miércoles, 30 de marzo de 2016

CAPITULO 1 (SEGUNDA PARTE)







Edilean, Virginia, 1993


Paula jamás había estado tan aburrida en sus ocho años de vida como lo estaba en ese momento. Ni siquiera sabía que podía existir tal aburrimiento. Su madre le había dicho que saliera un rato al enorme jardín que rodeaba la vieja mansión, Edilean Manor, y jugara, pero ¿cómo iba a jugar sola?


Dos semanas antes, su padre se había llevado a su hermano a algún estado lejano para pescar. Su madre lo llamó «vínculo masculino» y dijo que no pensaba quedarse sola en casa durante un mes entero. Aquella noche, Paula se despertó al oír que sus padres discutían. No era algo que hicieran a menudo, al menos que ella supiera, y de repente se le pasó por la cabeza la palabra «divorcio». La idea de estar sin sus padres la aterraba.


Sin embargo, a la mañana siguiente los vio besarse y todo pareció regresar a la normalidad. Su padre insistía en afirmar que hacer las paces era lo mejor de todo, pero su madre lo mandó callar.


Aquella misma tarde, su madre le informó de que mientras su padre y su hermano estuvieran fuera, ellas se alojarían en un apartamento en Edilean Manor. A Paula no le hizo ni pizca de gracia la idea, porque odiaba la vieja mansión. Era demasiado grande y había eco por todos lados. Además, cada vez que visitaba ese lugar parecía contar con menos muebles y el vacío lo hacía aún más espeluznante.


Su padre le explicó que el señor Bertrand, el anciano que vivía en la casa, había vendido los muebles heredados de la familia para no tener que trabajar.


—Vendería la casa si la señorita Edi se lo permitiera.


La señorita Edi era la hermana del señor Bertrand. Era mayor que él y aunque no vivía en la casa, era la dueña. Paula había oído decir a la gente que le caía tan mal su hermano que se negaba a vivir en Edilean.


Paula no comprendía que alguien pudiera odiar Edilean, porque todos sus conocidos vivían en la ciudad. Su padre era un Chaves, y pertenecía a una de las siete familias fundadoras del pueblo. Sabía que eso era un motivo de orgullo. A Paula le alegraba no pertenecer a la familia que debía vivir en la terrorífica mansión.


En esos momentos, su madre y ella llevaban dos semanas viviendo en el apartamento y estaba muerta del aburrimiento. 


Quería volver a su casa y a su dormitorio. Mientras hacían el equipaje para trasladarse, su madre le había dicho:
—Solo nos vamos una temporada y está aquí al lado, así que no hace falta que te lleves eso.


Con «eso» se refería a casi todas las pertenencias de Paula, como sus libros, sus muñecas y todo lo relacionado con sus manualidades. Su madre parecía pensar que eran cosas innecesarias.


Al final, sin embargo, Paula se aferró con fuerza al manillar de la bicicleta que le regalaron por su cumpleaños y miró a su madre con gesto decidido.


Su padre se echó a reír.


—Elena —le dijo a su mujer—, es la misma cara que te he visto poner cientos de veces y te aseguro que tu hija no va a dar su brazo a torcer. Sé por experiencia que por mucho que le grites, la amenaces, la adules, le supliques, le implores o llores no dará su brazo a torcer.


Su madre miró a su marido, que se reía a mandíbula batiente, con los ojos entrecerrados.


Eso borró incluso la sonrisa de sus labios.


—Ruben, ¿qué te parece si tú y yo nos vamos...?


—¿Adónde, papá? —le preguntó Ruben, que a sus diecisiete años se daba mucha importancia por poder marcharse a solas con su padre. Sin mujeres. Ellos dos solos.


—A cualquier parte —murmuró su padre.


Paula consiguió llevarse la bici a Edilean Manor y durante los tres primeros días apenas se bajó del sillín. Sin embargo, a esas alturas quería hacer otra cosa. Su prima Sara fue un día, pero le interesaba explorar la vieja y cochambrosa mansión. ¡A Sara le encantaban los edificios antiguos!


El señor Bertrand había sacado una copia de Alicia en el país de las maravillas de una pila de libros que había en el suelo. Su madre comentó que había vendido la estantería a una tienda de muebles llamada «Colonial Williamsburg».


—Una pieza original del siglo XVIII y que llevaba más de doscientos años en la familia —había murmurado—. Qué lástima. Pobre señorita Edi.


Paula se pasó unos cuantos días leyendo sobre las aventuras de Alicia y su viaje a través de la madriguera del conejo. Le gustó tanto el libro que le dijo a su madre que deseaba ser rubia y que quería un vestido azul con un delantal blanco. Su madre le replicó que si su padre volvía a marcharse algún día durante cuatro semanas, el próximo bebé que tuviera sería rubio. El señor Bertrand añadió que a él le encantaría pasarse el día sentado en una seta, fumando con un narguile y ofreciendo sabios consejos.


Los dos adultos se echaron a reír. Al parecer, sus mutuos comentarios les parecían muy graciosos. Paula se fue, disgustada, y se sentó en la horquilla de su peral predilecto para seguir leyendo sobre Alicia. Releyó sus pasajes preferidos, y después su madre la llamó para tomar lo que el señor Bertrand denominaba «el té de la tarde». Era un anciano extraño, bastante corpulento, y su padre decía que el señor Bertrand podía incubar un huevo en el sofá.


