Paula estaba sentada fuera del bed & breakfast, esperando a Pedro. Cuando por fin terminaron de vestirse (la ducha había sido muy larga), sonó el móvil de Pedro.
—Si me llaman a este número, sois Penny, mi madre o tú —dijo al tiempo que se sacaba el móvil del bolsillo del pantalón—. Penny —saludó al descolgar.
Al cabo de unos minutos, le dijo a Paula que «un capullo incompetente llamado Forester» había tenido una crisis y que necesitaba ayuda.
—Lo siento —se disculpó Pedro—, pero voy a tardar un poco. Se cargará el trato si no lo llevo de la manita. ¿Te importa?
—Claro que no —contestó Paula—. Te espero fuera.
Al salir de la habitación, cogió el cuaderno de dibujo. A lo mejor se le ocurrían un par de ideas para sus diseños.
Aunque lo dudaba mucho, ya que solo podía pensar en lo que Pedro le había dicho. ¿De verdad había planeado toda su vida en torno a ella? ¿Era posible? Claro que tuvo que preguntarse si ella no había hecho lo mismo. No de forma consciente, tal como Pedro parecía haber hecho, sino de forma inconsciente. Ella lo había estado buscando desde que era pequeña, cuando se colaba en la habitación de su hermano, donde había conexión a Internet sin el férreo control materno. Su búsqueda de Pedro fluctuaba en función de su vida personal. Después de cortar con un novio, lloraba, se atiborraba de helado y se pasaba días enteros conectada a Internet.
En ese momento, se dio cuenta de que tal vez había visto fotos del riquísimo Pedro Alfonso, pero que no les había prestado atención. Hacía mucho tiempo que se había dado cuenta de que Pedro y su madre estaban huyendo de un hombre maltratador. A nadie se le ocurriría pensar que un niño rico recibiera otra cosa que no fuera un trato mimado y consentido. De ahí que se mantuviera lejos de las páginas de sociedad mientras realizaba las búsquedas.
En cuanto a lo que Pedro había dicho acerca de casarse, se moría de ganas por arrojarle los brazos al cuello y decirle que sí. Era lo que más deseaba en el mundo. Sin embargo, no podía hacerlo. Todavía tenían que solucionar muchos problemas. Pedro seguía demasiado conectado a su vida anterior, al cabrón de su padre. ¿Cómo iban a ser felices a menos que eso se solucionara? Además, su madre iba a necesitar muchísima ayuda. Por mucho que todos quisieran a Juan, era un hombre sencillo; jamás podría enfrentarse al infame padre de Pedro. Salvador Alfonso era conocido internacionalmente como un hombre capaz de enfrentarse a cualquiera... a lo grande. ¿Cómo soportaría Juan, el dueño de una tiendecita de bricolaje, algo así?
Pedro tendría que intervenir y ocuparse de todo. ¿Cuánto podía durar el divorcio de un hombre riquísimo que no quería desprenderse de un solo céntimo? ¿Años? ¿Cómo podrían Pedro y ella tener vida propia si él estaba embarcado en semejante caos de forma permanente?
Los obstáculos que se les presentaban parecían insuperables. Claro que no pensaba renunciar a él. Jamás.
Sin embargo, pasaría bastante tiempo antes de poder vivir a su aire, disfrutar de su hogar, tener sus propios... hijos.
Cuando salió a la fresca brisa vespertina, inspiró hondo. Se recordó que, por más obstáculos que hubiera en el camino, se tenían el uno al otro y que siempre había luz al final del túnel. La idea de tener un futuro en el que no estaría sola (tal como había empezado a temer) la hizo sonreír y al hacerlo, su mente se despejó. Tal como le sucedía desde niña, comenzó a pensar en joyas. A la luz del atardecer, las hojas de un arce cercano parecían feldespato. O tal vez trocitos de cuarzo. Por supuesto, las que quedaban a la sombra eran granates puros. Llevaba bastante tiempo sin usar granates, así que a lo mejor había llegado el momento de empezar de nuevo.
Debajo de los árboles había unos bancos, de modo que se sentó en uno y comenzó a dibujar lo que se iba imaginando.
