miércoles, 30 de marzo de 2016
CAPITULO 4 (SEGUNDA PARTE)
Esa noche una limusina con chófer esperaba a Pedro en la calle. Se detuvo en el edificio donde se encontraba su apartamento, el portero le abrió la puerta y retuvieron el
ascensor para que él subiera. No habló con nadie.
Su apartamento estaba en el ático, y contaba con vistas panorámicas en todas direcciones. La misma decoradora que se había encargado de su despacho amuebló el apartamento con su idea del buen gusto. Había una enorme estatua de Buda en una hornacina, y los sofás eran de cuero negro. Dado que Pedro pisaba el apartamento lo menos posible, nunca le interesó la decoración.
Solo había una habitación que contenía pertenencias personales, y allí fue donde entró. En un primer momento, se ideó como un vestidor, pero Pedro ordenó que la llenaran de estantes de cristal. Era en esa pequeña estancia, que siempre cerraba con llave, donde guardaba sus trofeos, sus premios, sus títulos y los símbolos de lo que Paula le había enseñado acerca de la «diversión».
Fueron esas dos semanas en Edilean, pasadas en compañía de la alegre Paula, las que le dieron el valor para enfrentarse a su padre. Su madre lo había intentado, pero su dulce carácter no era rival para un hombre como su marido.
Sin embargo, Pedro descubrió que era capaz de mantenerse en sus trece. La primera vez que vio a su padre después de conocer a Paula, le dijo que quería instrucción física además de académica. Salvador Alfonso miró a su joven hijo con expresión pensativa y se dio cuenta de que el niño no iba a ceder. Contrató a un instructor.
Tal como Lucia predijo, su hijo era un atleta innato. En cuanto a Pedro, la extenuante actividad le resultaba una liberación de los agotadores deberes que tenía que hacer, y en cuanto aprendió todo lo que los profesores tenían que enseñarle, estos se marcharon y llegó uno nuevo. Cuando Pedro cumplió la edad de ir a la universidad, ya había recibido instrucción en varias artes marciales. Se había roto la nariz dos veces, una de ellas durante un combate de boxeo y otra cuando el pie de un instructor le impactó en la cara.
Su padre quería que continuara recibiendo clases de ámbito universitario, pero Pedro dijo que en cuanto fuera mayor de edad, se marcharía para no volver. En esa época, su madre seguía viviendo en casa. Su vida era tan solitaria como la de Pedro, pero tampoco era una mujer muy sociable.
Pedro fue a Stanford y después a la facultad de Derecho de Harvard, y mientras estuvo alejado de la prisión que era el único hogar que había conocido, descubrió la vida. Los deportes, sobre todo los extremos, lo atraían. Saltar en paracaídas, que un helicóptero lo dejara en mitad de una montaña helada, saltos desde acantilados... Lo hizo todo.
Aunque aprobó el examen que le permitía ejercer como abogado, no tenía el menor interés en pasarse la vida metido en un despacho. Aunque su padre exigía que su hijo trabajara para él, Pedro se negaba. En un arranque de ira, su padre le bloqueó el fondo fiduciario, de modo que Pedro se buscó un trabajo como doble de Hollywood. Era el tío al que le prendían fuego.
Cuando su padre se dio cuenta de que su plan no funcionaba, de que no había conseguido que su hijo se doblegara ante él, se concentró en su mujer y le hizo la vida imposible. Una tarde, Lucia descubrió sin pretenderlo el modo de interceptar una transacción financiera de su marido.
Sin apenas dudarlo, transfirió tres millones quinientos mil dólares a su propia cuenta. Después, pasó unos diez minutos haciendo una maleta, cogió uno de los coches de su marido y huyó.
Salvador le dijo a su hijo que no perseguiría a Lucia si él dejaba de intentar matarse y se incorporaba a su empresa.
Pedro habría hecho cualquier cosa por su madre, de modo que se marchó de Los Ángeles, regresó a Nueva York y comenzó a trabajar para su padre. Siempre que le era posible, Pedro aliviaba el estrés participando en cualquier deporte violento que encontrara a mano.
En ese momento, echó un vistazo a los trofeos, a las medallas y a los recuerdos. En la pared situada detrás de los estantes había muchas fotos enmarcadas. Las carreras de Montecarlo. Tenía la cara sucia y el champán que derramó al ganar había hecho surcos en la suciedad, pero era feliz.
