miércoles, 13 de abril de 2016

CAPITULO 13: (TERCERA PARTE)





Paula se recostó en su silla y sonrió a la pantalla del ordenador. Había tardado horas, pero por fin había creado una cuenta on-line para Pedro y pagado con ella todas las facturas que pudo encontrar. Incluso utilizó los puntos de su tarjeta American Express para pedir un aspirador nuevo y una vajilla blanca. Los platos que tenía el médico estaban astillados y llenos de grietas, y eran tan antiguos que no le extrañaría que contuvieran plomo.


Descargó Quicken y organizó los gastos de su actual jefe por categorías. No eran muchos y la mayoría se trataba de los servicios habituales en una casa, así que no le costó mucho organizar el año entero.


No tenía ni idea de cuáles eran sus ingresos, ahorros e inversiones. Cada pocas semanas depositaba en el banco un cheque que cubría los gastos y poco más. Si ese cheque suponía sus ingresos totales, no tenía forma de saberlo. De ser así, no podía decirse que fuera rico.


—Además, su estado financiero no es asunto mío —dijo en voz alta, mirando a su alrededor.


Aquella mañana se sintió un poco defraudada cuando le dijeron que no podría conocer al doctor Pedro, pero comprendió que las urgencias médicas tenían prioridad. Las mujeres de la consulta no dejaron de hablar de lo estupendo que era el médico y de cómo anteponía a los demás a sí mismo.


—¡Y tiene un carácter tan dulce! —lo aduló Helena—. Esta misma mañana sonreía de una forma que no he visto nunca en un ser humano. Iluminaba toda la sala, ¿verdad? ¡Al menos, a mí me lo parecía!


Sus compañeras asintieron entusiasmadas, contemplando a Paula con ojos brillantes.


Cuando subió las escaleras hacia el apartamento. Paula no puedo evitar una sonrisa. Era obvio que las tres mujeres estaban coladitas por su doctor. Era hora de comer y ya había terminado de organizar la cuenta cuando Pedro la llamó.


Lo primero que hizo fue disculparse por faltar a su cita de la mañana.


—No importa, lo comprendo —dijo ella—. Mi trabajo es ayudarte, no interponerme en el tuyo.


Pedro le dio las gracias, dudando de cómo enfocar la situación.


—Er... ¿cómo lo llevas? —Paula tardó unos minutos en contarle todo lo que había hecho desde su última conversación telefónica, pero él no parecía interesado en sus finanzas—. ¿Y qué me dices de tu arte? Mi hermana dice que si no pudiera crear se volvería loca, pero ya sabes que es un poco melodramática.


—A mí me pasaba lo mismo, pero hace tanto tiempo que no me dedico a crear nada que ya casi no me acuerdo.


—Estoy seguro de que Karen me lo comentó, pero ¿cuál es tu especialidad?


—La escultura.


—¿Como eso de soldar estructuras de acero?


—No, sobre todo modelaba arcilla. Cuando me licencié me encargaron una serie de bustos de presidentes estadounidenses. Tenía que hacerlos de unos treinta centímetros de altura y después, al crear el molde, ellos los reducirían de tamaño y los convertirían en asas para teteras. George Washington, Abraham Lincoln y Thomas Jefferson nunca se imaginaron que acabarían formando parte de una vajilla.


—Eso suena...


—¿Hortera? —preguntó ella, sonriendo—. Oh, estoy segura. Pero por algo se empieza.


—¿Y por qué no lo hiciste?


Paula le habló de la muerte de su madre, dejando la custodia de una niña de doce años en manos de un hombre especialmente repugnante.


—Estaba segura de que al día siguiente del funeral intentaría meterse en la cama de mi hermana.


—Así que te quedaste para cuidar de ella. —La voz de Pedro reflejó su admiración.


—Hice lo que tenía que hacer —contestó ella con modestia.


Pero Pedro se dio cuenta de su intento de restarle importancia al hecho. Él mismo sabía muy bien lo que era sacrificarse por los demás.


—¿Y no intentaste huir?


—¿Por qué no haces tú las maletas y te vas de Edilean?


—Obligaciones familiares —respondió automáticamente, antes de darse cuenta de lo que implicaba—. Vale, ya lo pillo. Lo mismo que te pasó a ti.


—Exactamente lo mismo.


Paula estaba sentada en un taburete de la cocina, y al moverse dejó escapar un quejido involuntario.


—¿Estás bien? —se interesó Pedro.


