miércoles, 23 de marzo de 2016
CAPITULO 27 (PRIMERA PARTE)
La gente dejó de hablar, y extendiéndose, el silencio se fue acercando a ella. Las mujeres de la cocina salieron para ver la causa de la calma creciente.
Paula vio la parte superior de la cabeza de Pedro al otro lado del grupo, así que supo cuándo se detuvo. Estaba justo enfrente de ella, pero un montón de personas le dificultaban la visión. Entonces se dio cuenta de que él estaba esperando a que se apartaran. El grupo de personas empezó a hacerse a un lado lentamente. Entonces, los más próximos a Paula retrocedieron hacia los laterales de la habitación. Solo Noelia permaneció donde estaba, en el gran sillón. La niña se volvió para mirar a Paula y sonrió, y luego se volvió para mirar también a su tío.
Cuando la última persona se hubo apartado, Paula vio por fin a Pedro. Si no le conociera como persona, estuvo segura de que se habría quedado pasmada por la arrolladora belleza de Pedro. Llevaba puesto su esmoquin, ya sin el brazo en cabestrillo, más apuesto que ningún otro hombre que ella hubiera visto jamás. Ya fuera en pantalla o en foto, ya en persona, Paula no había visto en su vida a nadie con mejor aspecto. El pelo moreno, los ojos azules, los hombros anchos... todo era perfecto.
Pero en realidad, lo que Paula estaba viendo era algo más que su belleza física: veía al hombre que llevaba dentro. Sus encuentros en las noches sin luna, las caricias que se habían prodigado, sus risas... todo acudió a su memoria. La implicación de ambos en la vida del otro estaba entre ellos.
La sobrina, el padre, los primos, los amigos de Pedro, todo estaba allí.
El doctor Pedro Alfonso era en efecto un envase precioso, pero lo que para ella tenía más importancia era el hombre que era. Admiraba al hombre que se asomaba al vacío en un helicóptero para agarrar a un niño que colgaba de una cuerda. Había llegado a valorar al hombre que dedicaba su tiempo a ayudar a la gente necesitada, que amaba a su familia y veía películas en compañía de dos solitarias damas.
Y el hecho de que hubiera regresado una día antes también la alegraba enormemente. Que hubiera aparecido vestido de esmoquin en aquella reunión informal era casi una proclamación de que él y Paula eran pareja. No más sigilo; no más encuentros solitarios en la oscuridad.
No pudo evitar pensar que dada la similitud de sus indumentarias, Pedro estaba declarando ante todos que él y Paula iban juntos. Sabía que era una emoción primitiva, pero pasar de sentirse una extraña a encajar en el grupo era algo vivificante.
La habitación llena de gente permaneció en silencio mientras Pedro avanzaba hacia Paula. Cuando llegó hasta ella no dijo ni un palabra, solo extendió la mano, y ella la cogió. ¡Qué cosa más natural pareció!
Alguien puso música, un vals lento, y Pedro la atrajo entre sus brazos. Puesto que había estado acurrucada con él en una noche lluviosa, y que habían estado sentados junto a
un lago bajo un cielo estrellado, Paula supo que encajaría en él a la perfección, sin esfuerzo, con fluidez.
Cuando Pedro empezó a bailar lentamente, lo acompañó.
Era todo como un sueño. Sus brazos rodeándola, los movimientos fluidos de Pedro, sus ojos que no se apartaban de los suyos... todo parecía algo inventado por ella. Lo siguió sin dificultad, moviéndose por la parte del suelo despejada hacia la música. Las personas que los rodeaban se convirtieron en una mancha borrosa. Paula solo veía a Pedro, solo oía la música, solo sentía su cuerpo.
Bailaron como si llevaran haciéndolo toda la vida. Quizá se debiera a la confianza que había llegado a depositar en él, pero el caso es que se relajó por completo y dejó que la llevara. Cuando Pedro se apartaba, aunque sujetándole todavía la mano, sabía que tenía que girar y volver de nuevo a él. Era como si sus mentes, además de sus cuerpos, trabajaran juntas.
En un momento dado Pedro extendió los brazos y Paula se apoyó en él. Él retrocedió, sujetándola todavía, y Paula se dejó caer hacia atrás, confiando en que la sujetaría por la cintura. Ella percibió vagamente el grito ahogado de los circundantes; debía de haber parecido que se iba a caer, aunque sabía que Pedro la agarraría.