—No se levanta en todo el día.


Paula se había percatado de que aunque los hombres del pueblo no apreciaban en absoluto al señor Bertrand, las mujeres lo adoraban. Algunos días llegaban incluso seis mujeres cargadas con botellas de vino, guisos y pasteles, y todas parecían pasárselo en grande. Cuando reparaban en ella, todas decían:
—Debería haber traído...


Y seguían con el nombre de sus respectivos hijos. Sin embargo, en ese momento alguna recalcaba lo maravilloso que resultaba disfrutar de esa paz y de esa tranquilidad durante unas horas.


Durante la siguiente visita, las mujeres se olvidaban de nuevo de llevar a sus hijos.


Paula, que estaba fuera escuchando cómo las mujeres reían a carcajadas, no veía la tranquilidad ni la paz por ningún sitio.


Su madre y ella llevaban ya dos largas semanas en la mansión cuando una mañana la vio aparecer muy emocionada. Sin embargo, Paula desconocía el motivo. Algo había sucedido durante la noche. Algo de adultos. Ella estaba más preocupada en encontrar la copia de Alicia en el país de las maravillas que le había prestado el señor Bertrand. Solo tenía ese libro y había desaparecido. Le preguntó a su madre por él, porque sabía que ella lo había dejado en la mesita auxiliar.


—Anoche se lo llevé a... —Y dejó la frase sin acabar porque sonó el viejo teléfono colgado en la pared, de modo que corrió a contestar. Nada más cogerlo, se echó a reír.


Asqueada, Paula se fue al jardín. Su vida parecía empeorar por momentos.


Tras darle unas cuantas patadas a las piedras y mirar las flores con el ceño fruncido, echó a andar hacia su árbol. 


Había planeado trepar por el tronco, sentarse en su rama preferida y pensar sobre lo que podía hacer durante las largas y aburridas semanas que faltaban hasta que su padre volviera a casa y la vida empezara de nuevo.


Cuando se acercó a su árbol, vio algo que la detuvo en seco. 


Había un chico. Más pequeño que su hermano, pero mayor que ella. Llevaba una camisa y unos pantalones oscuros, como si fuera a misa. Lo peor de todo era que estaba sentado en su árbol, leyendo su libro.


Tenía el pelo oscuro y un flequillo que le caía hacia delante. 


Estaba tan ensimismado en la lectura que ni siquiera alzó la vista cuando ella le dio una patada a un terrón de tierra.


¿Quién era?, pensó. ¿Con qué derecho se creía para sentarse en su árbol?


Ignoraba las respuestas a ambas preguntas, pero tenía una cosa clara y era que quería que ese desconocido se marchara.


Cogió un terrón de tierra y se lo lanzó con todas sus fuerzas. 


Aunque había apuntado a su cabeza, le dio en el hombro. El terrón se deshizo y la tierra cayó encima de su libro.


El chico la miró, sorprendido al principio, pero después su expresión se relajó y siguió observándola en silencio. Era un chico guapo, pensó Paula. No como su primo Tomas. Ese chico se parecía a un muñeco que había visto en un catálogo, de piel rosada y ojos muy oscuros.


—¡Ese libro es mío! —le gritó—. ¡Y ese árbol es mío! No tienes derecho a quedarte con ninguno de los dos. —Cogió otro terrón y se lo lanzó. Le habría dado en la cara, pero el chico se apartó a tiempo.


Paula tenía mucha experiencia con chicos mayores que ella y sabía que siempre se vengaban. Se enfadaban muy rápido y después pasaba lo que pasaba. La perseguían, la atrapaban y le retorcían el brazo detrás de la espalda o le tiraban del pelo hasta que suplicaba clemencia.


Al ver que el chico hacía ademán de bajarse del árbol, echó a correr tan rápido como se lo permitieron las piernas. Tal vez le diera tiempo a alcanzar el que sabía que era un gran escondite. Puesto que era delgada, se coló entre dos montones de ladrillos, se agachó y esperó a que el chico la persiguiera.


Después de lo que le pareció una hora, el chico seguía sin aparecer y las piernas empezaban a dolerle. Despacio y sin hacer ruido, Paula salió de entre los ladrillos y echó un vistazo a su alrededor. Estaba convencida de que aparecería por detrás del tronco de un árbol, gritaría un: «¡Te pillé!» y le lanzaría un buen puñado de tierra.


Pero se equivocó. El enorme jardín estaba tan silencioso y tranquilo como de costumbre, y no había ni rastro del desconocido.


Corrió para esconderse detrás del tronco de un árbol, esperó y aguzó el oído, pero tampoco escuchó ni vio nada. Corrió hacia otro árbol y esperó. Nada. Tardó un buen rato en regresar a «su» árbol y lo que vio la dejó pasmada.


Allí, bajo las ramas, en el suelo, estaba el chico. Sostenía el libro bajo un brazo y parecía estar esperándola.


¿Se trataría de alguna trampa típica de los chicos, pero que ella desconocía?, se preguntó. ¿Sería eso lo que les hacían los chicos forasteros, los que no eran de Edilean, a las chicas que les arrojaban tierra? Si se acercaba a él, le pegaría.







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