Había fotos de algunas de las escenas más salvajes que había rodado en Hollywood con fuego, explosivos y saltos desde edificios. Mezcladas con las fotos deportivas se encontraban las fotos con las mujeres. Actrices, chicas de la alta sociedad o camareras. Pedro no había discriminado. Le gustaban las mujeres guapas con independencia de su posición social o de su trabajo.
Cerró la puerta a su espalda y se apoyó en ella un momento antes de mirar a su alrededor. Cumpliría los treinta ese año y ya estaba cansado de todo. Harto de estar bajo el control de su padre, aburrido de hacer dinero para un hombre que tenía demasiado.
Su madre había hecho lo correcto al huir y esconderse, pero sabía lo culpable que se sentía por el hecho de que él la estuviera encubriendo. Sin embargo, tal como veía las cosas, ella se había pasado la vida protegiéndolo a él, de modo que se lo debía.
En ese preciso instante, la preocupación de Pedro era que su madre quisiera casarse con alguien para liberarlo de su padre. Su miedo era que el sentimiento de culpa la estuviera abrumando y que fuera a iniciar el proceso de divorcio para que su hijo fuera libre.
Sin embargo, Pedro sabía que su madre no tenía la menor idea de lo que iba a buscarse si le pedía el divorcio a Salvador Alfonso. «Despiadado» era una definición muy suave para ese hombre.
Claro que tampoco había calificativos para describir lo mucho que a Pedro le gustaría recuperar su vida. Aunque los últimos cuatro años lo habían agotado, antes de liberarse, quería asegurarse de que su madre no acabara metida en algo tan malo como había sido su primer matrimonio.
Pedro salió de la habitación de los trofeos y la cerró con llave. Solo él conocía la combinación de la cerradura y ninguna de sus novias la había pisado jamás.
Fue al dormitorio, una estancia estéril sin personalidad, y se acercó al armario. A un lado estaba la ropa de deporte y, al otro, los trajes. Al fondo del armario se encontraba lo que Penny denominaría «ropa normal»: vaqueros, camisetas y una chupa de cuero. Apenas tardó nada en meterlo todo en un macuto.
Se quedó en calzoncillos y se miró en el espejo. En su cuerpo no había ni un gramo de grasa y trabajaba para mantener los músculos en forma. Pero estaba lleno de cicatrices de quemaduras, pinchazos y suturas. Se había roto las costillas tantas veces que había perdido la cuenta y en el cuero cabelludo tenía una cicatriz muy profunda, resultado de un trozo de acero que había estado a punto de matarlo.
Unos minutos después, Pedro estaba vestido y preparado para cenar con un hombre que necesitaba que le asegurasen que el negocio que había montado de la nada tendría continuidad. Pedro sabía que lo que en realidad necesitaba era un hombro sobre el que llorar. Suspiró y salió del apartamento.
Eran las ocho de la tarde y Pedro llevaba horas conduciendo en dirección a Edilean. El coche que Penny le había comprado era un viejo BMW. El motor sonaba bien, pero apenas podía pasar de ciento veinte por hora. Sin duda alguna, Penny lo había planeado así para que no pudiera sobrepasar el límite de velocidad. Al ver que le había dejado unos cuantos billetes de cien en la guantera, sonrió. Si utilizaba la tarjeta de crédito, su padre podría localizarlo.
Sabía muy bien que su padre lo vigilaba de cerca. Una cosa era encontrar cargos de tarjeta en París y otra muy distinta que dichos cargos fueran en Edilean, un pueblecito de Virginia.
—Solo hasta que mamá esté a salvo —dijo en voz alta mientras reducía una marcha. Al menos Penny no lo había insultado al comprarle un coche automático. ¡Le había permitido divertirse un poco!
Al pensar en esa palabra, Pedro se acordó de la noche anterior. Intentar consolar a un hombre que rondaba los setenta años no fue fácil. Sin embargo, sabía que si no lo intentaba él, nadie más lo haría. Su padre solía decir con desdén que Pedro carecía del corazón de un tiburón. Lo decía como un insulto, pero él se lo tomaba como un halago.
Había conseguido escaparse de la cena a las once. Quería dormir un poco porque había planeado ponerse en marcha muy temprano.
Sin embargo, a la mañana siguiente, justo cuando estaba a punto de marcharse, lo llamaron al móvil. Era su padre. A las siete de la mañana de un sábado su padre ya estaba trabajando.
