miércoles, 6 de abril de 2016

CAPITULO 26 (SEGUNDA PARTE)





Cuando hizo ademán de salir de la cama, Paula se dio cuenta de que también estaba desnuda y titubeó. Pedro estaba de espaldas a ella, pero la miraba a través del espejo. Tampoco era como si no la hubiera visto desnuda, pensó al tiempo que apartaba la sábana y atravesaba la estancia con todo el valor que fue capaz de reunir. Se detuvo al llegar a la puerta del cuarto de baño y miró a Pedro, que se estaba abrochando la camisa... con una sonrisa de oreja a oreja.


Se duchó y se lavó el pelo, echándose un montón de acondicionador para dejarlo lo más sedoso posible. Cuando salió de la ducha, se envolvió en el albornoz y comenzó a secarse el pelo con el secador. Pedro entró, totalmente vestido, y le quitó el secador. Se alegró al comprobar que no manejaba con demasiada soltura el enorme secador de mano, ya que eso era señal de que nunca había realizado una tarea tan doméstica. Mientras estaba echada hacia delante, con sus manos en la nuca y en el pelo, pensó que jamás había sentido nada tan sensual. Lo que estaba haciendo era tan íntimo y tan especial que pensó que era incluso más sexy que el sexo. ¡Menuda idea! ¡Más sexy que el sexo!


—¿A qué ha venido esa carcajada? —le preguntó él cuando apagó el secador.


—Nada, era una tontería. —Se volvió, le echó los brazos al cuello y lo besó—. Gracias —dijo—. Me ha gustado la experiencia.


—A mí también. —Le pasó las manos por la espalda y terminó dándole una palmada en el trasero—. ¡Vístete para que pueda comer! Anoche me dejaste listo. —Salió del cuarto de baño.


—¿Cómo dices? —preguntó ella mientras se maquillaba—. Si te pasaste casi todo el tiempo de espaldas. Yo hice todo el trabajo.


Pedro se asomó por la puerta.


—Esto... ¿qué ves por las noches en la tele? Creo que deberíamos ver esos programas juntos.


—Fuera de aquí —replicó ella con una carcajada—. Tengo que arreglarme.


Pedro volvió al dormitorio y se puso el reloj.


—Cuéntame cómo te enteraste de dónde está enterrado Janes.


Mientras se rizaba las pestañas, le contó su encuentro con el jardinero, Red, y le hizo un resumen de lo que le había contado. Unos minutos después, terminó de maquillarse y fue al dormitorio para vestirse. Pedro se sentó en una silla para disfrutar del espectáculo.


—Así que, ¿quién puede acompañarnos de los que están aquí? —concluyó ella mientras intentaba ponerse la pulsera, aunque al final se rindió y le tendió el brazo a Pedro.


—¿Ese hombre te dijo que nos lleváramos a alguien grande y fuerte? ¿Por si una piedra se nos cae encima y el otro no puede apartarla?


—No sé por qué lo dijo. ¿Crees que Facundo está aquí?


—Seguramente. Y dado que yo pago la factura, seguro que se está poniendo morado a trufas y beluga.


—A mí me parece estupendo —repuso Paula—. A lo mejor después de visitar el viejo molino podemos dar un paseo por el pueblo.


—¿Y ver si hay alguna joyería?


—Exacto —contestó ella, complacida por el hecho de que la conociera tan bien.


Pedro sonrió al abrir la puerta de la habitación, tras lo cual bajaron la escalera.


—Creo que eso me va a gustar. A lo mejor encontramos un anillo que te guste.


—No copio el trabajo de los demás —le aseguró, tensa. Se encontraban a las puertas del comedor principal, que Paula todavía no había visto.


—Estaba pensando en un anillo que te gustaría llevar el resto de tu vida.


—Yo... —Quería decir algo más, pero se vio interrumpida por un coro de saludos. El comedor contaba con ocho mesas, y todas estaban ocupadas por personas a quienes no había visto en la vida. Sin embargo, todas parecían conocerlos, ya que saludaron a Pedro y a «la señorita Chaves»—. Vas a tener que presentarme.


Pedro señaló con la cabeza una mesa de cuatro.


—Ahí está Penny y ya conoces a su hijo. Al resto no lo he visto en la vida.


—Tus huéspedes de relleno —repuso ella con guasa. 


Cuando Pedro quería algo, no había medias tintas, cubría todas las posibilidades. «¿Y yo soy lo que quiere ahora?», se preguntó sin poder evitarlo.