—Sí y no. Tengo unas cuantas magulladuras por un accidente de coche. Un conductor temerario casi me atropella.


Y le hizo un breve recuento de lo que había pasado.


—¿Y no sabes quién conducía?


—Sé qué coche tiene y... ¡Espera un momento! ¡Facundo estaba sentado con él en el restaurante, así que sabrá quién es! Mañana lo llamaré para preguntárselo. Mejor, quizá debería llamarlo ahora mismo. No deberían permitir que un cerdo así siga conduciendo, habría que...


—Seguro que a estas alturas ya se encuentra muy lejos de aquí —la interrumpió Pedro rápidamente—. No es una autopista nacional, pero casi, y por ella circulan muchos turistas despistados —explicó, limpiándose el sudor que le empapaba la frente.


—Sí, seguramente tienes razón —aceptó Paula—. Si ese imbécil viviera en Edilean, alguien me lo habría contado ya. Cuando le vertí la cerveza en la cabeza, monté todo un espectáculo público.


—¿Hiciste eso? —preguntó inocentemente Pedro. Iba en el nuevo Jeep que le había prestado Colin, y aún no sabía dónde estaban las cosas. Necesitaba un pañuelo para secarse el sudor que le chorreaba por la nuca—. Seguro que ese hombre se quedaría... sorprendido.


—Más bien estupefacto —corrigió Paula—. No lo hubiera hecho de no haberme mirado como si pensara que iba a pedirle algo.


—¿Algo como qué? —Pedro, acalorado, empezó a desabotonarse la camisa.


—Dinero, supongo —respondió Paula—. Parecía un tipo rico.


—Ah, ¿sí? —Pedro empezó a quitarse la camisa, pero se le quedó atascada en los puños.


—Sí. Tenía esa mirada entre aburrida y arrogante de los que nunca han tenido que preocuparse por el dinero.


Pedro dejó de luchar con la camisa y prestó más atención a lo que la chica estaba diciendo.


—No todo el mundo que puede pagar sus facturas es arrogante.


—Eso es verdad —aceptó Paula—. Reconozco que estoy generalizando basándome en mi reciente experiencia, pero el tipo del restaurante parecía aburridamente rico.


—Aburridamente rico —repitió Pedro, y no pudo impedir una sonrisa ante la frase. Logró desabotonar un puño de la camisa—. ¿Era un tipo horrible?


—No, la verdad es que era bastante atractivo. No tanto como Facundo, pero aceptable.


La sonrisa de Pedro se amplió.


—Oye, ¿aceptarías tener una cita conmigo?


Paula se alegró de estar hablando por teléfono. Así, Pedro no podía ver su halagada sonrisa. Después de la insistencia de Gonzalo en alabar su físico, resultaba agradable que un hombre se interesara por ella como persona. El doctor Pedro ni siquiera sabía cómo era físicamente, y eso hacía que se sintiera todavía mejor.


—Sí, ¿por qué no? Sería agradable —admitió ella—. ¿Cuándo?


—Mañana. Disfrazados.


—¿Qué?


—Tendremos una cita disfrazados, piensa que es Halloween. En casa de un amigo mío. A las once. Almorzaremos. —Sabía que estaba hablando casi en monosílabos, pero estaba tan nervioso que no podía pensar con claridad—. Después podemos ir a la fiesta McTern. Irán todos. Disfrazados.


Lo primero que pensó Paula fue que aquello sería imposible. No tenía nada apropiado para ponerse, y además todavía tenía que buscar otro trabajo. Entonces recordó que ya no tenía que mantener a su hermana y a su padrastro, así que podía permitirse tener un solo empleo.


—¿No te parece bien? —preguntó Pedro tímidamente ante su silencio.


—No, me... me gustaría, pero no tengo disfraz. Quizá Karen tenga alguno en su armario.


Pedro soltó de golpe todo el aire que había estado reteniendo.


—No te preocupes por eso. Mi prima Sara te hará el que quieras. ¿Alguna preferencia?


Hacía tantos años que la frivolidad no tenía cabida en su vida, que Paula tuvo problemas para aceptar la idea. Gonzalo y ella nunca habían ido juntos a una fiesta. Él siempre decía que las odiaba y que prefería estar a solas con ella. En aquellos momentos le pareció algo muy halagador; ahora se daba cuenta de que en realidad no quería que la gente los viera juntos.


—Te complementaré —dijo finalmente.


—¿Qué quieres decir?


—Que si tú vas de Eduardo VII, yo iré de...


