miércoles, 30 de marzo de 2016
CAPITULO 2 (SEGUNDA PARTE)
Tal vez hizo algún sonido mientras lo observaba, porque él se volvió para mirarla.
Paula se apresuró a esconderse tras un árbol, lista para protegerse de cualquier proyectil, pero no sucedió nada. Al cabo de un momento, decidió que no quería seguir pareciendo una gallina, así que salió de detrás del tronco.
El chico caminó despacio hasta ella, que a su vez se preparó para salir corriendo. Sabía muy bien que no debía dejar que los chicos se acercaran después de haberles tirado algo.
Todos se enorgullecían muchísimo de la rapidez de sus brazos.
Contuvo el aliento cuando se acercó tanto que supo que ya no podría huir.
—Siento haber cogido tu libro —se disculpó el chico en voz baja—. Me lo prestó el señor Bertrand, así que no sabía que era de otra persona. Y tampoco sabía que este árbol era tuyo. Lo siento.
Paula se quedó tan sorprendida que ni siquiera pudo hablar.
Su madre decía que los hombres desconocían el significado de la expresión «Lo siento». Pero ese sí se disculpaba.
Cogió el libro que el chico le devolvía y lo observó alejarse en dirección a la mansión.
Estaba a medio camino cuando por fin logró moverse.
—¡Espera! —gritó, y se quedó pasmada al ver que se detenía.
Ninguno de sus primos la obedecía jamás.
Se acercó a él con el libro firmemente sujeto contra el pecho.
—¿Quién eres? —le preguntó.
Si contestaba que era un visitante de otro planeta, no la sorprendería en lo más mínimo.
—Pedro... Alfonso —contestó—. Mi madre y yo llegamos anoche, muy tarde. ¿Quién eres tú?
—Paula Chaves. Mi madre y yo nos hospedamos allí —dijo, y señaló con un dedo—, mientras mi padre y mi hermano pescan en Montana.
Pedro asintió con la cabeza, como si lo que Paula acababa de decir fuera muy importante.
—Mi madre y yo nos alojamos allí. —Señaló a su vez, en dirección al apartamento situado en el otro lado de la mansión—. Mi padre está en Tokio.
Paula jamás había oído hablar de ese lugar.
—¿Vives por aquí cerca?
—No, no en este estado.
Paula lo miraba y pensaba que se parecía mucho a un muñeco, porque no sonreía y tampoco se movía mucho.
—Me gusta el libro —añadió—. Jamás había leído nada parecido.
Paula desconocía que los chicos leyeran algo que no tuvieran que leer por obligación. Salvo su primo Tomas, pero él leía sobre gente enferma, así que eso no contaba.
—¿Qué sueles leer? —quiso saber.
—Libros de texto.
Paula esperó a que él añadiera algo más, pero Pedro se mantuvo en silencio.
—¿Qué lees para divertirte?
Lo vio fruncir levemente el ceño.
—Me gustan mucho los libros de ciencias.
—¡Ah! —exclamó ella.
En ese momento, Pedro pareció comprender que debía añadir algo más.
—Mi padre dice que mi educación es muy importante y mi tutor...
—¿Qué es un tutor?
—El hombre que me da clases.
—¡Ah! —repitió Paula, que no sabía de qué estaba hablando Pedro.
—Recibo clases en casa —le explicó él—. Mi colegio es la casa de mi padre.
—No parece muy divertido —comentó Paula.
Pedro sonrió un poco por primera vez.
—Doy fe de que no es muy divertido.
Paula no sabía qué significaba «dar fe», pero lo suponía.
—A mí se me da bien divertirme —le afirmó con su mejor voz de adulta—. ¿Quieres que te enseñe cómo lo hago?
—Me gustaría mucho —contestó él—. ¿Por dónde empezamos?
Paula reflexionó un instante.
—En la parte de atrás hay un montón de tierra enorme. Te enseñaré a subirlo y a bajarlo en mi bici. Puedes bajar soltándote de las manos y de los pies. ¡Vamos! —gritó al tiempo que echaba a correr.
Sin embargo, cuando miró hacia atrás al cabo de un momento, Pedro no la seguía. Regresó junto al árbol y lo encontró en el sitio donde lo había dejado.
—¿Tienes miedo? —le preguntó con sorna.
—Pues no, pero nunca me he subido en una bici y creo que eres demasiado pequeña para enseñarme cómo hacerlo.
A Paula no le gustaba que le dijeran que era demasiado pequeña para hacer nada. Por fin hablaba como todos los chicos.
