miércoles, 13 de abril de 2016

CAPITULO 15: (TERCERA PARTE)




Estaban en casa de Karen, y Paula sonreía mientras Helena le entregaba una caja de cartón. Contenía el disfraz que Sara, la prima de Pedro, había confeccionado para que Paula lo llevara a su cita.


—Creo que Sara llamó a Karen para estar segura de tus medidas —explicó Helena—, y después aprovechó algunos trajes que tenía en su armario. Por eso ha podido hacerlo tan rápido.


—Lo importante es que sea complementario del disfraz que lleve el doctor Pedro —aseguró Paula.


—¿Te gusta? —preguntó Helena, atónita, como si no pudiera creerlo. Se aclaró la garganta antes de repetirlo—. Te gusta, ¿verdad?


—Mucho. ¿Ves esas rosas? —Señaló con la cabeza un jarrón con una docena de rosas de tallo largo—. Me las ha enviado para darme las gracias.


—¿Por qué? —insistió Helena, mirando a la chica con curiosidad.


—Usé el barro que me envió para hacerle una escultura.


—Oh —exclamó Helena sin comprender nada.


Paula abrió la caja. Sara había pedido expresamente que la entregasen en mano por si acaso necesitaba ayuda para ponerse el disfraz y Helena supuso que tendría una larga cremallera en la espalda.


Cuando Paula sacó un corsé de seda roja de entre el papel que lo envolvía, ambas mujeres se quedaron sin habla. Necesitaría ayuda de otra persona, sí, pero para tirar de los cordones que lo ceñían.


—Yo... yo... —Paula vaciló, sosteniéndolo ante ella—. No creo que...


Los ojos de Helena se iluminaron. Si aquella preciosa jovencita llevaba ese disfraz tan sexy, el doctor Pedro estaría tan contento que dejaría de ladrarle a todo el mundo.


—¡A mí me parece perfecto! —exclamó Helena, alborozada—. Y estoy segura de que te sienta como un guante. Quizá le falte un poco de tela por la parte de arriba, pero un poco de picardía siempre anima a los hombres.


—¿Picardía? —se alarmó Paula—. Esta cosa no taparía ni el pecho de una preadolescente. Yo no puedo...


Para Helena aquello significaba una batalla por sus futuros hijos. Si algo no atemperaba el mal genio del doctor Pedro, tendría que renunciar a su trabajo. Eso significaba buscar otro donde seguramente cobraría menos, y tendría que posponer su deseada maternidad. Si su batalla consistía en convencer a una mujer reacia de enfundarse un minúsculo corsé rojo, la libraría y la ganaría costara lo que costase. Si lo conseguía, su primera hija se llamaría Paula.


—¿Paula es tu verdadero nombre?


—¿Qué? —preguntó Paula, sin dejar de evaluar el corsé—. ¿Mi nombre? ¿Qué tiene que ver eso con el disfraz?


—Nada, nada, de verdad. Ahora, quítate esa ropa y ponte el disfraz.


—Pero... no me parece apropiado llevar algo como esto —aseguró Paula—. No estoy segura de...


—Tranquila, soy enfermera. Estoy acostumbrada a la desnudez.


—No lo decía por ti, sino por mí. Yo...


—Según dicen, el doctor Pedro vendrá montado en un caballo negro.


Los ojos de Paula se dilataron de asombro.


—Y llevará una capa.


Las cejas de Paula se alzaron por su extrañeza.


—Y una máscara negra.


Paula parpadeó repetidamente, alucinada.


—Oh, mira. También tienes una blusa con la que taparte.


Paula sacó de la caja una vaporosa prenda de encaje negro. Era tan transparente que la palabra «tapar» le sonó a broma. Se quedó con la boca abierta.


Helena se dio cuenta de que tendría que seguir insistiendo.


—¡Y llevará botas! —añadió, sonriente—. ¡Botas negras y altas, un caballo, una capa y una máscara negra! ¿Qué más quieres? ¡Ahora, desnúdate!