—De reina Alejandra.


—¡Claro que no! De Lillie Langtry.


—Ah, ¿sí? —preguntó Pedro, sonriendo—. ¿Y si me disfrazo de Spiderman?


—Mary Jane.


—¿Papá Oso?


—Ricitos de Oro.


—¿Esa es la del vestido azul y una cinta en el pelo?


—Esa es Alicia, la del País de las Maravillas. Y tú tendrías que ir de Sombrerero Loco.


—Lo aceptaría.


—Entonces ¿de qué vas a disfrazarte?


—Creo que dejaré que Sara te lo diga. Suele hacernos disfraces a todos.


«Y así podrá decirme a mí de qué puedo disfrazarme para que ella lleve algo rojo y escotado», añadió para sí mismo.


—No tienes ni idea de qué vas a disfrazarte, ¿verdad? —Paula sonreía sincera y ampliamente por primera vez en mucho, mucho tiempo.


—Me pillaste —bromeó Pedro—. Ni la más remota. He tenido una mañana muy ocupada y...


—¿Conoce Sara tus medidas?


—Seis pies, una pulgada. Metro ochenta y cinco más o menos. ¿Y tú?


—Cinco pies, tres pulgadas. Pero si quieres saber mi peso tendrás que llevarme a un hospital.


—No suena nada mal. Conozco un lugar donde... —Se detuvo al recordar las circunstancias de su cita—. Entonces, ¿te recojo mañana en casa de Karen?


—De acuerdo. No, espera. Creo que debería trasladarme a mi propio apartamento en casa de la señora Wingate. No quiero seguir abusando de la amabilidad de Karen.


—¿Nadie te lo ha dicho?


—¿Decirme qué?


—La señora Wingate se fugó ayer con el jardinero.


—Oh. —La sorpresa la dejó muda—. Tenía la impresión de que era una anciana.


—No, tiene unos cuarenta y tantos, y es muy elegante. Según parece, mientras estaba casada con un hombre del que toda la ciudad sabía que abusaba de ella, estaba enamorada de Bill Welsch.


—¿El jardinero?


—Y constructor. Es primo mío y un gran tipo. De todas formas, cuando Bill y ella se fugaron, uno de sus inquilinos, Lucia Layton, preguntó...


—¿Layton? —Paula se extrañó—. Maria se apellida Layton.


—¿Tampoco te han contado eso? La madre del esposo de Karen se casó con el padre de Maria.


Paula tuvo que pensar unos segundos para ordenar mentalmente aquel lío de parentescos.


—No, eso tampoco lo sabía —dijo finalmente—. ¿Qué preguntó la señora Layton?


—Si podía comprar la mansión Wingate. Ruben, el esposo de Karen, quería abrir un campamento para los niños de Edilean, y pretendían utilizar la mansión Wingate como parte de las instalaciones.


—Supongo que eso significa que el apartamento ya no es accesible.


La primera reacción de Pedro fue proponerle que se quedara con él, pero logró controlarse. ¿Qué diablos le estaba pasando? Había tenido docenas de ofertas por parte de la población femenina de Edilean y ninguna le había interesado. Pero Paula tenía algo que lo intrigaba. Quizá fuera que la chica no era de las que lo habían perseguido con la sutileza de un torpedo.


Paula no estaba nerviosa mientras pensaba en el problema del apartamento. Aquella mañana había repasado el armario de Karen y utilizado su cocina, y no le había gustado. 


Aquella casa era de Karen y ella necesitaba un lugar propio. No poder disponer de un apartamento suponía un golpe para ella.


Pedro captó que había estropeado el buen ambiente creado entre los dos e intentó recuperarlo.


—Ya te buscaré un lugar donde puedas instalarte —dijo—. Mi primo Ramsey tiene varias propiedades, seguro que alguna de ellas está disponible.


«Aunque yo mismo tenga que comprarla», pensó.


—¿Qué piensas hacer hoy?


Paula esperaba que la invitase esa noche. Sería agradable conocerlo antes de la mascarada del día siguiente.


—Lo normal —dijo ella, antes de darse cuenta de que aquella respuesta no tenía sentido. Su trabajo actual era tan nuevo para ella que nada era «normal»—. ¿Y tú?


Él no podía decirle la verdad, que iba a utilizar todo su tiempo y sus energías en planear al detalle los siguientes dos días, así que se limitó a salir del paso con un recurrente «visitas médicas».


—Debe de ser maravilloso poder salvar vidas.