Penny, la señora Pendergast, miró a Paula y señaló con la cabeza las dos sillas vacías que había en su mesa. Era una mujer atractiva, de aspecto más joven de lo que Paula había imaginado. No tenía arrugas en la cara y conservaba una figura esbelta, que quedaba resaltada por los pantalones de lino negros y la camisa blanca. Entre su pelo, que caía en suaves ondas hasta el cuello de la camisa, se veían los pendientes de perlas que Facundo había comprado en su joyería.


—Tú decides —dijo Pedro.


Paula se dirigió sin titubeos hacia la mesa y se sentó. Tenía la vista clavada en la señora Pendergast.


—He oído cosas maravillosas sobre usted —afirmó—. Parece que Pedro es incapaz de vivir sin su ayuda.


—Cuando se mete en líos, mi madre lo saca —comentó Facundo.


Penny le lanzó una mirada a su hijo para que dejara de hacer el ganso, pero él se limitó a sonreír.


—Y yo llevo años oyendo hablar de ti —le aseguró la mujer—. Pero, por favor, llámame Penny.


—¿De verdad? —preguntó ella, sorprendida—. No tenía ni idea de que Pedro le hubiera hablado de mí a nadie.


—¿Le has enseñado ya la placa?


—Todavía no —contestó Pedro, tras lo cual le pidió lo que quería al camarero. Contra la pared había un antiguo aparador lleno de bandejas plateadas, pero parecía querer que le llevaran la comida a la mesa.


Penny se inclinó hacia Paula.


—Si quieres algo del bufet, será mejor que lo cojas ahora, antes de que mi tío Bernie se lo coma todo. —Señaló con la cabeza hacia una mesa situada en un rincón, donde un hombre alto y delgado comía de tres platos rebosantes de comida.


Paula se disculpó y se dirigió al aparador para preparar un plato con huevos revueltos, salchichas y tostadas integrales. 


Cuando regresó a la mesa, se detuvo para observarlos. Pedro y la señora Pendergast tenían las cabezas muy juntas mientras hablaban en voz baja. En realidad, hablaba ella mientras que Pedro asentía con seriedad con la cabeza y el ceño fruncido.


La familiaridad entre ellos no la sorprendió, pero sí lo hizo ver a Pedro y a Facundo tan juntos. La última vez que lo vio, Paula estaba demasiado alterada como para reparar en muchos detalles, pero en ese instante vio el parecido entre ellos. Tenían la misma estatura, el mismo color de pelo y de ojos, y cuando cogieron sus respectivas tazas de café, movieron la mano de la misma forma. Como había vivido siempre en Edilean, Paula sabía mucho de parientes. Le resultó fácil percibir que Pedro y Facundo compartían un estrecho lazo de sangre.


Con los ojos como platos, miró a Penny y descubrió que la mujer la miraba fijamente. Enarcó las cejas, preguntándole si Pedro lo sabía. Penny lo negó con la cabeza, y le dirigió una mirada suplicante. Sus ojos le decían: «Por favor, no se lo digas. Todavía no.»


A Paula no le hacía gracia ocultarle algo a Pedro, pero había muchas cosas que ella desconocía de esa historia. 


Respondió con un gesto brusco de cabeza y se sentó.


Pedro y Penny siguieron hablando de lo que el «capullo» de Nueva York estaba haciendo con un trato. Si bien le resultaba interesante ver ese lado de Pedro, más le fascinaba el parecido entre Facundo y él. Se fijó en los gestos de Pedro, en su forma de sujetar el tenedor. Cuando Facundo habló con su madre, reparó en su tono. Se parecía muchísimo a la voz grave de Pedro.


Tras unos momentos de manifiesto escrutinio, Paula sintió la mirada de Facu sobre ella, de modo que desvió la vista hacia él. La miraba con una sonrisa, como si compartieran un secreto... y parecía que así era. Un secreto enorme.


Cuando lo miró a la cara, Facundo levantó su vaso de zumo de naranja, como si la saludara. Fue incapaz de contener una risilla tonta. A menos que se equivocara mucho, Pedro tenía un hermanastro.


—Lo siento —dijo Pedro al tiempo que se apartaba de Penny y miraba a Paula—. Te estamos dejando al margen.


—Ni hablar —le aseguró—. De hecho, me lo estoy pasando en grande. —Se volvió hacia Penny—. Antes trabajabas para el padre de Pedro, ¿no es verdad?


—Durante muchos años. —A Penny le brillaban los ojos, como si se estuviera preguntando qué iba a decir Paula a continuación. ¿Anunciaría lo que acababa de descubrir?


Sin embargo, a Paula ni se le había pasado por la cabeza. 


Enterarse de que tenía un hermano iba a cambiar el mundo de Pedro, y no le correspondía a ella decírselo. Debía enterarse por Facundo o por Penny... e iban a tener que explicar muchas cosas.