Paula hizo un esfuerzo por controlarse y dijo:
—Está bien.


Cuando Paula terminó de prepararse, estaba todavía más nerviosa que antes. Helena se había marchado, argumentando que al doctor Pedro no le gustaría verla allí. 


Por lo que ella podía deducir de su comportamiento, el verdadero problema era que Helena no quería ver a su adorado doctor Pedro en compañía de otra mujer.


Paula abrió la puerta de la casa y el aire frío le puso la carne de gallina. El cielo se había oscurecido presagiando tormenta, y percibió el resplandor de un rayo en la lejanía. La máscara que se había puesto le rozaba las pestañas y se la ajustó para evitar esa molestia. Helena le había apretado tanto el corsé que apenas podía respirar, y sus senos asomaban tanto por encima del corsé que estaba segura de parecer un anuncio ambulante de melones. De no ser por las constantes muestras de ánimo de Helena, nunca se habría atrevido a poner algo así.


Estaba vestida para protagonizar una película de El Zorro. 


Además del corsé rojo y de la transparente blusa de encaje, llevaba una falda hasta el tobillo a franjas rojas y negras, con unas aberturas que le llegaban más arriba de medio muslo. 


Unas medias negras, rematadas por unas botas cómodas y también negras, completaban su atuendo.


Se frotó los brazos con las palmas de las manos, y dio media vuelta para volver a entrar en la casa en busca de una prenda de abrigo, pero se detuvo a medio camino. Un hombre montado a caballo surgió de entre los árboles. En la distancia, montura y jinete apenas eran unas figuras negras, pero al verlas recortadas contra la luz solar, el efecto resultaba dramático.


Paula se olvidó instantáneamente de su incomodidad y se quedó contemplando a los recién llegados. En los últimos días había llegado a tener la sensación de que conocía a aquel hombre aun sin verlo personalmente. Sus ojos lo devoraron. Era un Zorro estupendo; un disfraz que combinaba a la perfección con el suyo. Aunque iba a lomos de su caballo negro, podía adivinar que era alto. Una ráfaga de viento le pegó la camisa al cuerpo marcando unos pectorales bien definidos, un estómago plano y unos brazos musculosos. Un cinturón de cuero negro circundaba su esbelta cintura y unos elásticos pantalones negros se ajustaban a sus muslos.


Tal como Helena había dicho, sus pantorrillas iban enfundadas en altas botas de cuero negro.


Paula buscó su rostro, pero la mitad superior permanecía oculta por una máscara y un sombrero de ala ancha. Sus ojos apenas eran visibles, pero los labios eran carnosos. 


Mientras se acercaba le dedicó una sonrisa que reveló unos dientes muy blancos.


Un rayo cayó cerca de ellos y, como si aquello fuera una escena de película, el caballo se encabritó. 


Mientras Pedro pugnaba por controlarlo, Paula pudo oír su voz, suave pero firme.


—Calma, chica —ordenó, inclinándose hacia delante y acariciando el cuello de la yegua.


Cuando se detuvo cerca de ella, Paula alzó la mirada y, por un instante, se estudiaron en silencio: ella, su alta y oscura silueta; él, su apenas oculta figura. Pedro necesitó el restallido de otro rayo para inclinarse hacia la chica. Alargó la mano y Paula no dudó. Se encaramó a un pequeño muro de piedra que rodeaba un parterre de flores, tomó su mano y dejó que su fuerte brazo tirara de ella hasta encaramarla en la silla de montar a sus espaldas.


Obligó al caballo a dar media vuelta e hizo una pausa como si esperase algo, pero Paula no adivinaba qué podía ser. 


Por un instante se sintió desconcertada, hasta que lo comprendió y rodeó la cintura del hombre con sus brazos. Pedro rio suave, sensualmente. Cogió una de las manos de la chica y besó su palma.


