miércoles, 16 de marzo de 2016

CAPITULO 5 (PRIMERA PARTE)






Mientras Paula conducía por la sinuosa carretera que conducía a Edilean, los árboles que sobresalían por encima le produjeron la sensación de estar atravesando un túnel oscuro y secreto. Era como si estuviera a punto de entrar a un lugar encantado, a un sitio que no pertenecía del todo al mundo real.


Se conminó a dejar de ser tan imaginativa. Daba igual las veces que visitara el pequeño pueblo que este jamás parecía cambiar; le seguía pareciendo que estuviera entrando en un lugar tan remoto y oculto como Brigadoon. De no haber sido por el permanente contacto con Karen y sus muchas visitas, habría dicho que era posible que Edilean no existiera realmente. Quizá fuera un lugar que se hubiera imaginado en aquel lejano verano en que se había salvado de estar en la ferretería durante dos maravillosas semanas dedicadas a la pintura.


El recuerdo de aquellas semanas acudió de nuevo a ella. 


¡Qué manera de tirarle los tejos al hermano mayor de Karen! 


Se avergonzaba solo de pensarlo incluso todavía. Gracias a Dios que él no había aceptado sus descarados ofrecimientos. En aquel momento, el sufrimiento del chico le había parecido romántico, pero desde entonces ella había pasado por la ruptura de una relación seria, y sabía que para nada había algo de romanticismo en lo que le había sucedido a Ruben.


En todas sus demás visitas, había ido en avión hasta Richmond y alguien la había ido a recoger. Esa era la primera vez que iba en coche hasta allí, y esta visita iba a ser para todo el verano. Pero llegara como llegase a Edilean, el sitio nunca dejaba de asombrarla y fascinarla.


Cuando el bosque de árboles se abrió, vio el principio del pueblo. Unas preciosas casitas flanqueaban la carretera, casi todas con unos porches delanteros profundos. Más que un depósito para cualquier cosa que no encajara dentro, los porches tenían sillones, y en algunos había personas que contemplaban el paso de los coches. Cuando redujo la velocidad a cuarenta kilómetros por hora, levantó la mano hacia un anciano y este le devolvió el saludo. Paula sabía que si se parase, el hombre le pediría que se «sentara a charlar» y le ofrecería un vaso de limonada casera.


Siguió conduciendo y llegó al «centro». Puesto que había pasado los últimos años en la ciudad de Nueva York, la idea de que aquel fuera el barrio comercial del centro se le antojaba casi irrisoria. Había una plaza rodeada de pequeñas tiendas que eran una auténtica monada, y otra con un viejo roble en el centro.


Cuando se detuvo en el único semáforo del pueblo, observó a la gente que paseaba por las pulcras calles; nadie parecía tener prisa. Los vio sonreír, saludarse con la mano, llamarse unos a otros por el nombre. Parecía haber cochecitos de niño a raudales, y las mujeres se detenían a contemplar los bebés rollizos y saludables de las otras.


«Que el cielo me asista», pensó Paula cuando cambió la luz del semáforo. Sabía que Karen amaba a su pueblo con una pasión rayana en la obsesión, pero Paula quería una ciudad.


Aunque en ese preciso instante tenía muchas ganas de estar en el pequeño Edilean. Tenía tres meses enteros para no hacer otra cosa que pintar. Trabajar en una galería de arte de una gran ciudad pagaba las facturas, pero no alimentaba su profundo deseo creador. No había nada como coger una hoja de papel y llenarla de formas y colores... o para el caso, de palabras; o coger un poco de cera y fundirla dentro de algo hermoso y luego moldear una joya con ella, como hacía Karen, o un trozo de arcilla para formar una criatura o una persona como era el caso con la amiga de ambas, Sofia.


Para Paula, crear belleza de la nada era el objetivo último de su vida, aquello por lo que siempre había luchado. Lo que más deseaba en el mundo era ser como Karen y encontrar la manera de ganarse la vida con sus creaciones. Tal vez durante esos tres meses fuera capaz de pintar algo que de hecho pudiera «vender».


Ensimismada como estaba pensando en lo que le esperaba, a saber, una temporada de no hacer otra cosa que no fuera crear, se pasó el pequeño rótulo de la calle. Cambió de sentido y regresó a Alfonso Road. No podía evitar sonreír cada vez que veía el nombre. Hacía unos doscientos años aquel sendero había sido bautizado así en honor de uno de los antepasados de Karen.


