miércoles, 16 de marzo de 2016

CAPITULO 6 (PRIMERA PARTE)





Avanzó lentamente por la gravilla hasta la parte delantera de la casa y detuvo el coche.


—¿Hola? —llamó cuando se apeó. Pero no recibió respuesta. Miró a su alrededor durante un momento, y tuvo la inmemorial sensación de estar siendo observada, aunque no veía a nadie. Probablemente fuera su imaginación. Se estiró y aspiró el aire fresco. ¡Sin duda no estaba en Nueva York!


Probó a abrir la puerta delantera del caserón, y no estaba cerrada con llave. Entró con indecisión y se encontró en una enorme sala de estar con una chimenea a la izquierda. Los muebles estaban dispuestos con mucho gusto. La mezcla de estilos, que abarcaban desde el mueble rústico al tapizado de felpa eduardiano, con algo de art déco aquí y allá, parecía haber ido acumulándose a lo largo de generaciones. Las telas estaban en buen estado no siendo exactamente nuevas, pero su desgaste llegaba para sugerir un uso cotidiano. El gran sofá de brazos redondeados invitaba a sentarse.


En su condición de artista, Paula dio el visto bueno a la estancia. Parecía como si todo hubiera ido reuniéndose a lo largo de ochenta o más años, o que fuera obra de un
decorador realmente genial.


Junto a la chimenea había una puerta, y Paula la cruzó para entrar en un comedor que debía de tener más de nueve metros de largo. En un extremo había una mesa larga, pero en la habitación se podría haber celebrado cualquier evento que conviniera a un salón de banquetes.


—Arturo y todos sus caballeros habrían encajado aquí —dijo en voz alta.


Entonces oyó abrirse y cerrarse una puerta a su izquierda. 


Cruzó la puerta doble en dirección al ruido y entró en un invernadero largo y estrecho con tres de las paredes y el techo de cristal. Unas persianas hechas de finas varillas de bambú protegían la pieza del exceso de sol.


En un extremo había unos acogedores sillones puestos en círculo, una vez más de estilos y telas diferentes que habían sido hábilmente escogidos para dar la impresión de discordancia, aunque combinaban perfectamente unos con otros.


Los muebles estaban rodeados de plantas. Las había de varias clases, aunque en su mayoría eran orquídeas, cientos de ellas. Colgaban del techo, en tiestos de madera cuadrados en los que asomaban las raíces blancas y verdes y se arqueaban las hojas gráciles y largas, y cubriéndolo todo los tallos de orquídeas exóticas de vivos colores. Un banco recorría todo el perímetro de la estancia cubierto de una variedad de plantas en tiestos. Los etéreos helechos se acurrucaban entre las flores exóticas.


Jamás había visto semejante variedad de orquídeas. Había unas grandes y anchas que parecían mariposas gigantes y cuyos colores iban desde el fucsia brillante a un blanco cegador. Unas flores diminutas, algunas con manchas, se arracimaban en otros tallos. Vio unas grandes flores chillonas, de las que solían llevar en los hombros las señoronas en época del presidente Eisenhower.


En el suelo había unos enormes tiestos, algunos tan grandes que se necesitaría una grúa para moverlos. De ellos se desparramaban en cascada miles de flores hermosas. 


Debajo del estante, completamente a la sombra, había unas floraciones de aspecto extraño que tenían una bolsa en la base y unos pétalos de color morado oscuro y verde.


Paula dio lentamente la vuelta a la habitación para mirarlo todo.


—¡Bellísimo! Realmente impresionante —dijo, cuando pareció que no daba con las palabras.


—Transmitiré el cumplido a Pedro.


Paula se volvió y vio a su amiga salir de entre las plantas, y durante un instante todo fueron gritos y abrazos.


—¡Estás fantástica!


—¡Tú también!


—¿Has adelgazado?


—¡Me encanta cómo te sienta ese color!


Siguieron abrazándose, sinceramente contentas de verse. 


