miércoles, 16 de marzo de 2016
CAPITULO 7 (PRIMERA PARTE)
Paula levantó la puerta trasera del coche. El interior estaba atestado de cajas con material, diversos estuches delgados llenos de pinceles y sus preciosos tubos de acuarela. Había una gran bolsa que contenía una cámara fotográfica y el proyector de diapositivas. Sobresaliendo del fondo estaba el tablero de la mesa de dibujo que ella había diseñado y su padre le había ayudado a construir. La parte superior había sido hecha para que encajara en el maletero con las patas plegadas.
—¿Has traído ropa? —preguntó Karen.
—Está delante, debajo de las pinturas.
—Donde deben de ir todas las cosas sin importancia —apostilló Karen, y cogió tres maletines de pintura. Después de coger una caja de cartón, Paula siguió a su amiga al interior de la casa y luego por el lateral de un enorme salón hasta llegar a la escalera. En el piso de arriba había una gran zona abierta con los suelos de madera oscura cubiertos parcialmente por una alfombra preciosa. A lo largo de las paredes había varias mesas con lámparas. El lugar estaba envuelto en un aura de serenidad y elegancia.
—Qué agradable —dijo Paula, y entonces oyó un ruido a su izquierda—. ¿Qué es ese ruido?
—La máquina de coser —respondió Karen, señalando con la cabeza hacia la puerta cerrada del otro extremo del pasillo.
Abrió una puerta que había enfrente y entró seguida por Paula.
Dentro había un dormitorio cuadrado que albergaba una cama doble preciosa con unas grandes almohadas, y un gran salón con una espléndida ventana saliente.
Paula se dirigió a la ventana y se asomó para ver el jardín de abajo. Este se extendía a lo largo de lo que debían de ser casi unas dos hectáreas de césped y árboles, con varias pequeñas zonas de descanso intercaladas entre los arbustos. El cenador del que había hablado Karen abría el camino a lo que parecía una rosaleda auténtica.
—¿Este sitio es real?
—Ha sido conservado como cuando fue construido por un hombre muy rico en 1926. Su único hijo se casó con la señora Wingate.
—¿Cuál es su apellido de soltera?
—No tengo ni idea.
—Entonces ¿no es de Edilean?
—Si lo fuera, lo sabría todo acerca de ella.
—De ella y sus antepasados. —Paula volvió a mirar la habitación. Estaba amueblada igual que el salón de abajo, con un sofá y unos sillones de una diversidad de estilos que abarcaban varias épocas.
—¿Tú crees que a la señora Wingate le importaría que apartara todo un poco para poner mi mesa aquí, a la luz?
—Creo que estaría encantada. Es una de esas personas que admira muchísimo a los artistas. Adora lo que Lucia le cose para la tienda.
—Y si Lucia nunca sale de esta casa, ¿cómo consigue sus suministros?
Karen se encogió de hombros.
—Ni idea. Cuando lo averigües, dímelo.
—Con mucho gusto —dijo Paula, y fue a examinar el baño.
Era grande, con un inodoro de cisterna de cadena y una bañera con los pies en forma de garras. El lavabo estaba sobre un pie y parecía bastante antiguo. Más azulejos blancos de metro cubrían las paredes.
—La señora Wingate me dijo que este era el baño principal —explicó Karen—. Supongo que el viejo señor Wingate se afeitaría aquí.
—El lavabo es lo bastante grande para que pueda lavar los pinceles —dijo Paula—, y eso es lo único que me importa. ¿Dónde vive ella?
—Arriba. Tiene todo el tercer piso para ella. Nunca lo he visto.
Tardaron treinta minutos en subir todas las cosas de Paula y meterlas en las habitaciones. Entre las dos sacaron la mayor parte del equipaje y hablaron de todo. Cada trapo fue escudriñado antes de ser colgado en el gran armario ropero del dormitorio. La procedencia de cada uno y su rediseño por Paula fueron ampliamente analizados. A Paula le encantaba comprar ropa antigua y luego modificarla de alguna manera, ya quitando volantes, ya añadiendo ribetes a las mangas, etcétera. Decía que detestaba ver a otras mujeres llevando lo mismo que ella.