—Nadie te enseña a montar en bici —le respondió, a sabiendas de que estaba mintiendo. Su padre había pasado muchos días sujetándole la bici mientras ella aprendía a guardar el equilibrio.
—Vale —claudicó él con solemnidad—. Lo intentaré.
La bici era demasiado baja para él y la primera vez que se montó, acabó dándose de bruces contra el suelo. Se levantó y se quitó la tierra de la boca mientras Paula lo observaba.
¿Sería uno de esos chicos que iban corriendo a lloriquearles a sus madres?
No lo era. Se limpió la boca con la manga de la camisa y después sonrió de oreja a oreja.
—¡Hurra! —gritó al tiempo que se subía de nuevo a la bici.
A la hora de la comida, ya bajaba el montón de tierra más rápido de lo que Paula se atrevía a hacer y levantaba la rueda delantera como si tuviera que saltar un obstáculo.
—¿Qué tal lo hago? —le preguntó después de su descenso más rápido.
No parecía el mismo chico que Paula había visto por primera vez sentado en el árbol. Tenía la camisa desgarrada en un hombro y estaba sucio de la cabeza a los pies. Le estaba saliendo un moratón en una mejilla, allí donde se había rozado con el tronco de un árbol después de evitar un choque frontal. Tenía sucios hasta los dientes.
Antes de que Paula pudiera contestar, Pedro miró por encima de su hombro y se tensó, convirtiéndose en el chico de antes.
—Madre... —dijo.
Al volverse, Paula vio a una mujer bajita. Era muy guapa en términos puramente maternales. Se parecía mucho a su hijo, pero en vez de tener las mejillas sonrosadas, parecía una versión descolorida y ajada de Pedro.
Sin decir una palabra, la recién llegada se colocó entre ellos y miró a su hijo de arriba abajo.
Paula contuvo el aliento. Si la mujer le decía a su madre que Pedro se había ensuciado por su culpa, la castigaría.
—¿Le has enseñado a montar en bici? —le preguntó la señora Alfonso.
Pedro se colocó delante de Paula, como si quisiera protegerla.
—Madre, solo es una niña. He aprendido yo solo. Iré a lavarme. —Y dio un paso hacia la casa.
—¡No! —exclamó la señora Merritt, y él se volvió para mirarla. Su madre se acercó a él para abrazarlo—. Jamás te he visto mejor. —Lo besó en una mejilla y después sonrió mientras se quitaba la tierra de los labios y miraba a Paula—. Y tú, jovencita... —dijo, pero se detuvo. Acto seguido, se inclinó y abrazó a Paula—. Eres una niña maravillosa ¡Gracias!
Paula la miró, asombrada.
—Seguid jugando. ¿Qué os parece si os preparo la merienda y hacéis un picnic aquí fuera? ¿Te gusta la tarta de chocolate?
—Sí —contestó Paula.
La señora Alfonso dio dos pasos hacia la casa, y Paula gritó:
—¡Necesita su propia bici!
La mujer miró hacia atrás y Paula tragó saliva. Jamás le había dado una orden a un adulto.
—Es que... —añadió en voz más baja—. Es que mi bici es pequeña para él. Y los pies le arrastran.
—¿Qué más necesita? —quiso saber la señora Alfonso.
—Un bate de béisbol y una pelota —respondió Pedro.
—Y un pogo saltarín —añadió Paula—. Y un... —Dejó la frase en el aire al ver que la señora Alfonso levantaba una mano.
—Mis recursos son limitados, pero veré lo que puedo hacer.
—Regresó a la casa y, al cabo de unos minutos, volvió con bocadillos y limonada. Más tarde, regresó con dos enormes trozos de tarta de chocolate recién horneada. Para entonces, Pedro ya hacía el caballito, y lo observó con una mezcla de asombro y terror—. Pedro, ¿quién iba a pensar que eres un atleta innato? —preguntó, maravillada, tras lo cual volvió a la casa.
A primera hora de la noche, llegó Benjamin, el tío de Paula y el padre de su primo Ramiro.
—¡Jo, jo, jo! —gritó—. ¿Quién ha pedido un día de Navidad en julio?
—¡Nosotros! —chilló Paula, y Pedro la siguió mientras ella corría hacia el coche de su tío.
El tío Benja sacó una flamante bicicleta azul del maletero.
—Me han ordenado que le entregue esto al chico más sucio de Edilean. —Miró a Pedro—. Creo que ese eres tú.
Pedro sonrió. Aún tenía tierra en los dientes y en el pelo, al que se le había pegado.
