miércoles, 30 de marzo de 2016

CAPITULO 3 (SEGUNDA PARTE)




Nueva York, 2011


El enorme despacho se emplazaba en un extremo de la planta sesenta y uno. Las cristaleras de dos de los lados ofrecían unas vistas arrebatadoras de los rascacielos de Nueva York. Las otras dos paredes estaban decoradas con elegantes cuadros escogidos por una diseñadora, pero no daban pistas acerca de su ocupante. En el centro de la estancia se encontraba un escritorio de madera de palisandro, y sentado en el sillón de acero y cuero se hallaba Pedro Alfonso. Alto, de hombros anchos y guapísimo con su pelo oscuro, estaba inclinado sobre unos documentos con el ceño fruncido.


«Otra dichosa fusión», pensó Pedro. Otra empresa que su padre iba a comprar. ¿Acaso su deseo por poseer y controlar no tenía límites? Pedro escuchó que se abría la puerta del despacho, pero no alzó la vista.


—¿Sí? ¿Qué pasa?


Barbara Pendergast (Penny para él y señora Pendergast para el resto del mundo) lo miró y esperó. La mujer no toleraba los malos modos de nadie.


Pedro levantó la vista cuando el silencio se alargó y la vio. 


Penny le doblaba la edad y era la mitad de su persona, pero intimidaba a todo Dios menos a él.


—Lo siento, Penny, ¿qué querías?


La mujer había trabajado para su padre hasta hacía unos años. Ambos habían pasado de no tener nada a trabajar juntos mientras Salvador Alfonso se convertía en uno de los hombres más ricos del mundo. Cuando Pedro se unió a la empresa, Penny decidió echarle una mano. Se rumoreaba que las protestas de Salvador Alfonso se escucharon en seis manzanas a la redonda.


Penny esperó un momento antes de soltar la bomba.


—Tu madre me ha llamado.


—¿Qué? —Pedro se olvidó de la fusión mientras se acomodaba en el sillón e inspiraba hondo un par de veces—. ¿Está bien?


—Diría que está mejor que bien. Quiere divorciarse de tu padre porque desea casarse con otro hombre.


Pedro solo atinó a mirarla con los ojos como platos. Penny llevaba su habitual y aburrido traje, aunque era muy caro. 


Tenía el pelo recogido y lo miraba por encima de las gafas.


—Se supone que mi madre se está ocultando, que tiene que pasar desapercibida. ¿Cómo voy a protegerla si sale a la palestra? ¿Y ha estado saliendo con alguien?


—Creo que deberías ver esto —dijo Penny al tiempo que le daba la fotocopia de un artículo de prensa.


Era de un periódico de Richmond y describía un desfile de moda para niños que había tenido lugar en Edilean, Virginia, donde su madre se encontraba o, para ser más exactos, donde su madre se escondía. Pedro ojeó el artículo. Alguna ricachona había organizado una fastuosa fiesta de cumpleaños para su hija y había ropa diseñada por Maria Layton y... Miró a Penny.


—Confeccionadas por la señorita Lucia Cooper. —Soltó el papel—. Eso no es tan malo. Cooper es un apellido falso y no hay foto.


—No es malo a menos que tu padre decida echar otra ojeada —replicó Penny—. Su pasión por la costura la delata siempre.


—¿Qué más te ha dicho mi madre?


—Nada —contestó Penny—. Solo eso. —Miró su cuaderno de notas—. La cito textualmente: «Dile a Pedro que necesito divorciarme porque quiero casarme de nuevo.» Y después colgó. Ya sabes que te cree, a ti, su maravilloso hijo, capaz de lograr que el mundo gire al revés.


—Mi único amor fiel —replicó Pedro con una sonrisilla—. ¿Te ha dicho con quién quiere casarse?


Penny le dirigió una mirada elocuente. Pedro sabía que su madre siempre había sentido una gran animadversión por la señora Pendergast. Durante muchos años, Salvador dejó a su esposa y a su hijo en casa, pero nunca dejaba a Penny atrás.


—Por supuesto que no me lo ha dicho —respondió Penny—. Pero antes de que me lo preguntes, no creo que haya sido tan imbé... no creo que haya cometido la imprudencia de decirle a este desconocido con quién está casada actualmente. Así que no, no creo que este hombre vaya detrás de su dinero.


—¿Te refieres al dinero que le robó a mi padre o al dinero que podría conseguir mediante el acuerdo de divorcio?


—Como no creo en los cuentos de hadas, diría que a los tres millones y medio que le robó.


—Controlo sus cuentas con mucho cuidado y no he visto cargos extraños. De hecho, lleva años manteniéndose con su propio dinero —añadió con orgullo.


—¿Te refieres al modo de ganarse la vida que se ha buscado gracias a los cien mil en equipamiento y suministros que compró con el dinero robado?