Cuando la música se acercaba al final, la atrajo hacia él, pegando su pecho al de ella y le puso un brazo en la espalda.
Durante un momento se sostuvieron la mirada. La intensidad del azul oscuro de los ojos de Pedro, aquella mirada que era un lago insondable de deseo, hizo que Paula sintiera que su cuerpo prendía en llamas.
Pedro le lanzó una leve sonrisa de complicidad, y ella le correspondió. Lo que estaban sintiendo era mutuo.
Cogiéndola de la mano, hizo que se le alejara girando, y luego la atrajo de nuevo hacia él. Y cuando Paula volvió a estar entre sus brazos, Pedro la hizo inclinarse hacia atrás hasta casi hacerla tocar el suelo con el pelo.
Acto seguido la música cesó, y Pedro la levantó hasta dejarla de pie a su lado, sujetándola firmemente por la cintura.
A Paula le iba el corazón a mil, en parte a causa del baile, pero sobre todo por el deseo que había percibido en Pedro.
Ningún hombre la había mirado de aquella manera, como si fuera lo que más deseara en el mundo, lo que necesitaba, lo que solo ella podía entregarle.
No se atrevió a mirar a Tris Pedroporque tuvo miedo de que le diera por arrancarle la ropa allí mismo.
Mientras permanecían uno al lado del otro, los que les rodeaban no se movieron durante un momento. Les estaban mirando fijamente, como si no se creyeran lo que acababan de ver.
Al cabo, en la habitación se elevó un suspiro colectivo de voces femeninas.
—¿Por qué no bailas así conmigo? —le preguntó una mujer a su marido, rompiendo el silencio. Los demás empezaron a reírse y a hablar, apiñándose todos en torno a Pedro y Paula. Habrían acabado por separarles de no ser por que Pedro, en absoluto dispuesto a consentirlo, la mantuvo firmemente sujeta por la cintura.
Ruben se abrió paso entre el grupo.
—Me has robado el protagonismo —le dijo a Pedro—. Y a mi chica.
Pedro acercó aun más a Paula.
—Nunca has tenido la menor oportunidad.
Ruben miró a Paula.
—Dile que eso no es así. Lo nuestro se remonta a hace mucho. Con nuestra historia...
Se interrumpió porque Noelia se había interpuesto entre él y Pedro.
—¿Y tú quién eres? —preguntó la niña.
Ruben le sonrió cariñosamente.
—No me recuerdas, pero soy otro de tus primos. —Alargó la mano como si tuviera intención de revolverle el pelo a Noelia.
Pero Noelia Sandlin no era de la clase de niña que consintiera que un extraño le revolviera el pelo. Lanzó a Ruben una mirada muy madura que le conminó a retroceder, tras lo cual se volvió y metió la mano en la de Paula.
Paula aferró la mano de la niña, con el brazo de Pedro rodeándola firmemente por la cintura, y los tres miraron a las personas que les rodeaban. Cuando empezaron las preguntas, fue un bombardeo: que dónde se habían conocido; que hacía cuánto; que si iban realmente en serio.
Pedro le dio un tirón a Paula que pareció decir: «Larguémonos.» A su vez, ella le apretó la mano a Noelia, y al cabo de un segundo los tres se estaban abriendo paso a través del gentío en dirección a la puerta principal. Fueron varios los que trataron de detenerlos, pero el trío no se soltó en ningún momento.
En cuanto estuvieron fuera, Pedro dijo:
—¡Al coche! —Se soltaron y echaron a correr.
Puesto que Paula no sabía dónde había aparcado, siguió a Noelia y Pedro lo mejor que pudo.
—¡Eh! Que llevo tacones —gritó, cuando la adelantaron.
Pedro regresó corriendo, le cogió la mano y siguieron corriendo. Noelia estaba ya en el BMW de Pedro y mantenía abierta la puerta del copiloto. Pedro ayudó a Paula a entrar, y la niña cerró la puerta, hecho lo cual subió a la parte de atrás para sentarse entre una colección de peluches y algunas muñecas verdaderamente bonitas.
Cuando Pedro se metió en el asiento del conductor, Paula volvió la mirada a Noelia y se sonrieron abiertamente.
¡Habían logrado escapar! Pedro, tan gallardo con aquel esmoquin, arrancó el motor.
Paula casi tuvo miedo de mirarle por temor a arrojarse encima de él. Era como si su cuerpo estuviera vibrando, como si el aire no le pasara de la garganta. Si Noelia no hubiera estado allí, seguro que habría arrastrado a Pedro al asiento trasero.
