Paula abrió la puerta que daba a una amplia y aireada estancia, orientada a la parte trasera del edificio y con vistas al bosque. Al igual que la anterior, estaba vacía. Había sido restaurada y el suelo, renovado. Todas las ventanas eran nuevas, algunas incluso aún tenían pegados los plásticos protectores.
—Es genial —dijo Pedro en voz baja—. Realmente genial.
Paula se plantó delante de él.
—Quiero saber qué estás pensando.
Pedro se volvió un momento.
—Cuanto más escucho acerca de Layton, más me preocupo. Has dicho que es capaz de atosigar hasta salirse con la suya. Que...
—No —lo interrumpió—. He dicho que le daría la lata a Maria. Eso es lo que hacen los padres. Dicen que es por nuestro propio bien. Mi madre me da la lata. ¿Es que tu padre no usa todo lo que está a su alcance para que hagas lo que él quiere?
—A todas horas —contestó Pedro—, pero esa no es la cuestión. No sé si conseguiré que mi madre acceda, pero a lo mejor puedo alquilar estas dos estancias para abrir una tienda de deportes. —Y conseguir que alguien las gestionara en su nombre, pensó.
A Paula se le subió el corazón a la garganta. Eso significaba que se quedaría en Edilean. Pero después se le cayó a los pies.
—¡Ah! —exclamó—. Será un montaje. Convencerás a tu madre de que te preste el dinero para fingir que vas a abrir una tienda y así estar cerca del señor Layton.
Pedro se quedó de piedra al escucharla, sobre todo la parte del dinero, pero después recordó el coche que Penny le había comprado. Contarle a Paula la verdad sería hablarle de su padre. Y no quería hacerlo y ver cómo su expresión cambiaba.
—Más o menos —replicó.
Escucharon la puerta de un coche.
—Quédate aquí —dijo Pedro al tiempo que pasaba a la estancia contigua para echar un vistazo a la fachada. Regresó en unos segundos.—Es un hombre. Parece un bloque de piedra con una cabeza pegada encima.
—Es el señor Layton —dijo Paula.
—Un hombre de ese tamaño con mi diminuta madre... —Meneó la cabeza, dio un paso al frente y se detuvo antes de volver a mirarla—. Vámonos —dijo, y la cogió de la mano para echar a correr hacia la puerta trasera.
—No es real —se dijo Paula en voz alta mientras limpiaba la encimera de la cocina—. No es real y no se va a quedar —añadió para asegurarse de que la idea calaba.
Unas cuantas horas antes, Pedro y ella habían salido corriendo por la puerta trasera de lo que sería Bricolaje Layton para refugiarse en el bosque.
—Verá tu coche —le advirtió a Pedro, sin aliento, mientras se apoyaba en el tronco de un árbol y lo miraba.
Pedro era muy grande y muy viril. Aún no podía creerse que el niño en el que tanto había pensado a lo largo de los años se hubiera convertido en ese magnífico espécimen de virilidad. La camisa se le pegaba al torso, tanto que podía adivinar sus músculos. ¿Qué hacía para tener semejante musculatura?, se preguntó. ¿Se pasaba seis horas al día en el gimnasio?
Cuando Pedro la miró, apartó la vista. No quería ver de nuevo esa expresión, la que decía que la veía como a una niña.
—Solo si sale por detrás —replicó Pedro con una sonrisa—. ¡Espera!
Aguzaron el oído y escucharon el sonido de la gravilla al crujir.
—Se va —dijo Pedro—. ¿Volvemos?
Paula echó un vistazo al bosque. Lo que quería era internarse mucho, muchísimo, entre los árboles y...
—¿Paula?
—Ya voy —contestó y recorrió tras él los escasos metros que los separaban de la parte trasera del enorme edificio de ladrillo.
Pedro le abrió la puerta del coche y la cerró antes de ponerse detrás del volante.
—Volvemos por donde hemos venido, ¿no? —preguntó él.
—Pero ahora me toca conducir a mí.
Pedro soltó una carcajada.
—A lo mejor probamos la carretera principal.
—¡Cobarde! —le soltó, y se echaron a reír.
La llevó de vuelta a casa, la acompañó hasta la puerta y se la abrió, pero no la acompañó al interior.
—Tengo que ver a mi madre —le dijo—. Tenemos que hablar de algunas cosas.
—Claro —replicó Paula al entrar en casa. Estaba segura de que en cuanto volviera, Pedro le diría que se marchaba del pueblo, que había sido bonito verla de nuevo.
Su móvil sonó nada más cerrar la puerta.
—¿Me has echado de menos? —le preguntó David.
Habían pasado tantas cosas en el último día y medio que casi no reconoció su voz.
—Claro que sí —contestó—. ¿Y tú?
—Te eché mucho de menos cuando no respondiste mis mensajes.
Paula se apartó el móvil de la oreja y pulsó una tecla. Tenía cuatro mensajes de voz.
—Lo siento —se disculpó—. He estado tan ocupada que no he mirado el móvil.
—Lo sé. Con la boda de los Johnson, ¿no?
«¡Ay, no!», pensó Paula. «Las alianzas. Por favor, por favor, que Carla se haya acordado de hacerlas», suplicó. Echó a andar hacia la puerta del garaje.
—Sí, la boda —confirmó. Encendió la luz. En el banco del trabajo había dos alianzas de oro, con el intrincado grabado bruñido a la perfección. «Gracias», pensó al salir del taller—. ¿Y tú qué te cuentas? ¿Estás muy liado?
—Si hubieras escuchado mis mensajes, aunque no me estoy quejando, por supuesto, sabrías que estoy hasta el cuello. Pero estoy haciendo todo lo posible para escaparme el fin de semana.
Apagó la luz y cerró la puerta.
—¿Cómo?
—¡Paula! —exclamó David—. Me parece que se te ha olvidado. ¿El fin de semana?
—Ah, sí, claro —respondió. Se le había olvidado por completo. Claro que la escapada no había sido idea suya, sino de sus amigos y familiares.
—Hiciste la reserva, ¿no?
Se acercó a su escritorio, situado en un rincón de la cocina, y miró la reserva impresa. Una habitación doble en el bed & breakfast Sweet River, de Janes Creek, Maryland, para las noches del viernes, el sábado y el domingo del fin de semana siguiente. Carla le había dicho que creía que David iba a proponerle matrimonio mientras estaban allí. Desde luego, podría decirse que él se había invitado solito a acompañarla.
«Lo conozco de hace seis meses», había protestado Paula con el ceño fruncido. «Me pidió venir porque quiere alejarse unos días de su empresa.»
«Claro, claro», había replicado Carla. «Se te olvida que conozco a su ex novia. Nunca se tomó un fin de semana libre por ella, y estuvieron juntos más de dos años.»
Paula había dicho que necesitaba... Como no se le había ocurrido una excusa, se había limitado a salir de la estancia.
—¿Paula? —le preguntó David—. ¿Sigues ahí?
—Sí. Es que un antiguo amigo de la infancia ha aparecido de repente y se está quedando en la casita de la piscina.
—Debe de ser una sorpresa muy agradable —dijo David—, pero, Paula, nada de amigos este fin de semana. Te quiero para mí solo. Tú y yo... vamos a jugar.
—Vale —contestó, y tras murmurar unas cuantas cosas más, David dijo que tenía que dejarla, ya que acababan de entregarle más de diez kilos de gambas.
Se metió el móvil en el bolsillo y empezó a recoger la cocina... y a mirar el reloj. No tenía sentido que la pusiera nerviosa el tiempo que Pedro pasara con su madre, pero así era.
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