Pedro la miró, dejándole muy claro que ya tenía bastante.


—Me encargaré del asunto.


Sin embargo, mientras lo decía era consciente del temor que le producía el posible futuro que vislumbraba. Su padre convertiría el divorcio en una guerra. Daría igual que su esposa renunciara a cualquier compensación y que devolviera el dinero que se había llevado (una minucia para él, y sin tener en cuenta que la mitad de su fortuna le pertenecía por derecho), porque utilizaría todos los recursos a su alcance para convertir la vida de su mujer en un infierno. El trato al que Pedro llegó con su padre cuatro años antes lo obligaba a trabajar para él si quería que dejase en paz a Lucia. Su padre había acordado no remover cielo y tierra para encontrarla y en el caso de que lo hiciera, a no atormentarla. Fue un trato sencillo. Pedro solo tuvo que venderle su alma al diablo, o lo que era lo mismo, a su padre, para sellarlo.



—¿Algo más? —le preguntó a Penny.


—El señor Shepard ha pedido cenar contigo esta noche.


Pedro gruñó. Estaba redactando los documentos legales necesarios para comprar la empresa del señor Shepard, que se encontraba en bancarrota. Dado que el hombre había fundado la empresa hacía treinta años, no iba a ser una cena agradable.


—Ayudar a mi padre a destruir una empresa será pan comido después del día de hoy.


—¿Qué quieres que haga? —preguntó Penny, con un deje compasivo en la voz.


—Nada. ¡No! Espera. ¿No tenía una cita esta noche?


—Con Alejandra. Será la tercera vez seguida que la cancelas.


—Llama a...


—Lo sé. A Tiffany’s.


Pese a las quejas, cuando Pedro volvió a mirar el artículo que descansaba sobre su escritorio, fue incapaz de contener la sonrisa. Edilean, Virginia, era el lugar del que guardaba los recuerdos más felices de su vida... razón por la que, cuando su madre se fugó, se refugió allí.


«Paula...», pensó, y fue incapaz de mantener a raya la sensación de paz que lo embargó. Él tenía doce años y ella ocho, pero aquella niña se lo había enseñado todo. En aquel momento no lo sabía, pero era un niño que vivía encerrado. 


No le permitían relacionarse con otros niños, nunca había visto la tele ni había leído un libro de ficción. Bien podría haber estado viviendo en una cueva... o en otro siglo. Hasta que conoció a Paula, pensó. Paula, con su amor por la vida. 


Sobre el escritorio tenía una plaquita de latón, el único elemento personal de todo el despacho. La placa rezaba: «A mí se me da bien divertirme. ¿Quieres que te enseñe cómo lo hago?» Eran las palabras que Paula le había dicho. Las palabras que lo habían cambiado todo.


Penny lo estaba observando. Era la única persona a la que le había confiado la verdad acerca de su vida.


—¿Te reservo un billete de avión o irás conduciendo? —le preguntó ella en voz baja.


—¿Adónde? —Al ver que Penny no contestaba, la miró—. Yo... —No sabía muy bien qué decir.


—¿Qué te parece si mientras tú estás en la cena de esta noche yo te compro un coche normal, algo que se pueda conducir sin problemas, y después tú preparas una bolsa con ropa normal? Así podrás ir a ver a tu madre mañana.


Pedro seguía sin saber qué decir.


—Alejandro...


—No te preocupes. Le mandaré tantos diamantes que no hará preguntas. —A Penny no le caía bien Alejandra, pero en realidad no le caía bien ninguna de las chicas con las que Pedro salía.


«Si puedes comprarla, no es amor», decía a menudo. Penny quería que hiciera lo que su padre había hecho, que encontrara una mujer que quisiera más a su familia que al contenido de cualquier tienda.


—De acuerdo —dijo Pedro—. Que Forester se encargue de esta fusión.


—Pero él no puede...


—¿Hacerlo? —terminó por ella—. Lo sé, pero él no lo sabe. 
A lo mejor se va al traste y mi padre despide a ese capullo ambicioso.


—O tal vez la saque adelante y tu padre le dé tu puesto.


—Y acabas de decir que no crees en cuentos de hadas... —replicó Pedro con una sonrisa—. De acuerdo, ¿dónde es la reunión?


Penny le dio la hora y el lugar.


Se puso en pie y miró el escritorio, pero solo podía pensar en volver a ver a su madre. Había pasado mucho tiempo. 


Siguiendo un impulso, cogió la plaquita con las palabras de Paula y se la metió en el bolsillo. Miró a Penny de nuevo.


—Esto... ¿a qué le llamas un «coche normal»?


Mientras ella se marchaba, le regaló una de sus escasas sonrisas.


—Ya lo verás.






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