Las piedras, incluso las curvas de las hojas, le recordaban al cuello de una mujer. Podía hacer que el oro se deslizara por la piel antes de curvarlo por encima de una clavícula. Si lo hacía bien, el collar sería muy sensual. Por supuesto, debería hacerse a medida para cada clienta, pero eso sería muy agradable. Detestaba los collares que eran un círculo perfecto y rígido. Nadie tenía un cuello redondo y siempre le parecía que las joyas quedaban en un ángulo extraño.
Estaba tan ensimismada con su dibujo que no vio ni escuchó nada hasta que un hombre estuvo a punto de tropezar con sus pies.
—Lo siento —dijo él—. No era mi intención asustarla.
Paula levantó la vista y vio a un hombre bajito y corpulento, de unos sesenta años, a su derecha, con una escoba en la mano. Llevaba unos vaqueros desgastados y una camisa que parecía haber sido lavada cientos de veces. La miraba con tal sonrisa que le recordó a sus vecinos.
—Por favor, siga con lo que estaba haciendo. —El hombre señaló el cuaderno de dibujo con la cabeza de un modo que la llevó a pensar que sentía curiosidad.
—Me gusta cómo juega la luz con las hojas de esos arces —comentó ella.
—Son bonitas, ¿verdad? —El hombre colocó ambas manos sobre el palo de la escoba y clavó la mirada en las hojas—. ¿Es una de las personas que se hospeda aquí?
—Pues sí.
—No quiero ser cotilla, pero ¿es una reunión familiar? No es habitual tener tantos huéspedes.
Paula contuvo una carcajada al pensar en el verdadero motivo por el que había tantas personas en Janes Creek.
Pedro había planeado vigilarlos a David y a ella. Sin embargo, había acabado espantando a David.
—No —contestó—. Solo somos mi... —No estaba segura cómo denominar a Pedro. ¿Su prometido? Sin embargo, él no se lo había pedido formalmente, al menos no con un anillo (un detalle que ella consideraba imprescindible para una proposición y así se lo hacía saber a los hombres que iban a su joyería), y desde luego que ella no había aceptado.
—¿Su pretendiente? —aventuró él.
Era un término muy anticuado que parecía encajar con la situación.
—Sí, mi pretendiente invitó a algunas personas.
Se quedaron callados un momento, tras lo cual el hombre miró su cuaderno de dibujo.
—La dejaré que siga con lo que estaba haciendo, pero si necesita ayuda de algún tipo, dígamelo. Solo tiene que preguntar por Red. Ya sabe, porque era pelirrojo en otro tiempo. —Hizo ademán de alejarse.
—Ya tenemos algo en común. A decir verdad —comenzó Paula—, tal vez pueda ayudarnos a encontrar a alguien.
El hombre se detuvo y la miró. Tenía algo que a Paula le gustaba mucho. Una sonrisa muy dulce.
—Me cuesta aclararme con los recién llegados, pero si la persona tiene más de cuarenta años, seguramente pueda ayudarla.
Sonrió al escuchar la expresión «recién llegados». Era la misma que empleaban en Edilean.
—¿Y si la persona murió en 1893?
—En ese caso, seguramente fuéramos compañeros de colegio.
Paula se echó a reír.
—El doctor Tomas Janes. Supongo que el pueblo recibió el nombre por su familia, ¿no?
—Sí, así es —contestó el hombre al tiempo que señalaba hacia una de las sillas vacías que había delante de ella. Le estaba pidiendo permiso para sentarse.
—Por favor —dijo ella.
Mientras se sentaba, el hombre dijo:
—¿No le importará a su pretendiente que mantenga una conversación privada con otro hombre?
—Estoy segura de que los celos lo volverán loco, pero seré capaz de calmar su ansia de sangre.
Red se echó a reír.
—Habla como una mujer enamorada.
Paula no pudo evitar ruborizarse.
—¿Qué me dice del doctor Janes?
—Antes había una biblioteca en el pueblo, pero cuando cerró el molino, podría decirse que el pueblo murió con él.