Se habían conocido en su primer día de universidad cuando les asignaron la misma habitación, y desde entonces no se habían separado. Habían compartido un dormitorio y luego un piso, primero las dos solas, y luego se les había unido Sofia. Las tres habían formado un gran equipo, cada una con su pasión en una parcela del arte, cada una con una personalidad diferente.


Mientras que el único amor de Karen era la joyería, a Paula solo le interesaba crear. Era la única que utilizaba la vieja máquina de coser de su madre para confeccionar cortinas. Y lo sabía todo sobre las varillas necesarias para colgarlas. 


«Cortesía de la Ferretería Chaves» era un comentario frecuente en el minimalista piso de las tres chicas. Sofia
acostumbraba decir que si Paula tenía su caja de herramientas a mano, podía arreglarlo todo.


En ese momento, las dos mujeres, con las manos en los hombros de la otra, no dejaban de mirarse.


—¡Todo el verano! —exclamó Karen—. ¡No me lo puedo creer! ¡Has traído suficiente papel? ¿Bastante pintura?


—Espero que sí. Pero si se acaba, ¿hasta dónde tengo que ir para conseguir más?


Karen dejó caer las manos y la miró con seriedad.


—Tienes que coger una avioneta hasta el gran aeropuerto, donde puedes tomar un avión espía y luego...


—De acuerdo, entono el mea culpa —respondió Paula, riéndose. Eran casi de la misma altura, aunque el pelo moreno de Paula era más corto que el castaño de su amiga. 


Aunque ambas eran jóvenes y guapas, sus personalidades las hacían parecer muy distintas. Paula siempre daba la impresión de estar al borde de la carcajada, mientras que Karen era más seria. Aquella siempre había atraído a los hombres, pero su amiga a veces parecía ahuyentarlos. Si alguien hubiera sugerido trepar por un poste, Paula habría aceptado el desafío, pero Karen habría dicho: «Deja que haga algunos cálculos para ver si puedo hacerlo.» A Paula le gustaba la aventura; a Karen, triunfar.
—¿Hambrienta? —preguntó.


—Famélica.


—Nada ha cambiado. —Karen sonrió, incapaz todavía de creerse que su amiga estuviera realmente allí. Empezaron a dirigirse hacia el comedor.


—Detesto salir de esta habitación —dijo Paula, mirando por encima del hombro el invernadero y las orquídeas—. Estoy impaciente por venir a pintar aquí. He aprendido algunas técnicas nuevas para introducir luz en mi obra, y pienso dedicarles toda mi atención. ¿Quién creó este lugar?


Pedro.


—Ah, vale. El médico de al lado.


Cruzaron el comedor, dejaron atrás la escalera y entraron en una gran cocina blanca. En el centro había una sólida mesa de roble que parecía haber sido puesta allí cuando se construyó la casa. Unos brillantes azulejos blancos de metro cubrían las paredes. Los electrodomésticos eran todos de gama alta... de hacía unos cuarenta años.


—He retrocedido en el tiempo —dijo Paula.


—¿Y no te sientes afortunada?


—Sí —admitió—. Quiero oír todo lo que ha ocurrido en tu vida últimamente.


—Pues yo igual —respondió Karen, mientras abría el frigorífico y sacaba una quiche, ensalada, aceitunas, espárragos en vinagreta y dos botellas de agua mineral con sabor a frambuesa.


—Excelente —dijo Paula—. ¿Lo has cocinado tú?


—Es del ultramarinos del pueblo, y, antes de que lo preguntes, tenemos tanto queso como pueda tener el ultramarinos más exquisito de Nueva York.


—¿Velveeta?


—Por supuesto. Somos del sur.


Sonriendo, Paula cogió un par de platos que había sobre la encimera.


—Podríamos comer ahí fuera, con las orquídeas de Pedro —propuso Karen, y su amiga ya tenía los brazos llenos de platos y comida antes de que hubiera terminado la frase.


Karen cogió una bandeja, la llenó y regresaron para sentarse entre las plantas.


Paula miró por la sala mientras empezaba a comer, reparando en la luz que entraba por las ventanas y modificaba los colores de las flores. Pensó en la manera de extender las capas de acuarela para lograr precisamente aquella tonalidad de rojo rosáceo.


