miércoles, 23 de marzo de 2016
CAPITULO 30 (PRIMERA PARTE)
En cuanto Paula salió de la cocina, las dos mujeres se volvieron para mirar a Pedro, pero él no dejó de comer.
—¿Y bien? —preguntó la señora Wingate.
—Está bueno —respondió él—. No tan picante como la tanda del año pasado, pero bueno. Tal vez deberías añadir algo más de pimienta en grano.
—No te está preguntando por los malditos encurtidos —le aclaró Lucia—, ¡y lo sabes! ¡Queremos saber cosas de Paula!
—Caray —dijo Pedro mientras utilizaba las pinzas de cocina para sacar otro trozo de pollo de la sartén—. Sin duda esta mañana estáis las dos muy guerreras. Bien, veamos, tres veces, sí, Paula y yo...
—¡Pedro! —le amonestó la señora Wingate en el tono de voz que un adulto utiliza con un niño.
Con una sonrisa en la boca, Pedro se sentó a la mesa de la cocina con su plato.
—Me gusta —dijo. Como las mujeres siguieron mirándole fijamente, añadió—: Me gusta mucho. Es fácil estar con ella. Encaja allá donde vayamos. Al la llamó Jersey Lil.
La señora Wingate asintió con la cabeza mientras se sentaba enfrente de él.
—Por Lillie Langtry —dijo—. A Albert siempre le gustó la televisión pública, y está en lo cierto. La belleza y sofisticación de Paula encubren su pasado proletario. Igual que la señorita Langtry.
Lucia y Pedro la estaban mirando de hito en hito boquiabiertos.
—No sabía que conocieras a Al —dijo Pedro—. Él...
—Livie conoce a todo el mundo —intervino Lucia con displicencia mientras se sentaba—. Queremos saber cosas sobre ti y Paula.
—Paula va a regresar a Nueva York al final del verano —dijo Pedro—. Me dice eso cada diez minutos.
Lucia suspiró.
—Nunca me han gustado ninguna de las jóvenes con las que has salido, pero Paula sí que me gusta. ¿Te imaginas a aquella... cómo se llamaba? ¿Melody?
—Monica —la corrigió Pedro.
—Sí, eso es. Monica. ¿Te imaginas a Monica ayudándome a cortar tiras al bies para los ribetes? Paula lo hizo. Y utilizó el pequeño accesorio de ribetear para forrar seis sisas. Te aseguro que tiene un talento natural para la tela. Y para las máquinas. Hasta Henry se porta bien con ella.
—A mí lo que me gusta de Paula —intervino la señora Wingate, mirando a Pedro— es que te valora a ti, y no solo tu aspecto. Aunque, por otro lado, te recuerdo expresando el deseo de encontrar a una mujer que te quisiera a ti y no a tu cara. Y a este respecto, «deseo» es la palabra clave.
Estaba haciendo referencia a la Piedra de los Deseos del Corazón de su primo Frazier. Se decía que la tal piedra tenía el don de conceder los deseos, siempre que salieran del corazón de una persona. Pedro hizo una mueca de burla.
—Eso es ridículo. Si fuera verdad, significaría que romperme el brazo...
—Llevó a que tuvieras unas vacaciones... —le interrumpió la señora Wingate.
—Lo que provocó que estuviera en casa cuando Paula llegó aquí...
—Y te cayeras encima de ella en la tumbona. Y que la conocieras en la oscuridad, donde no podía verte la cara. Por último, todo eso condujo a que se te concediera lo que deseabas. Lo que deseabas de todo corazón, podría añadir —dijo la señora Wingate.
Pedro la miró en silencio durante un instante.
—No me lo creo.
—Piensa lo que quieras —dijo la señora Wingate—. Lo cierto es que las cosas encajan bastante bien, ¿no te parece?
—Una alineación cósmica.
La señora Wingate le miró.
—La primera vez que vi a Paula después de que pasara la noche contigo estaba totalmente embelesada. Entonces no le di ninguna importancia, porque las chicas tontas suelen reaccionar así ante tu yo externo. Pero después, cuando siguió repitiendo que no te había visto jamás, até cabos. Es una chica muy sensata, y Lucia y yo le hemos cogido bastante cariño.
—Yo también —dijo Pedro.
—¿Más que a la mujer de Colin Frazier? —preguntó la señorita Wingate.
