miércoles, 13 de abril de 2016

CAPITULO 16: (TERCERA PARTE)





Ella aceptó y lo siguió por un camino enladrillado hasta una casa apenas visible. Las vides crecían por los muros exteriores y los descuidados arbustos oscurecían las ventanas. Paula dudó de que el edificio pudiera verse desde la carretera.


Pedro tuvo algunos problemas para abrir la puerta. No estaba cerrada, solo atascada, pero sabía dónde golpear exactamente para abrirla.


—Siempre ha pasado lo mismo —aseguró sin soltarle la mano y guiándola al interior.


Paula se encontró en un enorme vestíbulo que ascendía hasta el techo de la mansión. Sobre sus cabezas pendía una doble fila de pesadas vigas de madera. El mobiliario era escaso, y parecía viejo y gastado. Toda la casa desprendía un aire de abandono, como si hiciera años que nadie viviera allí.


Paula lo miró esperando una explicación. La máscara proyectaba una sombra sobre los ojos del médico, pero pudo distinguir que eran azules y los enmarcaban unas pestañas muy largas. El doctor Pedro Alfonso era un hombre muy atractivo. Se preguntó por qué no recordaba haber visto una foto suya en la universidad y, si había visitado a Karen, ¿por qué no coincidieron nunca? Entonces, recordó. Había dicho que nunca hubo nada entre Maria y él, pero eso no era del todo cierto.


—No me acuerdo de ti por culpa de Maria —dijo.


Él la miró desconcertado, pero pronto sonrió. Le soltó la mano y se dirigió a un rincón de la enorme sala donde se encontraba la cocina. Sobre la vieja encimera habían dejado una cesta de picnic.


—Tienes razón. Karen quería casarme con Maria —reconoció mientras abría la cesta y estudiaba su contenido.


—Me había olvidado, pero cada vez que venías de visita a la universidad procuraban librarse de mí. Pero al final no...


—¿No nos casamos? —completó la frase—. No, Tomas se adelantó.


—Exacto —corroboró Paula, sintiendo que se le caía el alma a los pies. Ella era la elección de reserva.


Pedro le lanzó una larga y admirada mirada.


—Me alegra que lo hiciera. Maria nunca podría hacerme una estatua con los niños a los que llegué a querer mucho, ni podría convertir un viejo almacén en lo más parecido a un hogar confortable. Y lo más importante: no tiene tu aspecto.


Y la mirada se volvió tan admirativa que hizo que Paula se ruborizara.


—Bien, ¿dónde quieres que comamos?


Paula tenía ganas de decir «en ninguna parte» porque, cuando terminasen de comer, también terminaría la cita y tendrían que marcharse. Prefería posponer ese final.


—¿Esta es tu casa?


—Oh, no —negó Pedro, alejándose un paso de la cesta de comida—. Pero la conozco muy bien. ¿Te gustaría que te la enseñase?


—Sí, claro.


Permanecieron unos segundos en silencio, sin saber qué decirse. Él se limitó a mirar a Paula y sonreír. La situación podía haber resultado extraña, dado que ambos llevaban máscaras, pero aquel detalle solo parecía añadir intimidad al momento.


—Quise comprar la casa —dijo él finalmente—. Pertenece a la familia de un amigo mío y de pequeño venía a menudo. Yo...


La lluvia arreció de repente y su repiqueteo en el tejado se hizo más fuerte. Pedro pareció alarmarse.


—¡Vamos, rápido! —urgió, corriendo hacia la cocina y abriendo las puertas de los armarios. Sacó todas las cacerolas, ollas y recipientes que pudo encontrar y le dio un par a Paula.


Ella no tenía ni idea de lo que tenía que hacer, hasta que una gota de agua le cayó en la cabeza.


—¡Oh!


—Exacto, oh —remarcó Pedro, corriendo hasta el extremo más alejado de la sala y colocando un cazo en el suelo. Un segundo después, un hilo de agua empezó a caer directamente en el centro de la olla. Paula dio un paso atrás y situó un bote de plástico donde había estado. Las gotas de lluvia empezaron a llenarlo.


—¿Dónde más? —le preguntó a Pedro.


—Allí, en aquel rincón.


Tardaron varios minutos de continuas carreras, de una gotera a otra, en colocar todos los recipientes que habían reunido. Después retrocedieron hasta la cocina, que parecía seca, para revisar su trabajo.


