miércoles, 23 de marzo de 2016
CAPITULO 28 (PRIMERA PARTE)
Paula no pudo evitar sentirse un poquito nerviosa cuando Pedro llevó a Noelia a la casa alquilada que estaba utilizando su padre.
«¡Ya está!», pensó.
Mientras Pedro llevaba a Noelia hasta la puerta, Paula envió un mensaje de texto a Lucia diciendo que no pasaría la noche en casa.
«NOS SENTIRÍAMOS DECEPCIONADAS SI LA PASARAS», le contestó Lucia.
Cuando Pedro volvió al coche, estaba tan nerviosa como una estudiante de instituto en su primera cita de verdad.
Pero no tenía que haberse preocupado, porque Pedro la tranquilizó inmediatamente. Mientras conducía de vuelta a casa, la hizo hablar sobre sus ejercicios vespertinos, y cuando llegaron a la puerta de la casa, las risotadas compartidas la habían relajado.
En cuanto entraron, Pedro se volvió hacia ella.
—Deseaba tener champán helado y pétalos de rosas para nuestra primera vez —dijo—. Pero cuando supe lo tuyo y lo del vestido y la fiesta... —Se encogió de hombros.
—Corriste a coger un avión.
—Sí —dijo—. No quería cargar con Noelia, pero es una persona de lo más convincente... —Se interrumpió cuando Paula se le acercó un paso.
Él le tendió los brazos,Paula se acercó y la boca de Pedro le apresó la suya con un beso profundo. En todos los demás besos que habían compartido, ella se había contenido; o hacía muy poco que se habían conocido o no había sido el momento adecuado; siempre había parecido existir un obstáculo. Pero en ese momento estaban solos y tenían toda la noche para estar juntos.
Le lengua de Pedro encontró la suya; mientras, poniéndole la mano en la nuca, la inclinó para acceder mejor a sus labios. Le recorrió el cuerpo con las manos bajando por la seda del vestido.
—Te he deseado desde la primera vez que te vi —le susurró al oído. Le mordisqueó el lóbulo con los labios.
—¿Y eso cuándo fue? —preguntó Paula con la cabeza hacia atrás, mientras la boca de Pedro reivindicaba su cuello.
—Hace años, pero esta vez, cuando llegaste. Te vi salir del coche y estabas tan hermosa como te recordaba. —Le besó la piel justo debajo de la oreja—. Me gustó tu manera de estirarte. —La besó en la base del cuello—. Me gustó que cerraras los ojos y aspirases el aire. —Le inclinó la cabeza contra sus hombros y la besó en la nuca. Tenía la mano en la cremallera de su vestido y, mientras la bajaba, sus labios la siguieron en su descenso, centímetro a centímetro.
Cuando llegó al final, el vestido cayó, dejándola allí de pie con su ropa interior negra de encaje y unos tacones muy altos.
—Preciosa —dijo Pedro mientras le daba la vuelta, acariciándola con las manos y los ojos.
La rodeaba con el brazo cuando subieron la escalera. La lámpara de su dormitorio tenía un regulador de intensidad para que la luz fuera suave y cálida.
La condujo hasta la cama, retrocedió y la recorrió con la mirada.
Ella se alegró de haberse puesto las medias, y se alegró por todo el encaje y toda la seda.
Pedro retrocedió, y sin apartar la mirada de ella ni un instante, empezó a desnudarse. Primero la pajarita, luego la chaqueta. Cuando llegó a la camisa, Paula se incorporó y le hizo un gesto para que se acercara. Le temblaban los dedos cuando le desabrochó los botones de la camisa.
Una parte de ella deseó saltar encima de él, dejar salir toda la pasión que sentía, pero la parte más grande deseaba que su primera vez fuera lenta y lánguida. Pero, sobre todo, quería verle, llenarse los sentidos con la visión de Pedro.
Conocía sus ruidos, la dulce fragancia de su aliento y la sensación de su cuerpo pegado al suyo. La parte que faltaba era mirarle, embeberse del color de sus ojos, su pelo y su piel, ver cómo le crecía la barba en la mandíbula, cómo se le ondulaba el pelo sobre el cuello.
Le besó en el pecho mientras le desabotonaba la camisa y le quitaba los pantalones. Pedro empezó a inclinarse para besarla, pero ella le puso la mano en el pecho y lo mantuvo a distancia; quería ver sus músculos moverse bajo la piel. Le recorrió el pecho con las manos, se las ahuecó sobre los prominentes pectorales, le tocó las prominencias del estómago.
—¿Todo bien? —preguntó él.
Paula pensó que estaba de broma, pero cuando volvió a mirarle a la cara se dio cuenta de que estaba verdaderamente preocupado por que le encontrara agradable. Tenía que saber que era hermoso, pero al mismo tiempo parecía que lo único que le importaba es que lo encontrara atractivo. No el mundo en general, sino ella, Paula Chaves.
Paula le sonrió.
—Más que bien —dijo, y él le devolvió la sonrisa.
—Paula —dijo, cuando la rodeó con el brazo y la levantó hacia él. La besó con ahínco largo rato, y cuando se apartó, era tal la pasión que ardía en sus ojos, tal el fuego azul que desprendían, como si el océano estuviera en llamas, que Paula casi retrocedió. Casi.
—¡Oh, sí! —murmuró, cuando él empezó a quitarle ropa.