—Mi piso es más pequeño que este invernadero, y sin duda no tan bonito.


—El marido de la señora Wingate lo añadió justo después de la muerte de su padre. Pero Pedro colocó las plantas aquí dentro y se ocupa de cuidarlas. Venía mucho aquí cuando era niño. Los Wingate jamás tuvieron hijos, así que en cierta manera Pedro y su hermana vinieron a llenar ese vacío.


—Algo bueno para todos —dijo Paula—. Está buena esta comida.


—No era lo que esperabas de este aldeorrio de Edilean, ¿verdad? —preguntó Karen.


—Después de todas las veces que he estado aquí, ya os conozco, y sé que os encanta comer. —Hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta que conducía al interior de la casa—. Bueno, háblame del resto de las personas que viven aquí. Por favor, dime que nadie va a llamar a mi puerta a las dos de la madrugada queriendo charlar.


—Lo cierto —dijo Karen, y bebió un largo trago de agua— es que no conozco realmente todos los detalles. Llevaba años sin venir aquí hasta que empecé a hacer las gestiones para conseguir el apartamento. Ahora mismo, la señora Wingate está en su tienda del pueblo, y...


—¿Qué es lo que vende?


—Ropa de herencia.


—¿Y eso qué es? ¿Ropa vintage?


—Oh, no —dijo Karen—. Es un tipo de costura. No sé mucho al respecto, aunque... —Bajó la voz—. Hay una mujer que se llama Lucia en el apartamento que está enfrente del tuyo, y que se pasa el día cosiendo. Hace casi toda la ropa que vende la señora Wingate.


Paula se echó hacia delante.


—¿Y por qué estás susurrando?


—Lucia es una mujer muy solitaria. Creo que quizá padezca agorafobia, pero nadie dice nada.


—¿Le asusta salir de la casa? —preguntó Paula, también en un susurro.


—Eso creo. Aunque he estado aquí varias veces en las dos últimas semanas, jamás me he encontrado con ella, ni siquiera la he visto. Creo que permanece en su apartamento casi todo el tiempo.


Paula se reclinó en su sillón.


—Me parece estupendo. Lo último que deseo es relacionarme con gente este verano. Ya me tengo que relacionar bastante en mi vida real con Agustina.


—Hablando del rey de Roma, ¿cómo le va la luna de miel a tu jefa?


—¿Es que crees que me lo contaría? —replicó Paula—. El hecho de que sea la que saldó las deudas de su galería y empezó a exhibir artistas que venden de verdad, ¿es razón suficiente para que me cuente lo que está pasando? Y eso sin contar las tres veces que me tuvo en la galería hasta el amanecer, mientras lloraba por otro novio más que la había mandado a paseo. ¿Son esas razones suficientes para que me envíe una postal?


Karen se echó a reír. Le encantaba oír las historias de Agustina y sabía que eran una válvula de escape para las frustraciones de su amiga con su jefa.


—¿Existe alguna posibilidad de que pueda cerrar la galería para siempre?


—Espero que no, pero su padre me juró que, si lo hacía, me conseguiría un empleo en otra.


—A mí me vendría bien alguna ayuda —dijo Karen, esperanzada.


—¿Dos artistas en una pequeña tienda? No lo creo. Háblame de la señora Wingate. ¿Es una dulce ancianita?


—No tan ancianita. Andará por los cincuenta, calculo. Muy dulce, sí, pero también un lince en los negocios. Esta casa requiere muchos cuidados. Pedro dice que el único dinero que tiene la mujer procede de la tienda y los apartamentos que alquila. No es una labor fácil.


—Dijiste que había tres apartamentos. ¿Quién está en el tercero?


—De momento, nadie. Creo que está reservado para alguien, pero no sé quién. Estoy segura de que la señora Wingate te lo diría si le preguntaras. En realidad, confiaba en...


—¿Confiabas en qué?


—En que a Ruben le apeteciera utilizarlo mientras está aquí.