—¿Las tenemos todas controladas? —preguntó Paula.


—Eso creo. Gracias por tu ayuda. Debo confesar que ha sido un verdadero placer verte corretear por toda la sala.


Ella pensó en responder algo modesto, pero cambió de idea.


—El mérito es de estos tacones.


Pedro soltó una carcajada.


—Entonces, tendré que darle las gracias a Sara. Bien, podemos sentarnos y comer... —La forma en que lo dijo parecía implicar una pregunta, pero no la hizo. Así que ella la hizo por él.


—¿O...?


Él miró hacia el techo del enorme recibidor.


—¿Ves esas puertecitas de ahí arriba? —En lo alto, en uno de los extremos del techo abierto, había un conjunto de puertas de apenas un metro de altura—. Si nos
sentamos allí, tendremos una visión panorámica de la sala. Pasé mucho tiempo en esta casa y sé que la vista es sensacional.


Paula se daba perfecta cuenta de lo que Pedro pretendía hacer y, más importante todavía, que no había compartido aquello con nadie más.


—Te reto a una carrera —gritó ella, lanzándose hacia la izquierda, donde estaba la escalera.


Solo quería gastarle una pequeña broma, pero un instante después oyó los pasos de Pedro tras ella y no estaba preparada para lo que sucedió: el médico la cogió al vuelo entre sus brazos y subió la escalera cargando con ella.


—He ganado —exclamó triunfante en cuanto llegaron al descansillo, sin intención aparente de soltarla.


—Has hecho trampa —protestó Paula, mirándolo fijamente.


Mientras resistía la tentación de acurrucar la cabeza en su hombro, no pudo evitar pensar en que no le importaría que no la soltase nunca.


—¿No te peso? —consiguió articular.


—Ni una pizca. —La miró a los ojos. Él había perdido el sombrero en su carrera por la escalera y ahora podía verle los ojos con claridad—. No sé cómo he podido pasar todos estos años sin conocerte. Eres una preciosidad. Una pequeña preciosidad... —Desvió la mirada hacia su cuerpo—. Una pequeña preciosidad perfectamente formada. Una Venus de bolsillo.


—¿Una qué?


Pedro sabía que lo había escuchado perfectamente, así que no lo repitió. Se limitó a seguir contemplándola. ¡Le estaba hinchando el ego!


—¿Y la cesta? —preguntó ella.


—Se ha quedado abajo —respondió, sonriendo—. Ven, te enseñaré todo esto.


La cogió de la mano y la guio más allá de un dormitorio y de un cuarto de baño hasta otro dormitorio.


Paula frunció el ceño. ¿Un dormitorio? ¿Ya? Retiró su mano de la de Pedro y dio media vuelta dispuesta a salir de allí, pero él caminó hasta el fondo de la habitación, abrió lo que parecían las puertas de un armario y desapareció en su interior entre ruidos de arañazos.


Sintiendo curiosidad, Paula se acercó para ver dónde se había metido. En el fondo del armario, que contenía un montón de ropa vieja, vio un panel pequeño. No se trataba realmente de una puerta, ya que no tenía bisagras y no llegaba hasta el suelo. Pedro lo había retirado y dejado a un lado, antes de desaparecer por el hueco.


Paula miró dentro y descubrió un pequeño espacio de dos metros y medio por uno. Era muy oscuro, pero Pedro abrió las puertecitas que habían visto desde abajo y quedó iluminado por la luz del salón. Se apresuró a entrar y se agachó junto al médico.


—Es más pequeño de lo que recuerdo —comentó.


Ella sonrió sin señalar lo obvio, que él había crecido desde entonces. Aquel pequeño espacio resultaba muy íntimo y a Paula le gustaba estar tan cerca de él. También le gustaba haberse equivocado al pensar que la estaba llevando directamente a la cama.


—¿No te resulta un poco claustrofóbico? —le preguntó.


Sobre sus cabezas podían oír el sonido de la lluvia contra el tejado, y eso lo convertía en un lugar acogedor.


—No —admitió Paula.


—Cuando era niño, mi amigo Toby y yo solíamos compartir la comida aquí arriba —le explicó, mirándola de forma interrogante.


—Me encantaría compartir contigo una comida —respondió ella, sabiendo que era eso lo que realmente estaba preguntando.