Pedro sonrió por la manera de expresarlo la mujer. No le sorprendía lo más mínimo que se hubiera percatado de sus sentimientos hacia Gemma, y ahora le estaba pasando por las narices que Gemma se había casado con otro hombre.
—Sí, lo cual me alegra, puesto que parece que Paula también me tiene bastante cariño.
—Entonces has de conseguir que Paula se quede en Edilean —terció Lucia. Ella lo sabía todo sobre la Piedra de los Deseos del Corazón, y creía en ella a pies juntillas.
—Cada vez que le hablo de que se quede, Paula... —Pedro levantó la mano—. Bueno, digamos que esa chica tiene una lengua afilada...
—¿Qué le dijiste para provocarla? —preguntó Lucia, y por su tono demostraba que estaba de parte de Paula.
Pedro repasó las sugerencias hechas a Paula de que encontrara algún trabajo en el pueblo y las respuestas de esta.
—Comprendo sus razones —dijo Lucia—. Un trabajo es algo muy importante para una mujer.
—Me preguntó si a Paula le gustaría ser interiorista —dijo la señora Wingate—. Parece tener talento para eso.
—Solo quiere pintar acuarelas y venderlas —apostilló Pedro.
Lucia suspiró.
—Que no se vendan supone un gran problema para ella.
—¿Te ha hablado de eso? —preguntó Pedro, sin salir de su asombro—. A mí me lo contó Karen, no Paula.
—Hablamos mucho por las noches, cuando cosemos —dijo la señora Wingate—. Es una gran compañía. Trata de aparentar que no le importa que sus pinturas no se vendan, pero sí que le importa. ¿Y a ti por qué no te ha hablado de ese problema de su vida?
—No lo sé —dijo Pedro—. Quizá porque no la siento en un sofá y la frío a preguntas. Y hablando de revelar secretos: ¿qué le habéis contado vosotras dos de vuestros secretos?
—Miró a la señora Wingate—. He sabido que casi pierdes el conocimiento ante la mención del nombre de Bill Welsch. ¿De qué iba todo eso?
—Yo... esto... —La señora Wingate se levantó y se acercó a la cocina.
Pedro miró a Lucia.
—Bueno, ¿y tú dónde te criaste? ¿Estás casada? ¿Tienes hijos?
Lucia fue a situarse al lado de la señora Wingate.
Pedro le dio un buen trago a su té, y se levantó. Las dos mujeres le estaban dando la espalda. Con una sonrisa, se colocó entre las dos y las rodeó con un brazo a cada una.
—Haré todo lo que pueda, ¿de acuerdo? Paula me gusta más de lo que nunca me ha gustado una mujer, y voy a hacer todo lo que esté en mis manos para conseguir que se
quede. Pero eso requiere tiempo.
Ambas mujeres asintieron con la cabeza, pero no le miraron.
Besó a cada una en la mejilla, y se apartó. Las mujeres seguían sin parecer contentas.
—Si eso os hace sentir mejor, esta mañana, mientras Paula estaba dormida, me pasé una hora mirando la página de Karen en internet. ¿Qué creéis que sería mejor para un anillo, dos quilates y medio o tres?
—Tres —dijeron las mujeres al alimón, y se volvieron hacia él con una sonrisa.
—Tened un poco de fe en mí, ¿de acuerdo? —dijo, mientras sacaba una gran pepinillo del cuenco que había en la mesa.
Salió de la cocina masticándolo.
La bravuconería de Pedro le acompañó hasta el invernadero. Necesitaba estar rodeado de su plantas; le tranquilizaban.
Vio que algunas hojas tenían cochinillas, así que sacó alcohol y unas torundas y empezó a librarse de ellas. Era una labor a la que estaba acostumbrado y su naturaleza rutinaria le permitía tiempo para pensar.
Lo cierto era que sabía que se estaba enamorando de Paula.
También sabía que se había sentido así casi desde la primera vez que la había visto en esa ocasión. Era bastante posible que todo hubiera empezado muchos años atrás.
Ella no era como las demás mujeres con las que había salido; Paula no daba la impresión de esperar que le dieran las cosas. Quería ser la compañera de un hombre, su igual.
No parecía suponer que, puesto que él era médico, tuvieran que vivir en una mansión y... Y convertirse en un estereotipo.
No, no era como las demás. Era diferente, pensó, y eso le gustaba muchísimo.