—¿Alguien tiene hambre? —preguntó él, y a Paula le maravilló el tono tranquilo de su voz.
—Quiero ir al bar de Al a tomar batidos —declaró Noelia.
Pedro miró a Paula, y a ella no le cupo duda de lo que él estaba sintiendo. Su mirada mostraba bien a las claras la incandescente pasión que corría por su cuerpo. Sabía que se acercaba la hora de estar juntos, pero por el momento... bueno, por el momento aquello eran los preliminares.
Con una sonrisa de complicidad dirigida a Paula, Pedro echó un vistazo a Noelia, y dijo:
—¿Y qué os parece un restaurante de los años cincuenta? Las hamburguesas están cubiertas de cebolla grasienta y los encurtidos son picantes.
—Me parece que no vamos vestidos adecuadamente para la ocasión —objetó Paula, mirando su vestido de alta costura, el esmoquin de Pedro y el precioso vestido sin mangas de Noelia. Seguía sonriendo, recordando el baile, pensando en lo que se avecinaba.
—Entonces que sea Al. —Pedro puso la mano en el cambio de marchas, pero la volvió a levantar—. Noelia, cierra los ojos.
—¡Ah, puf! ¡Nada de besos!
—Sí, besos sí —dijo su tío, mirando a Paula.
A esta no le iba a resultar fácil refrenar el deseo que la dominaba, pero tenía tantísimas ganas de besarle. Se inclinó hacia él y sus labios encontraron fácilmente los de Pedro.
Sería un beso de pura felicidad, de alegría por estar juntos y poder verse al fin uno al otro, por haberle dicho al mundo que eran pareja. Pero lo que era más importante: sería un beso que contenía la promesa de lo que estaba por llegar.
Pero pese a sus buenas intenciones, el beso cobró intensidad. Se aferró a la nuca de Pedro, y los brazos de él empezaron a hacerse más envolventes. Fue Pedro quien tuvo la presencia de ánimo necesaria para separarse.
—Sí —dijo él, volviendo a poner la mano en el cambio de marchas—. Más tarde.
—¿Puedo abrir ya los ojos? —preguntó su sobrina.
—Como si no hubieras estado atisbando —dijo Pedro, y Noelia soltó una risilla nerviosa.
A Paula le costó un rato recuperar la normalidad cardíaca.
—¿Y tu brazo? —preguntó cuando Pedro arrancó.
—Hice que me quitaran la escayola mientras estaba en Miami. Quería rodearte con los dos brazos.
—Sigo aquí, eh —soltó Noelia.
—Y a ti también —dijo Pedro.
—Pero si se te ha curado el brazo, ya no necesitarás que Ruben se encargue de tu consulta, ¿no? Podrás volver al trabajo inmediatamente.
Pedro le dedicó una media sonrisa.
—Sigue débil, y creo que necesito algún tiempo para hacer rehabilitación. ¿A ti qué te parece?
—No me cabe la menor duda —refrendó Paula—. Mucho tiempo. —Hubiera querido añadir: «Quizá todo el verano», pero se abstuvo. Se volvió para mirar a Noelia—. ¿Cómo se encuentra tu padre?
—Le duele, pero está bien.
Paula miró a Pedro en busca de confirmación, y él asintió con la cabeza.
—¿Has pintado mi casa de muñecas? —preguntó Noelia.
—Sobre el papel. Dibujé diferentes alternativas de color, y Lucia y yo conseguimos unas muestras de tela.
—¿Telas? —preguntó Pedro—. ¿Para qué las necesitáis? ¿Se puede saber qué no me han contado, señoras mías?
Noelia volvió a soltar la risilla.
—Tenemos nuestros secretos —respondió Paula—. Aunque te puedo garantizar que vamos a compensar el tiempo perdido en la rehabilitación de la casa de muñecas. Por cierto, no he sabido nada de Bill Welsch.
—Andy le llamó, y sí que quiere trabajar en la casa, pero primero tiene que terminar una gran obra. Pasarán semanas antes de que pueda ponerse a ello.
—Mamá dijo que el hombre quería ver a la señorita Livie —terció Noelia.
—Qué interesante. —Paula miró a Pedro, pero él se encogió de hombros. Seguía sin saber nada.
Aparcaron en el aparcamiento del restaurante de Al.