—¿Es para mí?
—De parte de tu madre —añadió el tío Benja, que señaló con la cabeza hacia la puerta.
La señora Alfonso se encontraba en el umbral y a Paula le pareció que estaba llorando. Pero eso no tenía sentido. Una bicicleta hacía reír a la gente, no llorar.
Pedro corrió hacia su madre y le arrojó los brazos a la cintura.
Paula lo contempló, pasmada. Ningún chico de doce años que ella conociera haría jamás algo semejante. No era guay abrazar a tu madre delante de otras personas.
—Un buen chico —comentó su tío Benja, y Paula se volvió para mirarlo—. No se lo digas a tu madre, pero me he pasado por vuestra casa y he limpiado un poco. ¿Reconoces algo de esto? —Tiró de una caja que también llevaba en el maletero y la inclinó para que Paula viera el contenido.
Descubrió cinco de sus libros preferidos, su segunda muñeca predilecta y un kit para hacer abalorios. En el fondo estaba su saltador.
—Lo siento, no hay pogo saltarín. Pero he traído algunos bates viejos de Ramiro y algunas pelotas.
—¡Gracias, tío Benja! —exclamó, tras lo cual siguió el ejemplo de Pedro y lo abrazó.
—De haber sabido que iba a conseguir un abrazo, te habría comprado un poni.
Paula puso los ojos como platos.
—No le digas a tu madre que he dicho eso o me despellejará vivo.
Pedro se había apartado de su madre y contemplaba su bici nueva en silencio.
—¿Crees que sabrás montarla? —le preguntó el tío Benja—. ¿O solo eres capaz de montar una bici pequeña de niña?
—¡Benjamin! —exclamó la madre de Paula mientras salía para ver qué estaba pasando.
El señor Bertrand seguía en el interior. Según decían, jamás salía de casa. El padre de Paula dijo en una ocasión que era tan perezoso que ni siquiera alcanzaba a girar el pomo de una puerta.
Pedro miró al tío de Paula con gran seriedad, le quitó la bici de las manos y rodeó la casa a una velocidad suicida.
Cuando escucharon el inconfundible sonido de un choque, el tío Benja agarró a la señora Merritt de un brazo para evitar que corriera en busca de su hijo.
Escucharon lo que les pareció otro choque al otro lado de la casa antes de que Pedro volviera a aparecer. Estaba más sucio que antes, su camisa lucía nuevos desgarrones y llevaba una mancha de sangre en el labio superior.
—¿Algún problema? —le preguntó el tío Benjamin.
—Ninguno —contestó él, mirándolo directamente a los ojos.
—¡Buen chico! —exclamó el tío Benja mientras le daba una fuerte palmada en un hombro. Después cerró el maletero de su coche—. Tengo que volver al trabajo.
—¿En qué trabaja? —quiso saber Pedro, que habló con una voz muy similar a la de un adulto.
—Soy abogado.
—¿Es un buen trabajo?
Los ojos del tío Benjamin adquirieron un brillo socarrón, pero no se rio.
—Sirve para pagar las facturas y tiene sus cosas buenas y sus cosas malas. ¿Estás pensando en probar suerte con la abogacía?
—Admiro mucho a Thomas Jefferson.
—Has venido al lugar indicado —replicó el tío Benja, que sonrió mientras abría la puerta del coche—. Vamos a hacer una cosa, Pedro. Cuando salgas de la facultad de Derecho, ven a verme.
—Lo haré, señor. Y gracias —contestó Pedro. Aunque su voz parecía la de un adulto, la suciedad que llevaba encima y los moratones le otorgaban a sus comentarios un toque cómico.
Sin embargo, el tío Benja no se rio. En cambio, miró a la señora Alfonso.
—Buen chico. Felicidades.
La señora Merritt le pasó a su hijo un brazo por los hombros, pero él se apartó. Al parecer, no quería que el tío Benjamin lo viera tan apegado a una mujer.
Todos observaron al tío Benjamin alejarse y después la madre de Paula dijo:
—Niños, a jugar. Os llamaremos cuando la cena esté lista y después podréis salir en busca de luciérnagas.
—Sí —añadió la señora Merritt—. Id a jugar. —Parecía que llevara años esperando para decirle eso a su hijo—. El señor Bertrand va a enseñarme a coser.
—Lucia —dijo la madre de Paula—, creo que debería advertirte de que Bertrand te está utilizando como criada sin sueldo. Quiere arreglar las cortinas y...