—¿Dónde estás? —preguntó Salvador Alfonso
—A punto de salir de la ciudad —contestó Pedro con la misma frialdad de su padre.
—Forester no puede encargarse de este trato.
—Tú lo contrataste.
—Es un contable buenísimo y les lame el culo a los clientes. Les cae bien.
—Pues en ese caso, que los coja de la manita mientras les dice que se han quedado sin trabajo —replicó Pedro—. Tengo que irme.
—¿Adónde esta vez? —masculló Salvador.
—Estate atento a la sección de deportes.
—Como te mates, te... —comenzó Salvador.
—¿Qué harás, papá? ¿Te negarás a asistir a mi funeral?
—Iré a saludar a tu madre.
Durante un segundo, Pedro se quedó paralizado. ¿Por qué la mencionaba en ese preciso momento? ¿Se había enterado de algo? ¿Acaso la mención de Lucia Cooper en un periódico de Richmond había bastado para alertarlo?
Pedro decidió echarle cara.
—Veo que recurres a la artillería pesada esta mañana. Supongo que estás empeñado en conseguir algo.
—Necesito que seas tú quien se encargue de este trato. Hay algo que me huele mal con el contrato, pero no termino de verlo.
Si algo sabía Pedro acerca de su padre, era que tenía un instinto infalible. Si creía que algo olía mal, así era. A lo largo de los últimos cuatro años, Pedro había querido decir en un sinfín de ocasiones que no había nada raro, que nadie intentaba jugársela. Porque no podía quitarse de la cabeza la idea de que si metía la pata, su padre lo liberaría de ese trato infernal. Pero en el fondo sabía que no iba a pasar.
Salvador sabía hasta qué punto debía presionar a su hijo.
—Si vienes esta mañana, podrás tomarte un par de semanas libres.
Pedro guardó silencio, consciente de que su padre lo conocía demasiado bien. Claro que Salvador Alfonso tenía una capacidad excelente para juzgar a los demás.
—Tómate tres semanas —insistió Salvador—. Este trato llevará al menos ese tiempo. Si consigues averiguar cómo intentan jugármela con este contrato, eres libre.
Lo último que quería Pedro era dejar a su padre furioso o suspicaz. La rabia llegaría más tarde, cuando Pedro ayudara a su madre a conseguir el divorcio.
—Mándame el contrato.
—Ahora mismo hay un hombre al otro lado de tu puerta —dijo Salvador.
Pedro no pudo ver la sonrisa triunfal de su padre, pero la intuyó. Lo único que le importaba a ese hombre era ganar.
Eran más de las dos de la tarde cuando Pedro consiguió escapar. Quiso llamar a su madre para avisarle de su llegada, pero no tenía un teléfono desechable y no se atrevía a usar su móvil.
Se marchó en cuanto terminó con el contrato y llamó a su padre desde el coche.
—Ese viejo es tan ladino como tú —dijo—. En la página 212, en el último párrafo, dice que si no accedes a sus condiciones, estarás incumpliendo el contrato y la empresa volverá a él.
—¿Condiciones? —preguntó Salvador—. ¿Qué condiciones? ¿De qué está hablando?
—No tengo la menor idea. Vas a tener que preguntárselo al viejo Hardranger.
—Tienes que...
—No, no tengo que hacer nada —lo interrumpió Pedro—. Que Forester averigüe lo que quiere el viejo. O mándale a Penny. A cualquiera menos a mí. Nos vemos dentro de tres semanas —dijo, tras lo cual cortó la llamada—. O no —añadió.
A Pedro le costaba imaginarse la posibilidad de que, tal vez, estaba a punto de escapar de las garras de su padre. Si su madre había logrado a lo largo de ese tiempo reunir el valor suficiente para soportar el divorcio, Pedro sería libre.
La idea hizo que sonriera durante casi todo el trayecto hasta Edilean.
Eran las ocho de la tarde de un sábado por la noche y, por lo que veía, el pueblo estaba desierto. Todas las tiendas estaban cerradas, no había una farmacia de guardia ni nadie que paseara al perro. De modo que pensó que el pueblecito, con sus edificios antiguos, era un poco raro, como sacado de una película de ciencia ficción de serie B en la que todos los habitantes habían sido secuestrados por alienígenas.
Le costó encontrar Chaves Road, pero al ver el letrero indicador esbozó una sonrisa más ancha. Sabía que Paula no vivía en esa calle, pero sus familiares sí, y la antigua mansión, Chaves House, seguía allí.