—La casa Alfonso no pertenece a la rama de mi familia, y no vivimos en esa calle —le había dicho Paula hacía mucho tiempo.


Tal vez no, pensó Paula, pero su familia seguía en el mismo pueblo.


Giró a la izquierda e inmediatamente tuvo la sensación de haber penetrado en una jungla..., que era lo que había hecho. Karen le había contado que en algún momento de la década de 1950 el gobierno de Estados Unidos había decidido convertir toda la zona en una reserva natural. Como quien no quiere la cosa —como si realmente el hecho no fastidiara a nadie—, dijeron a la gente de Edilean que tenían que abandonar la zona, y que todas sus casas, algunas construidas en el siglo XVII, habrían de ser demolidas. Los funcionarios estatales se sorprendieron cuando los habitantes alzaron sus voces y se negaron de forma pública y enérgica a marcharse y, por supuesto, a derribar ningún edificio.


Paula se había enterado de la historia de una tal miss Edi y de su lucha durante años, que finalmente la condujo a ganar la batalla y que se permitiera al pueblo conservar su integridad. Sin embargo, la pega fue que se permitió que la zona virgen rodeara al pueblo, lo que lo separó del resto del mundo hasta que, en opinión de Paula, quedó demasiado aislado.


Gracias a aquella batalla, que había sido ganada a duras penas en los tribunales, las familias que llevaban viviendo en Edilean desde hacía siglos siguieron conservando la propiedad de la tierra, que había quedado situada en medio de lo que en esencia era un parque nacional.


Mientras Paula avanzaba por Alfonso Road, tuvo la sensación de que era imposible que hubiera una casa al final de la calle. Al menos ninguna con agua corriente. Pero Karen le había asegurado que había dos. La primera era la casa Alfonso, donde vivía el médico local. Que era, por supuesto, primo suyo, y al cual, le juró su amiga, había conocido en su primera visita, aunque Paula no se acordaba. 


En la cabeza de esta, aquel verano era una imagen borrosa donde se mezclaban Ruben y la pintura. Después de la casa del médico estaba la de la señora Wingate.


—Esa es nueva —le había dicho Karen por teléfono cuando Paula la llamó antes de partir—. Fue construida en 1926 por el difunto suegro de Olga Wingate, que vino aquí procedente de Chicago.


—Gente nueva, ¿eh?


—Por supuesto —había confirmado Karen con una ironía no exenta de firmeza—. Lo que no se establecieron en Edilean antes de la Guerra de la Independencia de Estados Unidos, son... —Hizo una pausa y esperó.


—¡Unos advenedizos! —dijeron al unísono, y se habían echado a reír.


—No sé cómo lo soportas —dijo Paula—. A mi padre le gusta alardear de que su abuelo abrió la ferretería en 1918. Piensa que la tienda es realmente antigua, pero
vosotros...


—Sí, lo sé —admitió Karen—, por estos andurriales somos un poco retrógrados, pero la semana pasada recibimos nuestra primera máquina de fax.


—Estás de broma, ¿no? —dijo Paula.


—Sí, es una broma. Bueno, ¿cuándo llegas?


—Pasado mañana. Debería estar ahí a eso de la una.


—Fantástico. Comeremos juntas.


—El Cracker Barrel me extrañará.


Habían colgado, riéndose.


Cuando le habían dicho que iba a tener todo el verano de vacaciones, Paula se quedó obnubilada. Su jefa había decidido cerrar la galería durante tres meses mientras ella y su flamante marido se daban un garbeo por Europa. Paula seguiría cobrando el salario base, sin comisiones por ventas ni bonificaciones por el trabajo bien hecho, pero le llegaba para arreglárselas, siempre que fuera muy frugal, claro está. 


Además, había podido subarrendar su piso de Gramercy Park al primo de su cuñada, y eso ayudaba.


En cuanto le dieron la noticia, había llamado a Karen para decirle que iba a tener libre tres meses enteros, y que eso empezaba al cabo de dos semanas.


—¿Y qué es lo que vas a hacer? —le había preguntado Karen.


—No lo sé. Me da miedo decírselo a papá, porque querrá que vuelva a casa y trabaje en la ferretería.