El Gran Al, que tenía tanta grasa como sus hamburguesas y una barriga verdaderamente notable, ni siquiera pestañeó cuando tres personas vestidas de etiqueta entraron en su local. Pegó un gritó desde detrás del medio mostrador que daba a la cocina.
—¡Doc! ¿Lo de siempre?
—Por supuesto —respondió Pedro.
—¿Y usted, princesa? —le preguntó a Noelia—. ¿Bocadillo de queso caliente y batido de chocolate?
—Y... —empezó a decir Pedro.
—Ya, ya, encurtidos para los dos. —El hombre miró a Paula—. ¿Y usted, señora urbanícola?
—¿Urbanícola? —repitió Paula con un exagerado acento rural—. Me crie en Nueva Jersey. Dame lo que tengas y rapidito.
El hombro soltó un resoplido, un sonido que solo en un alarde de imaginación podría tomarse por una risotada.
—Vale, Jersey Lil. —Y Al desapareció en la cocina.
—Al te ha puesto un apodo —dijo Pedro—, así que oficialmente ya eres miembro de la sociedad de Edilean. —Le hizo un gesto a Paula para que se sentara a su lado, pero ella no se fiaba ni un pelo de lo que podría hacer estando tan cerca de él. Se sentó junto a Noelia, que ya estaba hojeando la lista de éxitos.
—Cobarde —le dijo Pedro entre dientes.
Paula fingió no haberle oído.
—¿Qué es lo que pasa con los encurtidos? —preguntó.
—Que les gusta a todos los tristanes —dijo Noelia sin levantar la vista.
—¿Los tristanes? —preguntó Paula, mirándole a través de la mesa. Nunca un hombre había estado tan guapo con un esmoquin. Bien se podría decir que la prenda había sido creada específicamente para él. Parecía sentirse a sus anchas con él puesto, y lo llevaba con la misma desenvoltura que unos vaqueros y una camiseta.
Tuvo que concentrarse para recordar dónde estaban y qué era lo que estaba diciendo.
—¿Es que sois más de uno?
—El nombre se remonta a algunas generaciones —le explicó él, mientras alargaba la mano y le cogía la suya—. Hemos sido varios seguidos.
—Y a todos les gustan los encurtidos. —Noelia extendió la mano para que su tío le diera dinero para la gramola. Pedro soltó a regañadientes la mano de Paula para palparse los bolsillos del pantalón. Como estaban vacíos, miró en su chaqueta. Dio con algunas monedas, pero también sacó la nota de Paula con los corazones dibujados.
Le dio el dinero a Noelia y entonces miró a Paula con fuego en los ojos.
Ella tuvo que apartar la mirada cuando la temperatura de su piel empezó a aumentar.
—La señorita Livie llamó al tío Pedro a Miami y le contó lo que te ibas a poner —le explicó Noelia—. Así que condujo a toda velocidad hasta el aeropuerto. Volvimos a casa sin ningún equipaje.
Paula miró a Pedro, preguntándole con la mirada.
—No podía ser que fueras a ver a Ruben llevando uno de los vestidos de la señorita Livie, ¿verdad que no?
No pudo evitar sentirse halagada. Se los imaginó a los dos corriendo como locos por el gran aeropuerto de Miami, sin equipaje y subiéndose al primer avión en el que encontraran dos asientos vacíos. Nunca había tenido a un hombre que hiciera semejante esfuerzo por estar a su lado.
Elvis apareció en la gramola cantando Hound Dog, y Noelia corrió hacia Paula. La niña quería salir del reservado.
Paula se levantó para dejarla salir, pensando que iba a los servicios.Pedro se recostó de nuevo contra la pared y le hizo un gesto a Paula para que se le uniera en aquel lado del reservado. Esta no podría resistirse una segunda vez. Y se dijo que había tenido tiempo de sobra para tranquilizarse desde el baile, así que quizá podría sentarse a su lado.
Pero Pedro extendió el brazo y se dio la vuelta en el asiento.
A Paula no le costó adoptar la familiar postura de acurrucarse junto a él, y le besó a hurtadillas en el dorso de la mano.
Pedro tuvo tiempo de plantarle un beso en el cuello antes de que Paula pudiera levantar la vista.
Noelia se había parado delante de la vieja gramola, y Al, precedido por su enorme barriga y el delantal salpicado de grasa, salió de la cocina. Él y Noelia empezaron a bailar un excelente rock-and-roll al ritmo de la canción de Elvis. Al sujetaba la mano de la niña mientras ambos daban vueltas, y entonces el hombre levantaba a Noelia por encima de su cabeza, siempre cuidando de que su grasa no tocara a la niña.
