lunes, 28 de marzo de 2016

CAPITULO 46 (PRIMERA PARTE)




Se sumió en un sueño intranquilo, y no se despertó hasta que la alarma antirrobo saltó y luego se apagó rápidamente.


—¡Paula! —dijo una voz tranquila y solemne—. Esperaba que fueras tú. La empresa de seguridad me avisó de que anoche había habido actividad.


Le costó salir de su profundo sueño, pero la voz era de una persona que no podía ignorar. Levantó la vista y vio a Gabriel Preston —el padre de Agustina— que la miraba fijamente desde las alturas. Y puesto que el hombre medía un metro noventa y tres, las tales alturas no eran pocas. Detrás de él estaba su secretario, un joven alto y guapo que cambiaba cada año, y su guardaespaldas, un joven adiestrado en diversas formas de combate.


—Lo siento —dijo Paula, esforzándose en ponerse de pie. El largo viaje y la dureza del banco, combinados con el trauma emocional, le habían pasado factura a su cuerpo.


El señor Preston seguía mirándola de hito en hito. Agustina decía que por lo que ella sabía, su padre no había sonreído en toda su vida. Se acababa de divorciar de su cuarta esposa, y su hija decía que ya andaba buscando una más joven.


—Los ojos rojos. Y durmiendo en un banco —dijo el señor Preston—. ¿Ruptura con el novio?


—Sí —admitió Paula, que sintió que las lágrimas le anegaban los ojos. Todavía no era totalmente consciente de lo que había ocurrido en su vida, ni capaz de convencerse de que Pedro no fuera a entrar por la puerta.


El señor Preston vio las lágrimas no derramadas y se apartó.


—¿Qué tal un poco de trabajo para apartar la cabeza de los problemas?


—Me gustaría —reconoció ella.


—Mi hija ha decidido que quiere que le compre una casa en... —Echó un vistazo a su secretario.


—Tuscany —dijo este.


—Eso —corroboró el señor Preston—. Agustina vio una película o leyó un libro o lo que fuera. Así que ella y ese tipo con el que se casó van a quedarse allí. Puedo vender esta galería o la puedes dirigir tú, Paula. ¿Qué quieres hacer?


—Dirigirla —respondió, aunque sin mucha convicción.


El señor Preston se volvió para mirarla.


—¿Has pintado algo mientras estabas en... dondequiera que estuvieras? —Hizo un gesto con la cabeza hacia la caja de pinturas que había llevado la noche anterior.


—Algo, no mucho —reconoció—. Estuve trabajando en otras cosas. —No dio más detalles, porque no quería aburrir al hombre, aunque pensó en la campaña publicitaria de Karen y en toda la ropa infantil que había diseñado.


—Cuelga tus pinturas —dijo Preston mientras se dirigía hacia la puerta. Se volvió hacia su secretario—. Llame a Boswell y dígale que redacte los documentos.


El guardaespaldas le abrió la puerta, y el señor Preston se detuvo.


—Bienvenida a casa de nuevo, Paula —dijo, y se marchó seguido de su séquito.


Paula se sentó en el banco.


—Una puerta se cierra, y otra se abre —masculló. Su primer impulso fue dejarse caer sobre el banco y empezar a llorar.
Pero no podía permitirse sucumbir a ello. Se había arrojado a los brazos de Pedro con los ojos abiertos; desde el principio le había dicho —y se había dicho así misma— que aquello no podía funcionar. Había advertido a Pedro que al final del verano se marcharía. Él le había dicho que podría soportar el dolor. En su ingenuidad, Paula no había pensado en su propio dolor.


Hurgó en su bolsa en busca del móvil. ¿Cuántos mensajes le habría dejado Pedro? ¿Y su padre? ¿La llamaría para disculparse por haber conspirado con Pedro a espaldas suyas?


Cuando vio que no había mensaje alguno de ninguno de los dos se quedó perpleja. Ningún mensaje de voz ni correo electrónico ni mensajes de texto. Comprobó el listado del teléfono; ninguna llamada perdida ni de uno ni de otro.


Estaba allí sentada con cara de perplejidad, incapaz de decidir cuál era el significado de aquello, cuando el teléfono de la galería sonó. Era el señor Boswell, el abogado que llevaba todo lo relacionado con Agustina, que quería pasarse con los nuevos contratos.


—Y hay un piso que puedes utilizar hasta que recuperes el tuyo.


—Muy bien —dijo Paula.


El abogado titubeó un instante.


—Olvídate de tu antiguo piso. Creo que deberíamos conseguirte algo en el edificio Preston. Vas a tener un aumento de sueldo considerable.


—Bueno —dijo, pero sin ningún entusiasmo.


El señor Boswell guardó silencio.


—Me he enterado de que has roto de mala manera.


Paula no fue capaz de articular palabra. Si lo hacía, se echaría a llorar. Le parecía increíble que Pedro ni siquiera la hubiera llamado.


—¿Qué te parece si te doy tanto trabajo que no tengas tiempo para pensar? —preguntó el hombre.


—Es lo que necesito.


