


—¿Dimensiones?


—Sí, escultura.


«Genial», pensó Facundo. ¿Qué trabajo podía ofrecerle Edilean a una escultora? Disimuló, dedicándole una sonrisa.


—Seguro que tienes hambre...


Habían llegado a Edilean y Paula contemplaba por la ventanilla las viejas casas restauradas que flanqueaban las calles. Karen le había dicho que era una ciudad olvidada por el tiempo, y parecía que era verdad.


—Es preciosa —exclamó, mientras Facundo entraba en el aparcamiento de lo que parecía un restaurante típico de los años cincuenta.


—El restaurante de Al —susurró ella, sonriendo por primera vez.


—¿Te ha hablado Karen de este local?


—Me dijo que su comida podía provocarte fácilmente un infarto.


—Tiene razón —admitió Facundo, sonriendo—. Pero, a veces, la grasa cura las heridas.


—Tal como voy vestida, no estoy muy presentable —protestó Paula, mientras Facundo daba la vuelta al coche y le abría la puerta.


—Esto es Edilean, no París. Nadie se fijará.


Mientras la conducía al interior del local, se dio cuenta de lo equivocado que estaba. La belleza de Paula provocó que todos los clientes la mirasen. Incluso con el vestido sucio y algo roto atraía la atención


La verdadera razón de que se hubiera detenido en el restaurante era realizar unas cuantas llamadas antes de llevar a Paula a casa de Karen. En cuanto pidieron su consumición, se excusó y salió al exterior para llamar a su esposa, Clarissa. Le pidió por favor que fuera a la tienda de comestibles y comprase todo lo que pudiera para llenar la nevera de la chica.


—Creía que su amiga iba a quedarse con la señora Wingate.


—Un coche ha estado a punto de atropellarla.


—¿Y cómo se encuentra? —Clarissa se alarmó—. ¿Tenéis que ir a la consulta del doctor Pedro?


—¡No! —casi gritó Facundo, antes de poder controlarse—. No, no es necesario. Es... es una larga historia, quiero contártela y pedirte consejo. El problema es que ha sido Pedro el que casi la atropella y resulta que mañana tiene que empezar a trabajar para él. Me temo que, cuando se conozcan, querrá partirle la cabeza con un bate de béisbol.


—Tendrá que ponerse a la cola —dijo Clarissa—. La mitad de las mujeres de esta ciudad quieren asesinarlo. Me han contado que en la última reunión del club de lectura de Edilean se pasaron tres horas discutiendo la mejor forma de vengarse de él. Creo que el canal de sucesos está muy interesado en el tema.


Facundo no rio la broma.


—Creo que Paula tiene motivos para presidir el club. Mi hermano...


—Será tan sarcástico como siempre.


—Y disfrutará diciéndome lo que tendría que haber hecho y no hice.


—Y tú disfrutarás sacando sus defectos —replicó Clarissa—. En fin, compraré algo de comida y unas flores para alegrar un poco la casa de Karen. Vuelve en cuanto puedas y comentaremos qué más se puede hacer.


Ahora sí sonrió Facundo. Se había enamorado de ella en el mismo instante en que la vio, y seguía maravillado de su excelente buen juicio.


—¿Te he dicho alguna vez lo mucho que te quiero?


—Hace una hora que no —confesó con voz melosa—. Ven a casa pronto, te echo de menos.


—Yo también —confesó Facundo, y colgó.


Podía ver a Paula a través del ventanal del restaurante y agitó la mano a modo de saludo. Mientras volvía al local, alzó los ojos al cielo.


—Dios, dame sabiduría —susurró antes de entrar.




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