—¡Qué bien bailan! —dijo Paula.
—No mejor que nosotros —dijo él en voz baja con los labios en su oreja—. Otras mujeres se asustan cuando intento inclinarlas boca abajo. Pero tú no. Eres la mejor con la que he bailado nunca.
—¿En serio?
—Completamente. Estoy empezando a pensar que eres la mejor en todo.
Ella no pudo reprimir una sonrisa al oír sus palabras.
—Yo...
—Ya sé —dijo él—. Te vas a marchar. —Le mordisqueó el lóbulo de la oreja—. Mi querida sobrina va a pasar la noche en casa de mis padres. ¿Quieres quedarte a dormir conmigo?
Paula tomó aire antes de responder.
—Sí —dijo al fin, y las expectativas le provocaron un estremecimiento.
Cuando acabó la canción, Al y Noelia se hicieron mutuamente una reverencia, y la niña regresó al reservado. Paula salió de los brazos de Pedro pero permaneció a su lado. Les sirvieron la comida, y la conversación se centró en la casa de muñecas.
Paula respondió a las preguntas de Noelia, aunque no fue fácil, porque las manos de Pedro estaban en su espalda y por dos veces le pasó los dedos por el brazo desnudo.
Cuando hubieron terminado, Paula ya estaba a punto de arrojarle por encima de la tabla de la mesa, pero Noelia insistió en que tenía que tomar postre. Le dijo a Al que querían tres raciones de tarta de cereza.
Mientras esperaban, le puso la mano en la rodilla por debajo de la mesa y la empezó a subir. Cuando palpó las medias, que dejaban una extensión del muslo de Paula sin cubrir, se atragantó con su bebida.
—Bebes demasiado deprisa —le dijo su sobrina cuando Al les estaba sirviendo los platos de tarta.
Pedro miró a Paula.
—Me encanta el vestido de la señorita Livie.
—A mí también —dijo ella, sonriendo—. Y así es como lo llevaba ella.
—La barra de baile y ahora esto. Basta que creas que conoces a alguien para que te enteres de algo nuevo —dijo él—. Noelia, ¿crees que podrías comer la tarta más deprisa?
—No —dijo la niña—. ¿Cuándo nos vamos a la cabaña del tío Ramon?
—Nos espera mañana. ¿Te parece bien, Paula?
—Fantástico —respondió, aunque tenía dificultades para concentrarse. La mano de Pedro estaba ascendiendo lentamente por su pierna.
—¿Llevarás las pinturas de la casa de muñecas? —preguntó Noelia.
—Esto... sí —dijo Paula.
—El tío Pedro me compró todos los lápices de colores, pinturas y papel que le dijiste.
—Bien —dijo Paula—. Podremos... —Y se apartó de Pedro antes de que su mano la volviera loca.
—¿Más tarta? —preguntó Paula—. ¿O preferirías otro postre?
—Seguro que el abuelo sigue en la fiesta —dijo Noelia, mientras le daba la vuelta a un par de cerezas por cuarta vez—. Tal vez debería quedarme contigo esta noche.
—Esta noche, no —dijo Pedro—. Tengo otro compromiso. Noelia, si te terminas la tarta en cuatro segundos, te compraré... —Se interrumpió.
—¿Me comprarás qué? —preguntó Noelia.
—No se me ocurre nada que no te haya comprado ya —dijo, haciendo reír a Paula.
—Muy bien —dijo Pedro—, salgamos de aquí.
—¿Puedo...? —empezó a preguntar Noelia.
—No —le interrumpió su tío.
—Pero tal vez...
—Rotundamente, no —dijo Pedro—. Esta noche te quedarás con el abuelo, y mañana por la mañana te recogeré en casa de la señorita Livie, y entonces nos iremos a la cabaña de Ramon.
—¿Cuándo? —preguntó Noelia.
—Cuando me levante de la cama —dijo Pedro, mientras la apuraba hacia la puerta.
—Pero a ti te encanta quedarte en la cama —dijo Noelia con desaprobación, y miró a Paula—. A veces los domingos, cuando mamá y yo volvemos de la iglesia, todavía está en la cama.
—Parece un hombre muy perezoso —dijo Paula.
—Lo es. —Era evidente que Noelia no quería que su tío la enviara fuera a pasar la noche.
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