—De acuerdo —dijo él—. Haré que alguien llame a los artistas y les diga que has vuelto a abrir. Te bombardearán con historias lacrimógenas sobre lo tristes que han sido sus vidas por haber cerrado la galería.


Ni siquiera se tomó la molestia de defenderse, señalando que no había sido ella quien la cerrara.


—Veo que estás bastante fastidiada —dijo el señor Boswell—. Tengo que arreglar algún papeleo, y luego me pasaré por ahí para llevarte a comer. Y otra cosa, Paula.


—¿Sí?


—La gente no se muere realmente por un corazón roto. Y da la sensación de que es lo que te va a pasar.


—Supongo que ya lo averiguaré, ¿no? —dijo ella, y colgó.


El señor Boswell cumplió lo prometido. Treinta minutos más tarde, había tres artistas en la galería con los brazos llenos de lo que habían hecho en las últimas semanas. Y como había predicho el señor Boswell, la culparon por el cierre de la galería.


—Podrías haber hablado con Agustina—le dijeron—. O al menos haber intentado convencerla.


Al principio les explicó que había querido disponer de tiempo para realizar su propia obra, pero a la tercera acusación desistió.


—Así soy yo. Egoísta hasta la médula. Bueno, ¿qué tienes para enseñarme?


A la una llegó el señor Boswell acompañado de una joven que acababa de terminar la carrera de Bellas Artes.


—Esta es tu Paula, tu ayudante perfecta —dijo el abogado, y antes de que pudiera replicar, la acompañó fuera de la galería.


Comieron en un pequeño restaurante italiano, y el señor Boswell no le dio ni una oportunidad de pensar en lo que había sucedido en su vida. Trató de entretenerla con anécdotas de Agustina, que había estado a punto de hacer enloquecer a su padre desde que se marchó.


Pero Paula no estaba de humor para reírse. Prestó atención a las historias, sí, pero cada pocos minutos consultaba subrepticiamente su móvil. Ningún mensaje.


Regresó a la galería. Le habían dicho que la joven se llamaba Delia, pero no preguntó más que eso. Pasaron toda la tarde revisando cuadros y pequeñas esculturas.


—¡Estas son fantásticas! —exclamó Delia—. ¿De quién son? No están firmadas.


Delia había abierto el maletín de Paula y había sacado la obra que había hecho en Edilean. Sobre el suelo había extendidas como unas treinta obras, entre pinturas y dibujos de Pedro. En uno estaba sosteniendo a Noelia en brazos; en otro, levantaba la vista de un libro y su mirada rezumaba amor. Paula sabía que la había estado mirando.


—Háblame de esta preciosidad —le pidió Delia—. ¿Es un modelo profesional?


—No —respondió Paula ásperamente—. Es médico y... —Empezó a recoger las pinturas—. Esto no es para exponer.


—Pero se venderían. Quiero comprar esa en la que levanta la vista del libro. Si un hombre me mirara así, yo... —Se interrumpió porque Paula le lanzó una mirada asesina—. Ay. ¿Es con el que el señor Boswell dijo que habías «roto de mala manera», no?


Paula no respondió, solo guardó las pinturas. Claro que quería venderlas, pero en ese momento no podría soportar pasar sus días sin mirar a Pedro.


A las cinco, el señor Boswell envió a un joven para que llevara a Paula a mirar pisos, y a ella no le sorprendió que el chico le dijera que estaba soltero. Según parecía, el señor Boswell estaba tratando de remendarle el corazón con otro hombre.


Se quedó el primer piso que vio. Estaba en un edificio propiedad del señor Preston, y tenía un balcón y varias ventanas con una bonita vista. Era la clase de piso que haría las delicias de cualquier neoyorquino, aunque Paula apenas le prestó atención. Tenía algunos muebles pero no ropa de cama. El joven se ofreció a ir de compras con ella y luego llevarla a cenar, pero Paula rechazó sus ofertas.


Salió a comprar sábanas y toallas, y cuando regresó estaba demasiado cansada para ponerlas. Desplegó una sábana, la extendió sobre la cama, comprobó el teléfono —nada— y se fue a dormir.


Por la mañana, al comprobar que seguía sin haber ningún mensaje de Pedro, se sintió un poquito mejor. Si él podía cortar con ella tan fácilmente, ella también podría.


Se duchó, se puso los vaqueros y salió a desayunar. Camino del trabajo se detuvo en una tienda y renovó su vestuario por otro más adecuado. Cuando salía de la tienda y vio su reflejo en un escaparate, pensó que tenía un aspecto más neoyorquino que de Edilean.


Cuando llegó a la galería, había dos artistas esperándola con los brazos llenos de sus trabajos.


—Este es bueno —dijo Delia—. Me gusta. Aunque espero que alguien le pisotee la cera de color azul.


Estaban viendo una serie de paisajes al óleo. En parte eran modernos, y en parte tributarios de la escuela de Ashcan, y además tenían un ligero toque daliniano. Lo que los homogeneizaba era lo que parecían ser unas mil tonalidades de azul.


—Este tío se enteró de que Picasso tuvo su Período Azul y quiere que su biógrafo diga lo mismo de él —dijo Paula.