Trasladaron todos los libros y los periódicos a la capital del Estado. De no ser así, ahora podría ir a la biblioteca para leerlo todo. Yo soy un pobre sustituto. De cualquier forma —siguió—, un tal Gustav Janes fundó el pueblo en 1857, tras abrir un molino que molía la harina de todos los productores a cien kilómetros a la redonda. Su único hijo, Tomas, se convirtió en médico. Leí que el viejo Gustav, que no sabía leer ni escribir, estaba orgullosísimo de su hijo.
—Algo muy comprensible —repuso Paula—. Tomas murió joven, ¿no es verdad?
—Pues sí. Estaba rescatando a unos mineros y la mina se le derrumbó encima. Tardaron una semana en encontrar su cadáver. Era muy querido y cientos de personas asistieron a su funeral.
—Estoy segura de que una de esas personas era una antepasada mía —le aseguró Paula—. Parece que estaba embarazada de él, un niño que fue mi... a ver si no me equivoco... que fue el hermano de mi bisabuelo.
—Creo que eso la convierte en una ciudadana honoraria de Janes Creek.
—¿No soy una recién llegada?
—Todo lo contrario. —A lo lejos, escucharon voces que se acercaban a ellos, de modo que Red se puso en pie—. Creo que su pretendiente viene a por usted y que yo debería irme.
—Verá, el asunto es que en mi pueblo todos quieren saber si el doctor Janes estaba casado o no.
—Ah, no. Leí que era el mejor partido del pueblo, un joven muy apuesto, pero que nunca se casó. Estoy seguro de que de haber vivido, se habría casado con su antepasada. Sobre todo si era la mitad de guapa que usted.
—Gracias —dijo Paula mientras Red se alejaba—. ¡Por cierto! —exclamó—. ¿Sabe dónde está enterrado?
—La familia Janes al completo está enterrada en el viejo molino. Si va, tenga cuidado. El lugar se cae a pedazos. Que la acompañe alguien. Alguien bien fuerte.
—Lo haré—dijo ella mientras Red doblaba una esquina y desaparecía de su vista.
A su izquierda, al otro lado del frondoso seto, vio a Pedro, que fruncía el ceño mientras hablaba por teléfono. Pero al verla a ella, sonrió y dijo:
—¡Forester, hazlo y punto! —Y colgó. Le tendió el brazo—. ¿Estás lista para la cena?
—Sí —contestó mientras echaban a andar hacia el edificio principal.
Escondido entre los arbustos y con la vista clavada en la pareja, se encontraba Red. Sonreía de oreja a oreja.
—¿Señor? —dijo un hombre trajeado.
—¿Qué pasa? —masculló Red.
—Tiene una llamada de Hong Kong y el señor Forester necesita...
Red frunció el ceño.
—Mi hijo ya se ha ocupado de Forester. Necesito que envíes a alguien a la capital del Estado. Quiero saberlo todo sobre el doctor Tomas Janes, muerto en 1893.
—Por la mañana iré...
Red miró al hombre con cara de pocos amigos.
—Llamaré al gobernador.
—Eso está mejor —replicó Red mientras se alejaba del bed & breakfast.
El hombre recogió la escoba y siguió a Salvador Alfonso hasta el coche que los esperaba.
***
Disfrutaron de tres vinos distintos, acompañando a seis platos. En el exterior, las estrellas titilaban y la luz de la luna se mezclaba con el suave resplandor de las velas. Cuando llegaron al postre, se estaban dando de comer el uno al otro... y a Paula le costaba la misma vida no abalanzarse sobre Pedro y arrancarle la ropa.
—¿Nos vamos a la habitación? —preguntó él antes de acabar el postre.
—Si estás listo... —respondió Paula con su voz más tímida.
—Llevo... listo toda una hora. —Parecía sufrir muchísimo.
Paula soltó una risilla muy infantil.
Consiguieron darle las buenas noches a la persona que los atendió (la misma chica que atendió a Paula en recepción cuando llegó) y no tocarse mientras subían las largas escaleras. Pedro abrió la puerta y dejó que Paula entrara primero. A continuación, echó la cadena y se volvió para mirarla.