Pedro se sentó a su lado y se atravesó la pierna de Paula en el regazo. Seguía con los pantalones puestos, y ella sintió la lana en la parte sin cubrir del muslo. Pedro le desenganchó la media y se la bajó enrollándola; sus labios siguieron el camino de sus manos.
Primero una media de seda, luego la otra, hasta que las piernas de Paula quedaron al descubierto. Se las recorrió desde el pie hasta el muslo con la mano, moviendo el pulgar por debajo de las bragas.
Paula echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y se entregó a sus caricias.
Pedro la volvió a tumbar de espaldas en la cama, y cuando se estiró a su lado estaba desnudo. Paula sintió el suave algodón de la sábana, la seda de su propia ropa interior y la deliciosa calidez de la piel de Pedro.
La estaba besando por el cuerpo, en el estómago, y luego subió de nuevo al cuello.
Paula, hundiendo las manos en el abundante pelo de Pedro, le atrajo la boca hasta la suya.
Sin saber cómo, el sujetador se le cayó. Sus sentidos estaban tan embebidos con las caricias de Pedro, que Paula ya no era consciente de lo que estaba sucediendo. Él la envolvió en sus brazos, inundándola; era como si no pudiera sentir, oír, oler y saborear nada que no fuera él. Fuera de aquel hombre lo demás no importaba.
La boca de Pedro en sus pechos la hizo arquear la espada, y, al hacerlo, le bajó las bragas por las piernas, acariciándola con las manos a medida que lo hacía.
Cuando la penetró, Paula soltó un grito ahogado, y él le cubrió la boca con la suya.
El vaivén de sus movimientos fue lento y prolongado, y Paula se sintió inundada de dulzura. Tenía las manos en la espalda de Pedro, y notaba la actividad de sus músculos bajo la piel, sus movimientos a medida que él profundizaba rítmicamente en su penetración.
Pedro pasó una pierna por encima de las suyas, se dio la vuelta para ponerse boca arriba y arrastró a Paula con él.
Sentada a horcajadas sobre las caderas de Pedro, le miró su hermosa cara, la ancha extensión del pecho de piel dorada que se estiraba sobre los esbeltos músculos, y Paula supo que jamás había sentido un deseo así.
Empezó a moverse encima de él, arriba y abajo, cada vez con más intensidad. Pedro la sujetaba por las caderas, ayudándole con los brazos. Paula se inclinó hacia delante, apoyó las manos en el cabezal y aceleró el ritmo.
Entonces Pedro la arrojó sobre la cama boca arriba y se impulsó dentro de ella, arrancándole gritos de placer.
Se corrieron juntos entre fuegos de artificio, abrazados el uno al otro, zarandeados los cuerpos por una oleada tras otra de pasión.
Pedro se dio la vuelta de costado para quitarse de encima, la piel brillándole por el sudor.
—Ha sido... —Parecía no saber qué decir.
Paula se puso de costado para mirarle y le puso la mano en el pecho.
—Ha sido el principio —dijo.
Pedro le sonrió.
—Tendrás que concederme un minuto antes de empezar de nuevo.
—No te apures —le tranquilizó—. Soy artista. La creación es mi religión. Cuando haya acabado contigo, estarás más que preparado para continuar.
—Si eso es un desafío, lo acepto —dijo él—. De mil amores.
Paula quería acariciarle, deslizar su piel contra la suya, sentir moverse las curvas de su cuerpo contra los planos de Pedro.
Se tumbó encima de él de espaldas, y le encantó tocarle solo a él, sin sábanas ni ropa de por medio, solo carne sobre carne. Movió los pies sobre él, le recorrió los antebrazos con las manos, sintiendo el pelo que los cubría. Cuando movió el trasero sobre el centro de Pedro, le arrancó un gemido.
Paula se dio la vuelta para colocarse frente a él, y le puso la cara en el cuello, aspirando su familiar olor. Pedro le acarició la espalda, bajando las manos por sus hombros y los brazos hasta llegar a la cintura, y allí las ahuecó sobre las nalgas.
Dándose la vuelta de costado para quitarse de encima, Paula le empujó para que se pusiera boca abajo, y reinició la exploración de su delicioso cuerpo. De nuevo, solo le estaba tocando a él, la piel desnuda contra la piel desnuda.
Sensuales al principio, sus movimientos se aceleraron cuando empezó a sentir la premura del deseo, la necesidad de sentirle dentro de su cuerpo.
Pedro se quitó de debajo, y en esta ocasión la hizo suya con una pasión incandescente.
Como Paula imaginara la primera vez que vio la cama de Pedro, rodaron fuera de ella. Él fue el primero en golpear el suelo, sujetándola contra su cuerpo y sin interrumpir el contacto ni una vez, con ella encima. Los largos dedos de Pedro la agarraron de las caderas cuando cayó sobre él con un golpe sordo muy gratificante.
Unos minutos más tarde, la llevó hasta un gran sillón y le levantó los tobillos hasta ponérselos en el cuello.
Transcurrido un buen rato, dejaron el sillón y Paula sintió en las rodillas la quemadura de la alfombra.
Cuando por fin alcanzaron el clímax juntos, empezaban a asomar los primeros rayos de sol.
Pedro la levantó del suelo poniéndole el brazo en la cintura, la dejó sobre la cama y se dejó caer a su lado. Se quedaron dormidos de inmediato.
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