Por último abrieron las cosas de pintura, porque Karen sabía que Paula tendría allí algunas de sus últimas pinturas, y así fue.
—Cuando estoy en Nueva York no tengo tiempo para hacer gran cosa —dijo, mientras le pasaba una a una las obras a su amiga.
Karen las admiró como solo otro artista podría hacerlo. Elogió su utilización del color, el juego de luz y la manera en que había captado los detalles de una hoja.
—Son verdaderamente exquisitos —dijo Karen—. Has mejorado muchísimo. No es que lo necesitaras, es solo que...
—Lo sé —admitió Paula, y por un momento sus ojos se llenaron de tristeza. Al igual que Karen y Sofia, cuando terminó la carrera había pensado que iba a acceder a un mundo que pagaría por su arte.
Karen había regresado a Edilean, y durante un par de años solo había vendido a los lugareños, aunque había conseguido dar un paso de gigante cuando una tienda de Williamsburg aceptó mostrar algunas de sus piezas. Habían tenido éxito y eso había propiciado que recibiera más ofertas. Dos años atrás, Karen había abierto una minúscula tienda al por menor en Edilean, y más tarde había empezado a vender su trabajo en internet. Ahora tenía cuatro empleados y estaba teniendo bastante éxito.
Las experiencias de Paula no habían corrido parejas a las de su amiga. Después de terminar la carrera, había estado tres años trabajando de camarera por la noche, dedicando las mañanas a llevar su trabajo a las galerías de Nueva York.
Ninguna había mostrado interés.
«Demasiado trillado», había sido la opinión general.
«Georgia O’Keeffe conoce a Gainsborough», dijo un hombre especialmente desagradable.
Aquellos años habían sido los más duros de su vida, y Karen siempre la había apoyado. Solo otro artista podía comprender el dolor que padecía. Tenía la sensación de vaciarse en el lienzo, y cuando rechazaban sus cuadros, la estaban rechazando a ella, a su vida, a su misma alma.
Durante ese tiempo, Karen había volado dos veces a Nueva York para quedarse con ella en su minúsculo piso y escuchar durante horas cómo Paula le abría el corazón.
En una ocasión en que Paula tenía una cita nocturna con un galerista, Karen la había sustituido en el trabajo. Paula no había podido convencer al galerista para que comprara su obra, aunque Karen había vendido tres collares que llevaba puestos mientras servía la cena a la gente. Más tarde, y aunque costó dos horas y otros tantos margaritas, Paula pudo por fin reírse del incidente. Ahora, era una de las anécdotas favoritas de las dos.
La galería de Andrea Malcolm llevaba abierta solo seis meses cuando Paula entró allí. El esnob hombrecillo que dirigía el lugar la hizo esperar una hora y media antes siquiera de echarle un vistazo a sus acuarelas.
Durante la espera, había permanecido sentada en silencio, observando lo que sucedía. Dos nuevos artistas habían entrado con sus trabajos, y vio como cada uno de ellos entregaba un billete de cien dólares al repipi del directorcillo.
Y cuando un artista conseguía que le pagaran, aquel sujeto se llevaba el 45 por ciento de comisión.
Paula observó y no dijo nada. Si aquello lograba que sus pinturas colgaran donde el público pudiera verlas, estaba dispuesta a ir a pachas.
Pero cuando finalmente el hombrecillo aceptó mirar su obra, su comportamiento fue el más odioso de cuantos la habían criticado.
—La técnica es correcta —dijo él—. Pero careces del menor talento. —Dejó caer la última acuarela sobre la mesa con tanta insolencia que se dobló una esquina. Paula tendría que cambiarle el paspartú.
Pero a pesar de colgar en una galería que tenía muchísimo tránsito de clientes, además de los amigos muy ricos de Andrea, durante todos esos años Paula solo había conseguido vender ocho de sus pinturas. No ser capaz de ganarse la vida con su obra era lo único malo de su vida.
Karen vio la expresión en los ojos de su amiga, y dijo:
—Creo que es hora de un margarita.
—Una idea fantástica —corroboró, y bajaron la escalera.
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