No necesitaron palabras. Paula dio un salto y acabó entre sus brazos. La ropa salió volando hacia el otro extremo de la habitación, donde quedó tirada en el suelo. Cuando por fin recorrieron los escasos pasos que los separaban de la cama, estaban desnudos. Se fundieron con toda la pasión que sentían. Y cinco minutos después de alcanzar juntos el orgasmo, comenzaron de nuevo, explorándose lentamente en esa ocasión para descubrir lo que más les gustaba.
—¿Qué tal esto? —susurró Pedro, con la mano entre sus piernas.
—Sí, me gusta mucho.
Una parte de ella seguía deseando que hubieran estado juntos desde el principio de su edad adulta. Habría sido muy bonito aprender el uno del otro. Claro que Pedro sabía cosas maravillosas acerca del cuerpo de una mujer. Sabía muy bien lo que hacer para que alcanzara nuevas cotas de placer, y para que se quedara allí.
En cuanto a ella, también había aprendido unas cuantas cositas, de modo que cuando comenzó a acariciársela con la boca, la complació al escuchar su jadeo de placer. Veinte minutos después, regresó a su cuello.
—¿Dónde has aprendido a hacer eso? —le preguntó él con expresión maravillada.
—De la tele, de madrugada —respondió muy seria.
Pedro le dejó muy claro que no se lo terminaba de creer, pero que le gustaba la idea de que lo hubiera aprendido de la tele y no de otro hombre.
—Me vuelves loco, ¿lo sabes? —dijo él al tiempo que la ponía de espaldas y empezaba a besarla.
No se durmieron hasta las tres de la madrugada. Cayeron rendidos el uno sobre el otro, desnudos y sudorosos, y totalmente exhaustos. En algún momento, Pedro se despertó. Cambió de postura a Paula, de modo que ya no estaba cruzada sobre él, sino con la cabeza apoyada en su hombro, y tiró de la sábana para que los cubriera antes de dormirse de nuevo.
En ese momento, ya había amanecido, y Paula escuchaba el agua de la ducha con una sonrisa mientras recordaba la noche pasada.
Pedro entró en el dormitorio con una toalla a la cintura, secándose el pelo con otra.
—Si sigues mirándome así, voy a necesitar otra ducha. —La miró con expresión apasionada—. Dentro de una hora más o menos, claro.
Paula se desperezó con una sonrisa.
—Anoche me lo pasé genial.
—¿Sí? —preguntó él al tiempo que se sentaba en la cama junto a ella y le apartaba el pelo de la cara—. Yo también. ¿Y si hoy...?
—¡Ay! —exclamó ella, que se irguió en la cama—. Se me olvidó decirte que sé dónde está enterrado Tomas Janes.
—Eso no es lo que iba a sugerir, pero como es por lo que vinimos...
—Exacto. Para encontrar a más parientes míos —dijo ella mientras Pedro se inclinaba para besarle el lóbulo de una oreja—. A lo mejor podríamos llamar por teléfono a todo el que se apellide Janes y preguntar qué sabe.
Pedro se puso en pie y regresó al cuarto de baño.
—Ya he comprobado el listín telefónico y he hablado con Penny. No quedan Janes en el pueblo.
—¿Cuándo has hablado con ella? —preguntó Paula.
—Esta mañana, mientras dormías —contestó desde el cuarto de baño.
Paula miró el reloj. Eran algo más de las nueve, y no creía haber dormido hasta tan tarde en toda su vida. Cuando eran niños, Pedro y ella habían salido antes de las seis.
—¿Sigues madrugando?
Pedro asomó la cabeza por la puerta del cuarto de baño, con la cara cubierta de espuma de afeitar.
—Suelo estar en el despacho a las siete. ¿Y tú?
—Yo estoy en mi taller a las seis.
—Por supuesto, yo desayuno a las cinco —replicó él.
—Yo a las cuatro y media.
—Yo estoy en el gimnasio a las cuatro.
—Yo ni me molesto en dormir —aseguró ella, y ambos se echaron a reír por la competición.
Pedro salió del cuarto de baño recién afeitado y desnudo. Al ver la expresión de Paula, demoró la tarea de vestirse, pero después le dio la espalda.
—No sé tú, pero yo me muero de hambre.
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