—Bueno, bueno, bueno —dijo Paula, que se metió una aceituna en la boca—. ¿Se trata de algo que no me contaste?


Karen sonrió abiertamente.


—Te lo oculté a propósito... durante veinticuatro horas enteras.


—¿Tanto? Creo que has roto el código de la hermandad. ¿Por qué necesitaría él un apartamento en su propio pueblo? Salvo por educación, no estoy en absoluto interesada en lo que ande tramando tu guapísimo hermano el viajero, aunque ardo en deseos de escucharlo.


Se sonrieron mutuamente en una completa armonía cimentada en años y años de charlas de madrugada, lloriqueos conjuntos sobre lo limacos que eran los hombres, risillas tontas y ruidosas carcajadas que les salían del alma. Y, en más de una ocasión, Karen había confesado su deseo de que Paula se convirtiera en su cuñada.


En los siete años transcurridos desde que Paula hubiera hecho una jugada para llamar la atención del hermano de Karen, ambas habían hablado de él a menudo. Karen siempre le hacía partícipe de cualquier noticia que su familia recibiera de Ruben. Había terminado sus estudios de Medicina, y como soltero sin familia que le retuviera, era libre para vagabundear por el mundo. Había trabajado para Médicos Sin Fronteras, montado una clínica en un lugar remoto de África y acudido a muchos desastres mundiales. Karen decía que eran pocos los helicópteros en los que no se hubiera subido su hermano. «Ellos le dicen, “ve”, y él dice “sí”», decía.


—Ruben va a regresar a Edilean dentro de dos semanas.


Paula no pudo reprimir su gran sonrisa. A pesar de varios novios y un romance serio, nunca había olvidado a Ruben. Por otro lado, Karen jamás había dejado que pasaran más de dos semanas sin hablarle de su hermano.


—¿Cómo lo conseguiste? —preguntó.


—Mamá se las arregló para aplastarle con una tonelada de sentimiento de culpa porque lleva fuera de casa más de dos años. Hasta ayer no me enteré de que por fin le había sometido. Va a volver a casa a ayudar a Pedro.


Pedro de nuevo —dijo Paula—. ¿Y por qué tu primo médico necesita ayuda?


Karen agitó la mano.


—Es una larga historia. Ya te conté los problemas que habíamos tenido el año pasado.


—El mundo entero oyó hablar de los paisajes de CAY encontrados en la pequeña Edilean, Virginia. ¿Crees que tu amiga me dejaría exhibir algunos en la galería de Agustina?


—Estoy segura de que sí. Sara solo vendió unos pocos. Y le encantaría enseñártelos.


—¡Fabuloso! —exclamó Paula—. Estaría realmente encantada de verlos. ¿Pero qué tienen que ver con Ruben?


Pedro, nuestro primo...


—Que vive en la casa de al lado, cultiva orquídeas, es médico y surge en nuestra conversación una frase sí y otra también...


—El mismo. Lo comprenderás cuando lo conozcas. Tiene... ¿qué puedo decir? Una presencia imponente. Le gusta a la gente.


—Eso es bueno en un médico. ¿Me vas a hablar de Ruben o no?


—Llevemos estas cosas a la cocina —sugirió Karen mientras empezaba a llenar la bandeja, y Paula la ayudó. Las tareas domésticas eran algo que habían hecho juntas muchas veces y cada una sabía lo que tenía que hacer.


Cuando la bandeja estuvo llena, Paula la llevó de vuelta a la cocina.


—Hace un par de meses... —empezó Karen, mientras metía los platos en el lavavajillas y Paula guardaba las aceitunas— se produjo un incidente. Cierto sujeto, un ladrón internacional en realidad, fue sorprendido cuando intentaba robar algo en la casa de Pedro.


—¿De qué se trataba? ¿De diamantes? ¿Oro? ¿Es que es tan rico?