Estaba contento de que Paula hubiera encajado en su familia. Cuando estaba en Miami, Paula y Noelia se habían pasado un montón de tiempo hablando por teléfono. Al principio, se había sentido culpable por haber descuidado tanto la casa de muñecas, por no haberse percatado del mal estado en que se encontraba.
Pero cuando había visto a Noelia acurrucada en un sillón, con el móvil de él en la oreja, hablando reservadamente con Paula, se alegró de haber descuidado la casa de muñecas.
Cuando Noelia empezó a comentar las cosas que Paula le había dicho, lamentó no haber dejado que el techo se hundiera. O haberle pasado con un camión por encima.
Cuanto más trabajo necesitara la casa, más tiempo se quedaría Paula.
A Andy también le había gustado Paula.
—Es tan soñadora como vosotros dos —había dicho aquella noche, después de hablar con Paula por teléfono.
—¿Demasiado soñadora para confiarle la rehabilitación? —había preguntado Pedro. Había sentido curiosidad por lo que pensaba su hermana.
—A ese respecto no tengo ni idea. Por eso llamé a Bill Welsch; él no necesita que nadie le supervise. Me refería a que por lo que sé, creo que a tu Paula probablemente le guste estar contigo y con Noelia. Me parece que se lo pasará bien en la cabaña de Ramon. A ninguna de las otras chicas con las que has salido le habría gustado subir allí. ¿Sabes una cosa, Pedro? —había dicho—, que esta vez me parece que puede que hayas encontrado a una mujer de verdad.
Él sabía que viniendo de su hermana aquel era un gran elogio, y había sido Andy la que le había hecho salir corriendo hacia el aeropuerto.
La señorita Livie había llamado a Pedro el sábado a primera hora, y le había hablado de un antiguo vestido que le iba a dejar a Paula para que fuera esa noche a la fiesta de
Ruben.
—Le sienta mejor que lo que nunca me sentó a mí —había dicho la señorita Livie—. Y jamás he visto a una jovencita más hermosa de lo que lo está con él. Y aún lo estará más después de que Lucia y yo hayamos acabado con el pelo y las uñas.
Pedro había sonreído.
—Paula es muy guapa, estoy de acuerdo.
—Y tu primo Ruben es un joven muy guapo.
—¿Es que crees que me va a abandonar por Ruben? —Lo había dicho en un tono jocoso. Él y Paula estaban más allá de eso.
—Una cara bonita siempre resulta muy atractiva para una joven.
—Creo que puedo defenderme —había replicado él sin perder la sonrisa.
—Si tan solo la hubieras visto —había dicho la señora Wingate categóricamente. Como Pedro se callara, dijo que tenía que irse, y había colgado.
Pedro había ido a la cocina, donde Andy estaba sacando los cereales para desayunar.
—¿Qué ha pasado? —le había preguntado al ver su expresión—. Por favor, no me digas que ha muerto alguien de Edilean.
—No —había respondido, sentándose—. Era la señorita Livie, que me ha estado hablando de un vestido suyo que Paula va a llevar a la fiesta de Ruben.
—¿Una de aquellas celestiales creaciones que guarda en el viejo armario del cuarto trasero?
—Esa es la segunda habitación de la que no sé nada —había respondido Pedro, asombrado.
—¿La primera es el gimnasio de la señorita Livie en el sótano?
—¿Por qué conoces su existencia y yo no?
—¡Porque eres tío! —había dicho Andy. Puso las manos en la isla y se inclinó hacia él—. Pedro, si dejas que esa mujer que te gusta tanto y a quien Noelia adora vaya sola (y llevando uno de los vestidos de alta costura de la señorita Livie) a una fiesta en honor de un cachas guapísimo como Ruben, ¡es que te mereces perderla!
Pedro se quedó inmóvil con la caja de cereales sujeta en el aire, mientras las imágenes le pasaban por la cabeza: Ruben colgado de un cable, descendiendo hacia el mar para rescatar a un niño asustado; Ruben desnudo y paseándose delante de Paula en la Punta de Florida; Paula vestida con un vestido ceñido.
—¿Por qué no me dijiste eso ayer, cuando todavía tenía tiempo para volver en coche a Edilean?
—Lo último que sé es que se han inventado los aviones. De hecho, salen de Miami con bastante frecuencia.
Pedro había tomado la decisión al instante.
—Dejaré el coche en el aeropuerto y...
—Yo voy contigo —había dicho Noelia detrás de ellos. Estaba sosteniendo en el aire su pasaporte, la documentación que necesitaba para subir al avión.