Sin embargo, no se dirigía a Chaves House. Su madre había alquilado un apartamento en casa de la señora Olga Wingate, que se encontraba justo detrás de donde vivía el primo de Paula. Dado que no quería que nadie averiguara ni la identidad de su madre ni la suya, decidió aparcar en la calle principal y llamarla desde el teléfono que Penny le había mandado esa misma mañana. Una vez que la viera y se asegurara de que se encontraba bien, buscaría un hotel.
No había cambiado de planes, pero estaba anocheciendo y no le gustaba la idea de que anduviera sola por la calle. Así que se reuniría con ella más cerca de la casa.
Pedro le estaba dando vueltas a esa posibilidad mientras conducía por la calle flanqueada de árboles cuando salió de los arbustos un enorme adolescente con un chaleco reflectante y una linterna en la mano, y se plantó delante del coche. Al pisar el freno a fondo, agradeció los años que había pasado conduciendo coches de carreras y sus buenos reflejos.
Alguien le dio unos toquecitos en la ventanilla y vio que otro chaval le hacía señas para que bajara el cristal.
—Señor, debería ir más despacio —dijo el muchacho—. Hay niños por aquí y, además, la gente ya se marcha. Aparque allí, junto a la camioneta Ford.
—¿Aparcar? —preguntó Pedro—. No pensaba ir a... —Dejó la frase en el aire, ya que no iba a contarle a nadie lo que pensaba hacer.
Escuchaba música y entre los árboles que tenía a la izquierda se atisbaban luces. Parecía que se celebraba una fiesta. Pensó en dar media vuelta, pero tenía un coche detrás. Si lo hacía, llamaría demasiado la atención.
—Si tarda mucho, señor, encontrará la carpa vacía. Ya se ha perdido la tarta nupcial —dijo el chaval.
—Sí, claro —dijo Pedro antes de aparcar junto a la camioneta.
¿Una boda?, se preguntó, y fue incapaz de reprimir una mueca. ¿Se habría casado Paula? Al fin y al cabo, se celebraba en Chaves House, así que era posible.
Al bajar del coche, levantó una mano para protegerse los ojos de las luces del otro coche, y también para cubrirse la cara.
Un hombre muy corpulento se encontraba de pie junto a una camioneta que, a menos que estuviera muy desencaminado, habían modificado hasta tal punto que sería ilegal conducirla en ciudad. El hombre lo miraba como si intentara averiguar quién era.
—¿Conoce a la novia? —le preguntó al abrir la puerta para ayudar a bajar de la camioneta a su mujer, que estaba embarazada.
—¡Colin! —exclamó ella—. Estás fuera de servicio, así que deja de interrogar a la gente. —Miró a Pedro—. Bienvenido a Edilean —dijo—, por favor, pase. Ojalá que quede un poco de champán. Aunque yo no puedo beberlo, claro.
—Gracias —replicó Pedro.
Mientras la pareja echaba a andar hacia la casa, el hombretón miró a Pedro de arriba abajo.
—Genial —masculló.
Tal parecía que había levantado las sospechas de un policía fuera de servicio. Más personas pasaron junto a él, casi todas en dirección contraria, y lo miraron. En ese momento se dio cuenta de que todas esas personas iban con sus mejores galas. Él llevaba una camiseta gris y unos vaqueros.
Meditó un instante qué hacer. ¿Debía marcharse? ¿Y volver al día siguiente para ver a su madre?
Claro que, pensó, era posible que su madre se encontrara en la boda. No lo creía, ya que siempre había sido una mujer muy tímida y reservada, pero cabía la posibilidad. Incluso era posible que el hombre con quien quería casarse también se encontrara allí.
Se los imaginó en un rincón, cogidos de la mano mientras se susurraban tonterías. Sería una imagen muy bonita.
Y tal vez Paula estuviera allí... siempre que no fuera la novia, claro. Aunque tampoco podía decirle quién era él. Por supuesto que la había visto de adulta, pero había pasado ya bastante tiempo. Fue una niña muy guapa que se había convertido en una mujer más guapa todavía. Su imagen mientras descendía en bici el empinado montón de tierra, con el cabello cobrizo ondeando al viento, lo acompañaría siempre.
Tal vez pudiera ponerse algo más apropiado y pasarse por la boda. Aunque no se quedara para el banquete. Echaría un vistazo y se marcharía.
Abrió el maletero.
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