—Lo sé —la interrumpió la señora Merritt—, pero no pasa nada. Quiero aprender a hacer algo creativo y bien puede ser la costura. ¿Crees que me vendería su máquina de coser?
—Creo que podría venderte hasta sus pies, por aquello de que los usa tan poco.
Lucia se echó a reír.
—Vamos —dijo la madre de Paula—. Te enseñaré a enhebrar la máquina.
Durante dos semanas, Paula vivió en lo que le parecía un paraíso. Pedro y ella pasaban el día juntos, desde la mañana hasta la noche.
Pedro se entregó a la diversión en cuerpo y alma, como si hubiera nacido para ello. Algo que la madre de Paula afirmaba que tal vez fuera cierto.
Mientras ellos jugaban en el jardín, las dos mujeres y el señor Bertrand charlaban y cosían en el interior. Lucia Alfonso usó la antigua máquina de coser Bernina para reparar todas las cortinas de la casa.
—Así podrá venderlas por un precio mayor... —rezongaba la madre de Paula.
Lucia compró tela e hizo cortinas nuevas para los cuartos de baño y para la cocina.
—Ya le estás pagando un alquiler —le recordó la madre de Paula—. No deberías pagar la tela de tu bolsillo.
—No pasa nada. De todas formas, no puedo guardar el dinero. Salvador me quitará lo que no haya gastado.
La señora Chaves sabía que Salvador era el marido de Lucia, pero desconocía todo lo demás.
—Me gustaría saber qué significa eso —dijo.
Sin embargo, Lucia replicó que ya le había contado demasiado.
Por las noches, los niños entraban a regañadientes en sus respectivos apartamentos. Sus madres los obligaban a lavarse, a cenar y a acostarse. A la mañana siguiente, volvían a salir al jardín. Por muy temprano que Paula se levantara, Pedro ya la estaba esperando en la parte trasera de la mansión.
Una noche, Pedro le dijo:
—Volveré.
Paula no entendió lo que eso significaba.
—Cuando me vaya, volveré.
Paula no replicó, porque no quería imaginarse que se fuera.
Trepaban juntos a los árboles, cavaban en el barro, montaban en bici. Ella le lanzaba la pelota y Pedro bateaba en el otro extremo. El día que Paula sacó su segunda mejor muñeca, lo hizo nerviosa. A los chicos no les gustaban las muñecas. Sin embargo, Pedro había dicho que le construiría una casita y lo hizo. Con ramas y hojas. En el interior, había una cama que Paula cubrió con musgo. Mientras Paula construía el tejado, ella usó el kit de abalorios e hizo dos collares con cuentas de plástico. Pedro sonrió mientras se pasaba uno por la cabeza y todavía lo llevaba a la mañana siguiente.
Cuando la temperatura subía hasta el punto de que no les apetecía moverse, se tendían en el suelo a la sombra, y se turnaban para leer en voz alta a Alicia y el resto de los libros.
Paula no era tan buena lectora como lo era Pedro, pero él nunca se quejaba. Si se atascaba en una palabra, él la ayudaba. Pedro le había dicho que se le daba bien escuchar y tenía razón.
Paula sabía que a sus doce años era mucho mayor que ella, pero no lo parecía. Sin embargo, en materia escolar, parecía un adulto. Le describió el ciclo completo de vida de un renacuajo y también le habló sobre los capullos de las mariposas. Le explicó por qué la luna adoptaba distintas formas y por qué había verano e invierno.
No obstante y pese a todos sus conocimientos, jamás había lanzado un guijarro a la superficie de un lago. Nunca había trepado a un árbol antes de llegar a Edilean. Jamás se había raspado el codo.
De ahí que, en definitiva, aprendieran mucho el uno del otro.
Aunque Pedro tuviera doce años y ella solo ocho, a veces ella era su maestra. Y eso le gustaba.
Todo acabó exactamente dos semanas después de que hubiera empezado. Como siempre, en cuanto salió al jardín con los ojos aún hinchados por el sueño, Paula corrió hasta la parte posterior de la enorme mansión, donde se emplazaba el ala en la que se alojaban Pedro y su madre.
No obstante, esa mañana supo de inmediato que había pasado algo al ver que Pedro no la estaba esperando.
Empezó a aporrear la puerta, llamándolo a gritos. Le daba igual despertar a la casa entera.
Su madre apareció a la carrera, en bata y pantuflas.
—¡Paula! ¿Por qué estás gritando?
—¿Dónde está Pedro? —exigió saber, esforzándose para no llorar.