Pedro había mirado a Andy.
—¡Adelante! ¡Id los dos! Nosotros llegaremos mañana. Si no pierdes tiempo en hacer las maletas tendrás que comprarle algo de ropa a Noelia y... —Se había interrumpido porque la puerta se había cerrado y tío y sobrina habían desaparecido.
Si Noelia no hubiera ido con él en el coche habría conducido mucho más deprisa. De cualquier modo, superó todos los límites de velocidad que encontró hasta el aeropuerto de
Miami, aunque solo ligeramente. Le dejó las llaves al aparcacoches, cogió a Noelia de la mano y echó a correr. Se dirigió a la empleada menos atractiva que encontró, la sonrió melifluamente y le pidió que les consiguiera dos asientos en cualquier avión con destino a Richmond. Había uno que estaba embarcando y despegaba en veinte minutos.
Pedro había besado la mano de la joven en agradecimiento, y él y Noelia habían echado a correr. Llegaron al avión cuando estaban a punto de cerrar las puertas. Al llegar a Richmond, alquiló un coche y emprendió el camino de regreso a casa. Y no fue hasta que estuvieron en la autopista cuando se dio cuenta de que no habían comido.
—Me he olvidado de darte de comer —había dicho, aterrorizado.
—No pasa nada —había respondido su sobrina—. Esto es lo más emocionante que he hecho en toda mi vida.
—¿Ah, sí? —había preguntado mientras tomaba una salida de la autopista. Se dirigieron a una ventanilla de autoservicio y pidieron hamburguesas y cocacolas—. Si te pregunta tu madre...
—Ya sé—dijo Noelia—. Me diste de comer tres clases de verduras de hoja verde.
—Exacto.
—¿Cómo es que Paula no te ha visto nunca?
Pedro había estado a punto de atragantarse.
—Tienes que dejar de escuchar las conversaciones ajenas.
La niña no había contestado; solo siguió mirándole.
Pedro cedió a la presión.
—Conocí a Paula por pura casualidad, y estaba oscuro como boca de lobo —había empezado. En general la historia era lo bastante inocente para poder contársela a una niña; lo único que él y Paula habían hecho fue hablar. Le contó las noches que habían estado juntos, incluida la cena campestre junto al lago.
Noelia introdujo la pajita en su bebida mientras reflexionaba sobre lo que él había dicho.
—¿Os habéis besado alguna vez?
—Eso, jovencita, no es asunto tuyo.
Noelia esperó en silencio.
—Un poquito —admitió él—. No demasiado.
—¿Así que ella jamás ha visto tu cara?
—No, no la ha visto —había reconocido Pedro—. Pero voy a aparecer en la fiesta de Ruben y entonces me verá.
—Espero que le guste tu cara. Porque si no es así, jamás conseguiré que pinte la casa de muñecas.
Pedro se había echado a reír.
—Nell, la verdad es que sabes cómo ponerme en mi sitio. No había pensado que ella pudiera no encontrarme... atractivo. A tu madre le parece que Ruben es muy guapo. ¿Crees que podría dejarme por él? —Lo había dicho de broma.
Pero Noelia no sonrió.
—A todas las niñas del colegio les gusta Scotty porque resulta agradable de mirar, pero es malo.
Pedro había borrado la sonrisa de su cara. Parecía que su sobrina tenía algo serio que decirle.
—Pero a ti no te gusta, ¿verdad?
—No. A mí me gusta Davey, que es muy agradable, aunque más feo que Picio.
—Entiendo. Bueno, ¿y todo eso qué significa?
—Que creo que es mejor que el exterior y el interior coincidan. Ojalá Davey se pareciera a Scotty.
Pedro había tratado de entender qué intentaba decirle su sobrina, y entonces se le hizo la luz.
—Piensas que debería ir a la fiesta con vaqueros y una camisa vieja, como suelo hacer cuando voy a una barbacoa, ¿es eso?
—No.
—Puesto que Paula lleva un vestido precioso, ¿qué tal si vamos a casa y me pongo el esmoquin?
—¿Y qué me pongo yo? —preguntó ella.
Pedro había sacado el móvil del bolsillo y se lo había pasado a su sobrina.
—Llama a la señorita Lucia. Nos quedan un par de horas antes de la fiesta. Tal vez pueda hacerte un vestido de baile en ese tiempo.
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