—¿Y presentarte a jóvenes idóneos con cinturones de herramientas? —bromeó su amiga.


—No había caído en eso. ¡Eh! Tengo que llamar a papá. ¿Te acuerdas de aquel tío con el que perdí mi virginidad? Andaba por ahí sin camisa, con vaqueros y grandes botas. Quizá podría...


—Vente aquí —le había sugerido Karen.


—¿Te refieres a Edilean?


—¡Sí! Ven aquí y pinta. O dibuja. O suelda trozos de acero. Lo que sea. Ven a Edilean y hazlo durante todo el verano.


Paula sabía que tenía que pensarse un cambio tan grande, que debía considerarlo detenidamente, aunque nunca había sido de las que perdían el tiempo dándole vueltas a las decisiones.


—Sí —había dicho—. Eso es exactamente lo que me gustaría hacer.


Tras soltar un aullido de felicidad, Karen dijo:
—Me ocuparé de todo. Ah, la señora Wingate.


—¿Qué le pasa, quienquiera que sea?


—Tiene unos apartamentos fantásticos, y alguien me dijo que había uno disponible. Tengo que ir a su tienda y hablar con ella. Ahora. Te volveré a llamar. —Y había colgado.


Paula también había colgado su teléfono con una sonrisa. A Karen le gustaba precipitar las cosas, y Paula sabía que su amiga haría todos los preparativos.


A las nueve de la noche Karen volvió a llamar y le dijo que el acuerdo estaba cerrado.


—La señora Wingate tiene solo tres apartamentos... En realidad, técnicamente no son lo que se dice apartamentos, porque no tienen cocina, pero de todos modos te conseguí uno.


Su tono triunfal hacía que pareciese que hubiera librado una batalla con unos cuantos dragones.


—¿Fue difícil? —había preguntado Paula, sabiendo que su amiga se moría por contarle la historia.


—Espantoso, pero mi primo Pedro la convenció.


—¿Pedro? —había preguntado Paula, tratando de recordar quién era. Todo el mundo en Edilean parecía ser pariente de Karen.


—Es nuestro médico y vive al lado de la señora Wingate. Te he contado montones de cosas sobre él, y le conociste.


—Tendré que verlo de nuevo antes de poder acordarme —había dicho Paula—. ¿Y qué le dijo para convencerla?


—La señora Wingate es como una segunda madre para Pedro, así que tiene mucha influencia sobre la mujer. Además, ella le iba a alquilar el piso a un hombre de ochenta y dos años. Pedro le dijo que tendría que llevarle el desayuno a la cama.


—¿Quieres decir que a mí no me lo servirá? ¿Que no habrá bandejas con brioches y mermelada casera?


—Ni hablar del peluquín. Pero sí que tienes el privilegio de compartir la cocina.


—Eso es estupendo, sabiendo como sabes lo gran cocinera que soy.


—¿Sigues echándole patatas fritas encima a todo? —le había preguntado su amiga.


—Vivo en Nueva York. Ahora desmigajo una rosca de pan encima.


Mientras conducía, Paula sonrió al recordar la conversación. 


A su izquierda, a través de los árboles, vio una casa. Estaba bastante apartada de la carretera y tenía delante un estanque, o puede que un lago. Al comienzo del camino de acceso había un cartel: DOCTOR PEDRO ALFONSO.


Paula se detuvo y comprobó las direcciones que Karen le había enviado. «Deja atrás la casa de Pedro y sigue hasta el final de la carretera y verás la de la señora Wingate. Aparca delante; estaré allí para recibirte.»


Paula empezó a conducir de nuevo, aunque no pudo evitar preguntarse si no sería posible que Karen se hubiera equivocado, porque los árboles parecían juntarse cada vez más. Podría creerse que el mundo acababa en Alfonso Road. Pero entonces tuvo que tomar una curva cerrada a la izquierda, y el lugar se abrió de una manera sorprendente. 


Ante ella apareció una gran casa blanca de dos plantas, con postigos marrones en las ventanas y un tejado verde con ventanas abuhardilladas. Rodeada por una extensión de césped perfectamente segado, allí crecían unos enormes árboles de extensas copas que parecían más propios de un jardín botánico.





No hay comentarios:

Publicar un comentario