—¿Y si te tranquilizas un poco? Seguramente se les han pegado las sábanas.
—¡No! Ha pasado algo.
Su madre titubeó, pero acabó girando el pomo. La puerta se abrió. El interior estaba vacío y no había ni rastro de que hubiera estado habitado.
—Quédate aquí —le ordenó a Paula—. Voy a ver qué está pasando. —Regresó a toda prisa a la fachada delantera de la casa, pero el coche de la señora Merritt no estaba.
Era demasiado temprano para molestar al señor Bertrand, pero estaba muy preocupada por Lucia y su hijo, de modo que entró de todas formas.
Bertrand estaba dormido en el sofá, lo que demostró lo que todo el mundo sospechaba: que no subía las escaleras para dormir en su cama. Se despertó al instante, siempre ansioso por escuchar un buen cotilleo.
—Cielo —dijo—, salieron disparados a las dos de la mañana. Yo estaba dormido como un tronco cuando Lucia me despertó. Quería saber si le vendía la vieja máquina de coser.
—Espero que se la regalaras.
—Casi. Solo le he cobrado cincuenta dólares.
La señora Chaves hizo una mueca.
—¿Adónde han ido? ¿Por qué se han marchado en plena noche?
—Lo único que me ha dicho Lucia es que alguien la llamó para avisarla de que su marido regresaba y para decirle que debía volver. Me dijo que tenía que llegar antes que él.
—Pero ¿adónde? Quiero llamarla para saber si está bien.
—Me pidió que por favor no intentáramos ponernos en contacto con ella. —Bajó la voz—. Me dijo que nadie debía saber que Pedro y ella han estado aquí.
—Eso me suena muy mal. —La señora Chaves se sentó en el sofá, pero se puso de pie de un brinco—. ¡Por Dios! Paula va a pasarlo fatal. No quiero ni decírselo. Esto va a destrozarla. Adora a ese muchacho.
—Es un crío estupendo —convino Bertrand—. Con piel de porcelana. Espero que no se le estropee y que no permita que el sol se la arruine. Creo que mi buen cutis es producto de toda una vida alejado del sol.
La señora Chaves volvió ceñuda junto a Paula para decirle que su amigo se había ido y que posiblemente nunca más volvería a verlo.
Paula se lo tomó mejor de lo que su madre esperaba. No hubo berrinches, ni lágrimas. Al menos delante de ella. No obstante, tardó semanas en volver a ser ella misma.
Su madre la llevó a Williamsburg para comprar un carísimo marco en el que colocar la única foto que Paula tenía de Pedro. Ambos estaban junto a sus bicis, sucios y muy sonrientes. Justo antes de que la señora Chaves hiciera la foto, Pedro le pasó a Paula un brazo por los hombros y ella hizo lo propio por la cintura. Era una foto muy tierna de dos niños, y quedaba estupenda en el marco que Paula eligió. Lo colocó en la mesita de noche, junto a su cama, para poder mirarla antes de dormirse y antes de levantarse por las mañanas.
Ya había pasado un mes de la marcha de Pedro y de su madre cuando Paula explotó. La familia acababa de sentarse a cenar y Ruben, su hermano mayor, le preguntó qué iba a hacer con la bici que Pedro había dejado abandonada.
—Nada —contestó ella—. No haré nada por culpa del cabrón de su padre.
Todo el mundo se quedó pasmado.
—¿Qué has dicho? —susurró la señora Chaves con incredulidad.
—El cabr...
—Te he oído —la interrumpió—. No pienso permitir que una niña de ocho años utilice ese vocabulario en mi casa. ¡A tu cuarto ahora mismo!
—Pero, mamá —protestó Paula, sorprendida y al borde de las lágrimas—, así lo llamas tú siempre.
Su madre no dijo ni pío. Se limitó a señalar con un dedo y Paula abandonó la mesa. Apenas había cerrado la puerta de su dormitorio cuando escuchó que sus padres estallaban en carcajadas.
Paula cogió la foto de Pedro y la miró.
—Si estuvieras aquí, te enseñaría una palabrota.
Suspiró y se tendió en la cama a la espera de que su padre subiera para «hablar» con ella... y llevarle a escondidas algo de comer. Él hacía de bueno y su madre era la que impartía disciplina. Paula pensaba que era muy injusto que la castigaran por repetir algo que había escuchado decir a su madre varias veces.
—¡Qué cabrones son los padres! —murmuró al tiempo que estrechaba la foto de Pedro contra su pecho.
Nunca lo olvidaría, y jamás dejaría de buscarlo.
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