—Entonces, quédate aquí. Traeré la cesta.


Pedro se irguió y empezó a pasar una pierna por el hueco que daba al armario, pero se detuvo. Paula no podía ver su rostro con claridad, pero sus ojos parecían muy serios.


—Ya que estamos los dos solos, quizá deberíamos quitarnos las máscaras.


—¿Y estropear la fantasía? —protestó ella—. Es una lástima que hayas perdido el sombrero.


La sonrisa de Pedro mostró tanta calidez, tanta... felicidad, que Paula supo que ella había vuelto a ruborizarse.


—Ve y trae la cesta —le dijo para esconder su turbación.


Cuando Pedro se alejó, ella salió del hueco y reunió cuatro almohadas y un edredón del dormitorio para improvisar un sofá. Así estarían más cómodos. Una vez acomodada, comprendió el motivo de que a Pedro le gustara tanto aquel pequeño espacio. Sin las puertecitas, la visión de todo el amplio recibidor resultaba encantadora. Sonrió al ver las cacerolas diseminadas por toda la planta baja y la lluvia cayendo en ellas. La casa parecía en bastante buen estado, a pesar de las goteras y de la suciedad.


—¡Hola! —saludó Pedro desde la planta baja, y Paula respondió agitando la mano. Vio que el médico revisaba las cacerolas, pero no vació ninguna, no parecían llenarse peligrosamente.


—¿Ves eso? —preguntó él, dirigiéndose al rincón más alejado de la sala y señalando una vieja escalera de hierro atornillada a la pared que ascendía hasta las vigas de madera—. Cuando éramos pequeños solíamos caminar por esa viga de madera que llega hasta donde tú estás ahora y bajábamos por esta escalera.


Cuando Paula siguió con la mirada la dirección que él señalaba, se le cortó el aliento. Parecía muy peligroso. Lo era para un adulto, y no quiso ni pensar lo que suponía para un niño.


—Espero que los padres de tu amigo os prohibieran hacer esa locura —dijo muy seria.


—Nunca se enteraron. —Pedro rio. Empezó a subir por la escalera de hierro, pero se detuvo a medio camino—. Siempre quise intentar una cosa.


Paula no sabía a qué se estaba refiriendo, pero algo en su tono de voz hizo que se alarmase. Recordó la foto colgada en su cuarto de la universidad, en la que se veía a Pedro aferrado a un cable y descendiendo hacia un turbulento océano para rescatar a unos náufragos cuyo bote se había hundido.


—¡Ese es el idiota de mi hermano! —había comentado Karen con un bufido, pero su voz transmitía mucho orgullo, ya que todos sabían lo encantada que estaba de su heroísmo.


Paula contempló cómo Pedro desprendía algo de su cinturón. No se había fijado que llevaba un látigo enrollado en su costado.


—¡Eres el Zorro! —exclamó.


—Eso me dijo Sara —corroboró, desenrollando el látigo.


—¿Y dónde está tu capa? Me prometieron que llevarías una capa.


—La dejé en casa de Sara. Lamento decepcionarte, pero se me enredaba constantemente en los brazos. Un hombre tiene sus límites.


—Seguro que no querías que tapara tus músculos —susurró Paual en voz baja.


—¿Qué has dicho?


—No, nada. Yo... —Se detuvo, asustada, porque Pedro estaba ondeando el látigo en dirección a la viga de madera y dedujo lo que planeaba.
»¡Tengo hambre! —gritó—. Me gustaría tener algo de comer a mano. ¡Ahora mismo!


Pedro captó el miedo en su voz.


—Tranquila, llegaré en un momento.


Antes de que Paula pudiera replicar, enrolló el látigo en la viga más cercana, muy por delante y por encima de su cabeza. Horrorizada, con la mano tapándose la boca para no gritar, vio cómo comprobaba la resistencia del látigo mediante unos cuantos tirones, y cómo volaba en círculo a través de toda la sala colgado del látigo. Terminó de nuevo en la escalera, sonriendo con la satisfacción de un niño.


—Tendrías que haberte disfrazado de Tarzán —gritó. Y no era precisamente un cumplido, estaba tan asustada como enfadada.


—Un taparrabos de piel de leopardo no habría ocultado mis músculos, ¿verdad? —respondió Pedro, demostrando que había oído su anterior comentario.