—Ni de broma. Pedro no cobra muchas de las consultas. Sea como fuere, durante la refriega, resultó herido, le golpearon en la cabeza con algo y lo tiraron por una colina. Se rompió el brazo izquierdo (o tuvo una fisura, no estoy segura) y ahora lo tiene escayolado y en cabestrillo. La verdad es que no puede valerse del todo para seguir ejerciendo, así que su padre vino desde Sarasota para ayudarle. Cuando Ruben llegue aquí, él se hará cargo. Y se quedará hasta que Pedro pueda volver al trabajo.


—Qué amable por su parte. —No había nada que oyera sobre Ruben Alfonso que no le gustara.


—Bueno, además de primos son amigos, y Pedro también ayudaría a Ruben. Además, ya era hora de que mi hermano olvidara a Laura Chawnley y regresara al sitio que pertenece.


—¿Crees que Ruben podría quedarse en Edilean para siempre?


—¡Espero que sí! —respondió Karen categóricamente—. Vivimos en una constante preocupación por que no se vaya a matar en su siguiente intento de rescate. Acuérdate de la vez...


—¿Cuando descendió por un cable desde un helicóptero para recoger a aquel niño? Oh, sí.


Karen sonrió, y las lágrimas acudieron a sus ojos durante un momento.


—No tengo palabras para decirte lo estupendo que es tenerte aquí. Parece como si en los dos últimos años todas mis amigas se hubieran casado. Y en cuanto te casas, cambian tus intereses. Ahora, cuando le pregunto a alguna si quiere salir a tomar una copa, me mira como si estuviera loca. Solo quieren hablar de los pañales que absorban más.


Paula abrazó a su amiga sonriendo, y luego se apartó.


—Ahora estoy aquí, y de lo único que quiero hablar es de arte. Supongo que ese collar que llevas está hecho por ti.


Su amiga sonrió de oreja a oreja.


—Ramas de olivo. ¿Te gusta?


—¡Me encanta!


—Creo que deberíamos sacar tu equipaje del coche y llevarlo a la habitación. Y otra cosa...


—¿Sí? —Se detuvo y esperó, porque se dio cuenta de que Karen tenía algo serio que decirle.


—Hace un par de semanas, se me ocurrió una idea. No sé si querrás hacerlo o no. Sé que te gusta idear tú misma lo que pintas, así que siéntete libre para decir que no a esto.


—¿Qué es lo que tienes en la cabeza?


—Pensé que quizá podrías hacer algunas acuarelas de flores, digamos las orquídeas de Pedro, y yo haría que fotografiaran mis joyas con ellas. Tengo previsto empezar una campaña de publicidad a nivel nacional, y pondría «pinturas de Paula Chaves. Para más información...» y daría un número novecientos. ¿Qué te parece? ¿Te interesa?


Paula se quedó mirando a su amiga fijamente, asombrada.


—Sí —dijo—. Me sentiría honrada. ¿Cuántas pinturas? ¿Para cuándo?


Karen sonrió.


—Confiaba en que te gustaría la idea. Necesito una docena de acuarelas. Pensé que sería justo que pudieras hacer seis a juego con mis diseños, y luego yo podría hacer las joyas a juego con las otras seis pinturas que fueran ocurrencia tuya exclusivamente. ¿Te parece bien?


Paula le dedicó una sonrisa llena de cordialidad. La inspiración, pensó, era la base de todo lo que hasta entonces había creado el ser humano. La necesidad, un fin, ese era todo el fundamento que necesitaba un artista para inspirarse, ya fuera un escritor o un chef, ya un arquitecto. 


Todo el arte provenía de lo que veían, sentían u oían. La joyería de Karen proporcionaría ideas a Paula, y sus pinturas impulsarían a Karen a crear. Esta vez fue el turno de Paula para que se le anegaran los ojos en lágrimas.


—Me gusta muchísimo tu plan —logró articular.


—Venga, vayamos a que deshagas el equipaje, y luego nos tomaremos unos margaritas en el jardín.


—¿Y qué ha hecho el distinguido doctor Pedro ahí fuera?


—Construyó un cenador.


—¿También le da a la carpintería?


Karen soltó una risotada.


—No. Tengo otro primo que se dedica a eso. Pero Pedro lo diseñó y lo plantó allí.






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