—O ve Avatar seis veces al día —dijo Delia—. Además, tiene un ego más grande que eso. Lo suyo es biógrafos, en plural.


—¿Crees que ya habrá escogido el emplazamiento para la biblioteca que levantarán en su honor? —preguntó Paula, y su ayudante se rio.


Paula se mantuvo a distancia y examinó los cuadros. En las semanas que habían pasado desde que volviera de Edilean se había esforzado en relegar sus emociones a un segundo plano. No había tenido un éxito rotundo, pero empezaba a recuperarse.


Durante esas semanas no había tenido noticias de nadie salvo de Karen, que se había negado a mencionar siquiera a Pedro.


—No voy a decir: «Ya te lo dije»—le había soltado su amiga.


—Lo sé—había respondido Paula—, pero tienes todo el derecho a decirlo.


—No, no lo tengo. Lamento... —No había terminado de decir lo que lamentaba. En vez de eso, habían hablado del trabajo. Llegaron a un pacto de silencio para mantener sus
conversaciones lejos de los hombres.


A Paula le dolió que la señora Wingate y Lucia parecieran no querer saber nada de ella. Había creído que se habían hecho amigas, pero según parecía no había pasado de ser una simple inquilina.


Lo de Lucia fue lo peor. En la única llamada que habían mantenido, se había comportado como si Paula fuera un enemigo tratando de sonsacarle información.Paula no la había vuelto a llamar, y después de tres correos electrónicos que Lucia había respondido fríamente y sin entusiasmo, también había dejado de enviarlos.


Cuando llamaba a la señora Wingate, la mujer se mostraba encantadora, pero ya no había más risas sobre la barra de baile ni información sobre la casa de muñecas, ni tampoco comentario alguno acerca de Pedro o Noelia ni sobre nadie que Paula hubiera conocido en Edilean.


Esas llamadas también cesaron.


Pero lo más doloroso, lo profundamente doloroso, era lo de su padre. Durante dos semanas, había estado tan furiosa con él que lo único que había querido oírle era una miserable disculpa. Que se arrastrara. Que le suplicara perdón.


Pero no había habido nada, ni un mensaje, del tipo que fuera, y por supuesto ninguna disculpa. Con el tiempo, pese a su firme decisión, Paula empezó a ablandarse con su padre.


Al final de tres semanas de silencio, un sábado por la tarde llamó a la casa de Nueva Jersey. Para su horror, fue Garciela la que contestó, y Paula estuvo a punto de colgar.


—No está aquí —le informó su cuñada—, y no estará...


Juan le había arrancando el teléfono a su esposa.


—Eh, Pau, chiquilla, ¿cómo te va en Nueva York?


—Igual que siempre. ¿Dónde está papá?


—De viaje.


—De viaje, ¿dónde?


—Bueno, ¿y cuándo nos vienes a hacer una visita? Los niños te echan de menos. Y tengo algunos pequeños arados que hay que limpiar.


—Juan, deja de eludir mis preguntas y dime dónde está papá.


—Bueno... verás... Paula... me pidió que no te contara nada sobre él.


Paula estaba perpleja.


—¿Que hizo qué?


—Mira —dijo su hermano—, te llamará más tarde, ¿de acuerdo? No te preocupes por nada. Ya no está furioso contigo. Tengo que cortar. Ven a vernos. O consulta internet. Hemos puesto las nuevas fotos que le hicimos a la tienda. Agur, hermanita.


—Adiós, Bulldog —dijo ella, pero su hermano ya había colgado.


Se quedó allí unos minutos, incapaz de pensar con claridad. ¿Que su padre ya no estaba furioso con ella? Pero si era ella la que tenía derecho a estar furiosa. Era él el que había traspasado los límites de...


¿A quién estaba engañando? En lo tocante a sus hijos —especialmente a su hija— las intromisiones de Juan Chaves no conocían límites.


A la cuarta semana, Paula estaba empezando a recuperarse. Si las personas de Edilean no querían saber nada de ella, no las molestaría. Así que dejó de llamarlas, dejó de intentar mantener el contacto con ellos. En vez de eso, puso los cinco sentidos en la labor de conseguir que la galería volviera a funcionar. Organizó un cóctel donde solo dio de beber champán, e invitó a algunos de los amigos más ricos del señor Preston. Fue un gran éxito.


Delia le dijo:
—Si hubieras colgado tus cuadros, también los habrías vendido.


—Hay cosas más importantes que vender tu obra —dijo Paula.


Puesto que Delia tenía su propia obra y deseaba exponerla desesperadamente, no entendió lo que Paula quiso decir.


Paula sabía que Delia estaba en la misma situación que ella hacía unos meses. Cuando había ido a Edilean, lo único que había deseado era pintar cuadros que pudiera vender. En ese momento... La verdad es que ya no parecía saber qué deseaba.


Echaba de menos a Pedro, a Noelia, a su padre y a la señorita Wingate y Lucia... y a aquel pequeño pueblo que solo tenía un semáforo. Pero ellos ni siquiera parecían haber vuelto a pensar en ella.





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