A Paula se le escapó una carcajada. Pedro recuperó el látigo, lo enrolló y volvió a colgarlo de su cinturón. Recogió la cesta de la comida y bajó los escalones de dos en dos.


Un minuto después se sentaba en el improvisado sofá de Paula, y abría la cesta. Contenía montones de pequeños sándwiches, tres tipos distintos de ensaladas y dos botellas de vino.


—¿Lo has preparado tú mismo? —preguntó ella, abriendo una de las botellas y llenando dos vasos.


—Ni en sueños —admitió él, riendo.


No quiso seguir preguntando, pero se imaginó que sus fieles colaboradoras —o quizás alguna de sus parientes— lo había hecho por él.


—Háblame de ti —le pidió Pedro, sacando un plato de la cesta.


Por la cabeza de la chica pasó todo un cúmulo de circunstancias: su lucha por acceder a la universidad, la muerte de su madre, el cuidado de su hermana y la guinda del pastel: el robo del libro de cocina de los Treeborne.


Pedro pareció leerle la mente porque se apresuró a decir:
—El lunes por la mañana, de ocho a diez, un empleado de Fedex pasará por casa de Karen a buscar tu paquete. Un amigo de Auckland lo recogerá y se lo enviará a Earl.


—¿Earl? —se extrañó Paula, antes de recordar que era el pseudónimo que había usado para hablar de Gonzalo—. Oh, sí, claro. Earl. Siempre te estaré agradecida. En otras circunstancias no suelo ser tan dependiente, pero...


—No creo que seas nada dependiente, Paula. Esa pequeña escultura que hiciste es hermosa, tu talento me sorprende. ¿Por qué...?


Hizo una pequeña pausa para darle un mordisco al sándwich.


—¿Por qué no preparo una exposición? —Ella pudo deducir por la expresión de Pedro que no había pretendido ser tan serio, pero no le importaba—. Tengo una teoría, ¿sabes?


—¿Y es...?


—Que todas las personas de este mundo tienen un talento especial, ya sea la escultura, la música o... o la capacidad de mantener una casa ordenada y limpia, aunque tengan que lidiar con un montón de niños.


—Creo que ese gen de la casa limpia falta en mi ADN —confesó Pedro, sosteniendo en alto la botella—. ¿Un poco más de vino?


Ella asintió con la cabeza.


—Lo que diferencia a la gente son sus características personales —prosiguió Paula—. Pongamos, por ejemplo, Karen y tú.


—Adelante.


—Ella quería diseñar joyas y tú querías ser médico, así que te convertiste en uno.


—No capto tu punto de vista.


—Karen tenía una ambición que igualaba su talento, así que ahora tiene su propia marca y un contrato fabuloso con Neiman Marcus. Y tú te convertiste en médico.


—Creo que ya lo voy captando —aceptó Pedro—. Quieres decir que la gente deja que la vida se interponga en sus sueños y aparta a un lado sus visiones... o su talento.


—¡Exacto! Cuando estaba en la universidad conocí a gente con un talento extraordinario, pero una vez se licenciaron no he vuelto a tener noticias de ellos. Me acuerdo de un chico en concreto, que escribió una obra que a todos nos pareció increíble. ¿Sabes lo que hace ahora? Vende coches de segunda mano.


—¿Eso es lo que te pasó a ti?


—Yo nunca tuve el empuje y la determinación de Maria o de Karen. Yo... —Bajó la vista para mirarse las manos.


—Tú pensaste en los demás antes que en ti misma —dijo él—. Puedo atestiguar que mi hermana nunca dejó que nada ni nadie se interpusiera entre la joyería y ella. Pero tú... a ti te necesitaron, así que dejaste a un lado tu sueño.


—Es una forma de decirlo.


Pedro estaba haciendo que se sintiera a gusto consigo misma. Durante años, cuando se enteraba gracias a Internet de alguno de los logros de Maria y de Karen, Paula se reafirmaba en su fracaso. Pero Pedro hacía que su elección en la vida sonara bien, casi noble.


Quiso hablar de otra cosa que no fuera ella, cambiar de tema, y pensó en los viajes.


—¿Cuál es el país más bonito que has visitado?


—Nueva Zelanda.


—¿De verdad? —Paula se extrañó—. Creía que dirías uno más tropical... no sé, quizá Tahití.


—Demasiado tráfico y demasiadas casas.