—Lo era —matizó Pedro, recordando su antiguo trabajo y las clínicas de las que se ocupaba—. Quiero decir que lo es. Ahora, perdona, pero tengo que dejarte.


—De acuerdo. Ve a salvar a alguien —deseó a modo de despedida. Y colgó.


Pedro hizo lo mismo y se relajó, apoyando la cabeza en el respaldo de su asiento. Hablar con Paula por segunda vez había sido todavía más agradable que la primera. Ahora tenía que volver a Edilean y planear los disfraces con su prima Sara. Pero cuando alargó el brazo para poner en marcha el coche, la camisa impidió el movimiento.


—¿Qué diablos? —masculló. Entonces recordó su conciencia culpable cuando hablaron del casi atropello de Paula. Como seguía sin poder desabrochar los botones del puño de la camisa en aquella posición, salió del coche, lo hizo y se la colocó de forma apropiada.


Volvió a sentarse en el Jeep y llamó a Bety. Dado que iba a pedirle un favor, aspiró profundamente para tranquilizar sus nervios y no gritarle. Pero, por primera vez desde que Tomas le pidiera que se hiciera cargo de su consulta, Pedro no estaba de mal humor.


—Sé que les he dado el día libre, pero necesitaría que hicieran algo para Paula.


—Por ella, lo que sea —aceptó Bety.


Pedro notó tal sentimiento de desesperación en su voz que casi sintió vergüenza. Quizás había sido demasiado duro con sus ayudantes.


—Bueno, er... necesita un poco de barro.


—¿Barro? ¿Quiere que compre barro? —Le dio la impresión de que le había encomendado una tarea hercúlea, y tuvo que reprimir una réplica mordaz.


—Sí, vaya a una tienda de artículos de bellas artes o... o no sé dónde, pero consígale algo que pueda utilizar para hacer una escultura.


—Oh, se refiere a barro para modelar. Arcilla. —Bety suspiró. En el reverso de un sobre escribió «Llamar a Karen», y lo subrayó dos veces—. Lo envolveré para regalo. ¿Quiere que adjunte alguna nota?


Él no había pensado en aquel detalle y dudó.


—Uh... Ponga únicamente «Gracias». Y firme «Pedro».


—Lo haré. A propósito, su madre nos ha hablado de su disfraz de Halloween. ¿Le ha gustado? A mí me parece estu...


Aquello era más de lo que estaba dispuesto a discutir con la mujer.


—Sí, genial. Gracias.


Y colgó. Si a Bety le gustaba, significaba que era algo muy apropiado para su querido doctor Tomas. ¿De qué se trataría? ¿De un esmoquin tipo James Bond o de un traje de superhéroe? Pedro podía imaginarse fácilmente a su primo con capa y botas hasta la rodilla. Aquella imagen le hizo sonreír burlonamente.


¡Él nunca se pondría una capa, ni hablar! Pero, claro, Tomas había conseguido a la chica de sus sueños, así que quizá...
Pedro llamó a su prima Sara, y de nuevo tuvo problemas para vocalizar adecuadamente.


—Necesito un... un disfraz especial. Algo que... Y ha de ser para mañana.


—Lo sé —admitió ella—. Tu madre ya me lo ha contado. Tengo unos cuantos metros de cuero con los que alimentar a mi 830.


Se refería a su sofisticada máquina de coser Bernina.


—Sara, no sé lo que te habrá dicho mi madre, pero no quiero nada de cuero —protestó Pedro mientras intentaba recuperarse de la impresión—. Necesito algo para mañana, algo... —dudó—. Un disfraz que... que...


—¡Pedro! —aulló Sara—. Tengo un marido y dos bebés que cuidar y alimentar, por no hablar de seis disfraces que terminar para mañana por la noche. No tengo tiempo para tus balbuceos. ¿Qué disfraz necesitas?


—Algo... algo romántico. Algo heroico —le soltó de golpe.


—Oh. ¿Así que es verdad lo de esa chica y tú? Patricia, ¿no?


—Paula. Y estoy seguro que lo sabías perfectamente. Ella llevará algo que conjunte conmigo, así que sea bonito.


—Por lo que he oído, le iría perfectamente un uniforme de camarera.


—¡Sara, ten piedad! —saltó Pedro—. ¿Puedes hacerlo o no?


—Tengo una pregunta.


—Si incluye la palabra «cerveza», me suicidaré.


—¿Cuánto hace que no montas a caballo?





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