miércoles, 13 de abril de 2016
CAPITULO 14: (TERCERA PARTE)
Paula estaba sentada en el taburete de la cocina mirando la enorme caja que le había dado Bety y que contenía una enorme pella de arcilla blanca, preciosa, tan perfecta que estaba segura de que Karen tenía algo que ver en la elección. El paquete iba envuelto para regalo, con una tarjeta de agradecimiento firmada por el doctor Pedro.
Había pasado tanto tiempo desde que alguien pensara en ella como artista —y también se incluía ella—, que su mente retrocedió hasta sus años de universidad. ¡Qué banales le parecieron sus problemas de entonces! Su mayor preocupación era que su línea de trabajo le gustara a los profesores, que aplaudieran los diseños en plata de Karen o que los bustos de Paula obtuvieran la aprobación de sus compañeras de cuarto. Todo eso le había parecido importante. Recordó el miedo y la excitación ante su primera obra en bronce. Cuando le salió perfecto, tuvo que resistir el impulso de llorar delante de sus compañeros. Más tarde liberó los nervios bailando por todo el apartamento, y entre Maria y ella se bebieron una botella de champán. ¡Había sido un día glorioso!
Poco después, Paula tuvo que volver a casa por el funeral de su madre y cargar con la responsabilidad de su hermana pequeña. Dos años más tarde se vio obligada a vender todo lo que había hecho en la universidad: pinturas, esculturas de fibra de vidrio, incluso su precioso bronce. Le pagaron una miseria, pero con esa miseria pagó las facturas más básicas.
La visión del barro le había traído malos recuerdos, pero su tacto los estaba haciendo desaparecer rápidamente. Su lugar lo ocupó la emoción que le impulsó a estudiar Bellas Artes. Se acordó de lo mucho que le gustaba crear cosas, transformar una masa informe en algo hermoso.
Y algo más acudió a su mente: la generosidad del doctor Pedro al enviarle la arcilla. Su experiencia con los regalos masculinos se limitaban a flores, bombones, incluso lencería, que siempre vio como un reflejo de lo que ellos deseaban. Ningún hombre había pensado en lo que Paula deseaba... en lo que Paula necesitaba.
—Gracias —susurró, mientras se levantaba y se dirigía al dormitorio.
El día anterior, mientras limpiaba, algunas fotos habían caído al suelo del bolsillo interior de una de las chaquetas del doctor Pedro. Parecían haber sido tomadas en África, y mostraban a unos niños sonrientes alzando los brazos hacia el fotógrafo. El hecho de que algunos de esos niños presentaran deformidades, vendajes aparatosos o les faltara algún miembro, quedaba eclipsado por sus sonrisas. Si el fotógrafo era el propio doctor Pedro, no le extrañaba que quisiera volver a aquel continente.
La última foto era diferente. En ella se veía a un hombre joven y de cabello oscuro, pero su cara estaba oculta por dos niños entusiastas empeñados en alborotarle el pelo.
Sostenía un bebé entre sus brazos, mientras otros tres niños lo rodeaban abrazándolo y sonriendo a la cámara.
Era una escena feliz, relajada, espontánea, capaz de alegrar el corazón de cualquiera. Dado que resultaba evidente que el doctor Pedro no quería enmarcar ni exhibir aquella foto, la guardó en el cajón de la mesita de noche.
Ahora volvió a por la foto y la llevó a la cocina. Mientras preparaba la arcilla, la observó desde el punto de vista del artista: proporción, composición, iluminación... No tenía muchos utensilios a mano, pero se hizo con un par de cuchillos, un viejo tenedor que podía doblar y varios palillos.
Cuando además encontró un picahielos, sonrió. Antes solía
alardear de que con un picahielos sería capaz de esculpir el monumento a Lincoln. Un guisado burbujeaba en los fogones de la cocina y un pastel de calabaza se doraba lentamente en el horno cuando Paula empuñó un cuchillo e hizo el primer corte en el barro.
Cuando Pedro llegó a casa por la noche se sentía exhausto.
Había pasado el día respondiendo preguntas, dejándose tomar medidas para un disfraz que, estaba seguro, nunca tendría valor de ponerse y haciendo planes a cuál más descabellado. Después fue al gimnasio de Mike, el marido de Sara, para levantar pesas y practicar un poco en el ring de boxeo.
Al final, mientras se quitaban los guantes, Mike le hizo unas cuantas bromas a costa de Paula.
—Consigue una chica y perderás diez kilos de grasa.
—Pues tú tienes una y no los has perdido —contraatacó Pedro.
—Sara me agota más que cualquier gimnasio.
Ambos rieron alegremente.
Eran ya las nueve cuando Pedro se duchó y volvió a su apartamento. El coche alquilado de Paula no estaba en el aparcamiento, lo que quería decir que ya se había marchado. Eso significaba que su secreto estaba a salvo y podía entrar.
En cuanto abrió la puerta, empezó a sonreír. Paula había añadido un par de lámparas a la decoración y estaban encendidas, lo que hacía el ambiente más agradable, más hogareño. La mesa estaba dispuesta y podía oler la comida.
Apenas tardó un minuto en llenar un plato del estofado de Paula y llevarlo hasta la mesa. Allí vio un par de servilletas que cubrían algo y retiró una de ellas. Pastel de calabaza recién horneado y todavía caliente. Aspiró la fragancia que desprendía.
Sin dejar de sonreír, apartó la segunda servilleta esperando encontrarse con otro plato delicioso, pero lo que vio hizo que se quedara helado. Era una escultura de los niños y él en África hecha, naturalmente, de barro. Recordó de inmediato la escena. Estaba fotografiando a los niños, cuando se empeñaron en que también saliera en la foto.
Posó con ellos a regañadientes, pero una fracción de segundo antes de que funcionara el disparador automático lo empujaron riendo y diciendo que era demasiado feo para salir en la misma foto que ellos. Era una de las fotos favoritas de Pedro y la había guardado con cariño. Siempre quiso enmarcarla, pero nunca había encontrado el momento, incluso terminó olvidándose de ella.
Y ahora la tenía en la mesa, frente a él, plasmada en tres dimensiones. Él estaba en medio, con el bebé que casi había muerto en su regazo. Los demás reían alegres y burlones, empujándolo e impidiéndole mirar al objetivo. La exquisita escultura le trajo emocionados recuerdos del tiempo pasado en África y unas irresistibles ganas de volver.
Fue girando lentamente la escultura para contemplarla desde todos los ángulos. Le pareció lo más hermoso que había visto en toda su vida. ¡El talento de Paula era extraordinario!
Tenía que hablar con ella y la llamó por teléfono, pero la chica no respondió al teléfono de Karen. No podía dejarle un mensaje porque era muy posible que no supiera la clave del buzón de voz de Karen, y Paula no tenía móvil por culpa de Pedro. Lo había aplastado con su coche.
Se sentó a la mesa y cenó sin dejar de contemplar la estructura. A las diez llamó a Sara y le dijo que pasaría al día siguiente por la mañana para recoger el disfraz que horas antes intentara endosarle inútilmente.
—¿Y el caballo? —preguntó ella en tono burlón.
—Eso también.
—¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?
—El talento —explicó—. La visión de un enorme talento. Te veo mañana.
Colocó la pequeña escultura sobre la mesita de noche para tenerla cerca mientras dormía. Estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para que Paula lo perdonase.
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