—¿Y el más impresionante?


—Las islas Galápagos, con Petra pisándole los talones.


—¿El más siniestro?


—Tonga. Seguido de la isla de Pascua.


—Mmm, interesante. ¿Y el más sorprendente?


—Hong Kong. Muy limpio, muy moderno.


—Entonces ¿dónde te gustaría vivir? —Paula levantó la mano antes de que se tomara la molestia de contestar—. Ya lo sé. Nueva Zelanda.


—Sí —admitió él—. Tengo amigos allí y el país me encanta.


—¿Siempre te has sentido fuera de lugar aquí, en Edilean?


Pedro se tomó un segundo para responder.


—Supongo que sí. No es fácil vivir aquí como un Alfonso que quiere ser médico. Pero yo no soy un verdadero Alfonso.


Ella esperó que continuara.


—¿Ves esta casa? —Pedro hizo un amplio ademán, abarcando todo el salón que tenían debajo—. En realidad no era muy amigo del chico que vivía aquí. Solía burlarse de
mí porque quería ser médico, pero no me importaba porque adoraba la casa.


Paula comía en silencio, esperando que terminara su explicación.


—Es como Alfonso House, la casa que heredó Tomas. Él se quedó con el nombre de la familia y la casa patrimonial.


—¿Tú también los querías?


—Creía que sí. Pero lo que realmente deseaba era tener raíces, la sensación de ser parte de algo.


Abrió una cajita que contenía magdalenas y se las ofreció a Paula.


—Si tu familia ha vivido aquí desde hace generaciones, deberías sentirte parte de la ciudad.


—Es posible. Dicen que uno de los Alfonso fundadores de la ciudad era médico, pero también una especie de nómada que se recorrió todo Estados Unidos a caballo.


—Y tú eres como él —añadió Paula, partiendo una onza de chocolate y llevándose un pedacito a la boca.


La lluvia había amainado, y apenas era un suave y agradable repiqueteo sobre sus cabezas. Eso, combinado con el reducido espacio en el que se encontraban, hacía que se sintiera muy cercana a aquel hombre. Parecía un día apropiado para revelar secretos. Pensó que si se quedaban mucho tiempo más, acabaría contándole todo lo relacionado con Gonzalo, así que necesitaba mantener la conversación centrada en Pedro.


—Y te marchaste a la menor oportunidad. —Era una afirmación, no una pregunta.


—La cogí al vuelo.


Paula hizo todo lo posible por ocultar su decepción. Estaba claro que aquel hombre no tardaría en marcharse, no como sus novios anteriores con los que había roto o como Gonzalo, que la dejó en la puerta de su casa para correr a llamar a su verdadera novia. Con todos ellos, aunque solo fuera por cierto tiempo, había tenido la esperanza de que permanecerían en su vida para siempre.


—¿En qué estás pensando? —la interrumpió Pedro.


—Helena me dijo que esta noche se celebraba la fiesta McTern. Nunca había oído ese nombre.


A pesar de la máscara, se dio cuenta de que Pedro fruncía el ceño.


—Es el nombre familiar de la gente que fundó Edilean. De algún modo cambió a Harcourt, pero Ramon, por ejemplo, es un McTern.


—Esta noche me pareces un buen Zorro —dijo ella, intentando animar el ambiente.


—Mi madre me había preparado otro disfraz, pero no tengo ni idea de cuál. Este es únicamente para ti.


Paula sabía que algo lo preocupaba. No sabía qué, pero su buen humor había desaparecido.


—¿He dicho algo malo? —preguntó—. Pareces...


—No, no has dicho nada —negó él—. Es culpa de Edilean. Creo que no debería vivir aquí.


—Aquí en esta casa, o aquí en... —Calló al escuchar bajo ellos un sonido provinente de la puerta principal.


Pedro reaccionó instantáneamente, cerrando las puertecitas que se abrían al salón y sumergiéndolos en la oscuridad.


Escucharon unas voces. Pedro se llevó el dedo índice a los labios para pedirle silencio y entreabrió unos milímetros las dos puertas.


Cuando Paula le indicó por señas que también quería mirar por la abertura, se movió a un lado para que pudiera acercarse. Ella intentó apartar la cesta para dejarla en un rincón, pero tropezó con una de las botellas de vino que estuvo a punto de caer. Por suerte, Pedro la atrapó a tiempo.







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