—Eres preciosa —susurró, girando la cabeza hacia atrás, de modo que su mejilla casi rozó los labios de Paula. Tenía una barba incipiente y ella sintió la tentación de darle un beso en la nuca, pero se contuvo.


Un segundo después picó espuelas y la yegua se lanzó hacia delante, con sus cascos repiqueteando en el asfalto.


Cuando la montura volvió a encabritarse y alzó las patas delanteras en el aire, Paula no pudo contener un gemido de alarma, apretó su abrazo y apoyó la cara en la espalda del médico.


—Esa es mi chica —susurró Pedro, y Paula no sabía si se refería a la yegua o a ella... y tampoco le importaba. Pegó el rostro a la espalda del jinete y cerró los ojos. El hombre, la inminente tormenta, el caballo... ¡todo era una fantasía maravillosa!


Cabalgaron por las calles unos cuantos minutos. Si alguien salió de su casa para contemplar su paso, Paula no lo vio. 


Ellos dos bien podían ser los únicos seres del planeta.


No tardaron en abandonar el pavimento para internarse en la naturaleza que rodeaba a la pequeña ciudad. Pedro condujo expertamente su montura por un camino de tierra lleno de surcos, animando a la yegua cuando se topaba con alguno especialmente profundo.


—¿Todo bien? —preguntó él en cierto momento, girándose en la silla, y ella asintió con la cabeza.


Por dos veces intentó mantenerse lo más erguida posible para que sus senos no presionaran contra la espalda de Pedro, pero en ambas ocasiones la yegua se inclinó peligrosamente. Temiendo una más que posible caída, Paula se aferró al médico casi con desesperación. Incluso sospechó que él lo hacía a propósito, y cuando este rio, estuvo segura.


—Estamos llegando —anunció Pedro cuando ya llevaban cabalgando un buen rato. Paula pensó que había dado un rodeo a propósito para alargar el paseo y, de ser así, no pensaba protestar. Por ella podía seguir todo el día, pero el cielo se estaba oscureciendo por momentos. Cuando sintió las primeras gotas de lluvia, Pedro se giró hacia ella.


—Prepárate para una galopada —anunció.


Paula alzó la cabeza para mirarlo, y se encontró con aquellos preciosos labios muy cerca de los suyos. Solo tuvo ánimos para asentir.


—Sujétate bien —sugirió, y Paula reforzó su abrazo—. ¿Eso es todo? —susurró.


Ella se acercó todavía más, presionando las piernas de Pedro con las suyas, y se apretó tanto contra su espalda que podía sentir su piel a través del disfraz.


Pedro volvió a reír, clavó sus talones en los flancos de la yegua y de nuevo salieron disparados hacia delante. Paula nunca lo hubiera creído posible, pero estrechó más todavía su abrazo.


Pronto aminoraron la marcha y el médico condujo a la yegua bajo el saliente de un pequeño cobertizo. Tras un momento de duda, desmontó y alargó los brazos hacia Paula. Ella se inclinó hacia delante, apoyando las manos en los hombros de Pedro, y dejó que la sujetara por la cintura.


Cuando sus pies tocaron tierra él no la soltó, sino que mantuvo las manos en su cintura, casi rodeándola por completo. Por un segundo, Paula creyó que la besaría, pero el médico terminó por alejarse.


—Mejor que entremos o acabaremos empapados. —Como la chica no se movió, se vio obligado a dar la vuelta en torno a ella—. Será mejor que...


Su voz se fue apagando mientras desensillaba la yegua. Al igual que su disfraz, la silla era de un negro intenso. Paula lo observó mientras libraba al animal de aquel peso para que estuviera más cómodo. Alguien había dejado allí agua y pienso, y dedujo que todo estaba preparado para su visita. 


«No solo se preocupa por la gente, sino también por los animales», pensó.


Otro rayo surcó el cielo y, poco después, el rugido de un trueno retumbó tan fuerte sobre ellos que sobresaltó a Paula. Pedro alargó su mano.


—Vamos.




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