—A lo mejor Facundo podría acompañarnos hoy —comentó Paula.


—¿Adónde? —El aludido la miraba como si esperase que contara lo que acababa de descubrir.


—A un edificio medio en ruinas —contestó Pedro—. Anoche, mientras trabajaba, el amor de mi vida se puso a coquetear con otro hombre, que le dijo adónde tenía que ir hoy. También le dijo que necesitaba la ayuda de alguien grande y fuerte. Parece que Paula cree que ese eres tú. —Lo dijo con voz cantarina y burlona.


Las palabras «el amor de mi vida» hicieron que Penny y Facundo la miraran con atención. Penny miró la mano izquierda de Paula, percatándose al punto de que no llevaba anillo de compromiso.


Paula sabía que el silencio era más elocuente que las palabras que había dicho.


—En caso de que se os haya olvidado, estoy aquí para encontrar a mi antepasado.


—Y a sus posibles descendientes —añadió Pedro.


—Parece que hay un panteón cerca de un antiguo molino, así que Pedro y yo vamos a echarle un vistazo. —Paula miró a Facundo a los ojos—. Creo que deberías acompañarnos. Si este lugar está en ruinas, será muy tranquilo. Allí se puede pensar. O hablar.


Facundo esbozó una sonrisilla.


—Yo me he quedado sin saliva —replicó, mirando a su madre—. ¿Y tú? ¿Has terminado con el asunto de Nueva York?


—Totalmente —aseguró su madre.


—Penny se va a jubilar —le dijo Pedro a Paula— y está pensando en mudarse a Edilean. ¿Hay alguna casa buena a la venta?


—¿Nueva o antigua? —quiso saber Paula.


—Antigua, pequeña, con una parcela mínina de cinco mil metros. Pero no quiero que esté muy lejos del pueblo.


—Conozco algo así. Era la casa de un guardabosques. Necesitará reformas. —Paula miró a Facundo—. ¿Qué me dices de ti? ¿Dónde vives?


—En Edilean no —contestó al tiempo que soltaba la servilleta en la mesa y se ponía en pie—. ¿Cuándo queréis ir a ese edificio en ruinas? ¿Alguien tiene una cámara? ¿Un cuaderno y un boli?


Pedro se levantó y se puso al lado de Facundo. Tenían la misma complexión y lucían la misma expresión desafiante en sus apuestos rostros.


Paula miró a Penny. ¿Pedro no veía el parecido? Una vez más, Penny la miró con expresión suplicante. «No se lo digas», parecían decirle sus ojos.


Paula no había alcanzado el éxito dejándose intimidar por nadie, con independencia de para quién trabajara.


—Mañana —dijo en voz baja, y Penny asintió con la cabeza.


La mujer tenía veinticuatro horas para contarle la verdad a Pedro, y si no lo hacía, lo haría ella.


Pedro la esperaba junto a la puerta.


—Facu ha alquilado un Jeep y ha ido a preguntar el camino. 
—Bajó la voz—. Paula, si prefieres que pasemos tiempo a solas, puedo encargarle a Penny que lo resuelva ella. Lo averiguará todo sobre el doctor Janes.


—No —contestó Paula—. Creo que deberías... —Estuvo a punto de decirle que debería conocer mejor a su hermano, pero se mordió la lengua. Se preguntó cómo reaccionaría Pedro cuando se enterase de que su adorada ayudante había tenido una aventura con su padre. Ya tenía bastantes problemas con Salvador Alfonso, no le hacían falta más.


—¿Qué crees que debería hacer?


—Nada. Aquí viene Facu. ¿Nos vamos?


Pedro quería conducir, pero Facundo no se lo permitió.


—Mi coche, mis manos al volante —adujo.


Paula se montó delante. Pedro fue detrás, leyendo las instrucciones que Facundo había escrito.


—Parece que suspendiste caligrafía —dijo Pedro—. Soy incapaz de leer esto.


—Quizá deberías haber asistido a mejores colegios para desarrollar la comprensión lectora —replicó Facu—. Ah, espera. Si fuimos al mismo colegio.


—¿Aprobaste alguna asignatura? —masculló Pedro.


Paula miró por la ventana para disimular la sonrisa. Parecían Ruben y ella.


El antiguo molino era precioso. Se trataba de un edificio amplio y bajo, con forma de U; la parte central contaba con una sola planta, mientras que los laterales eran de dos. En la parte delantera había un murete de piedra, creando un patio en el centro de la U.


Los tres se quedaron un momento de pie, contemplando ese maravilloso y antiguo edificio. A una parte le faltaba el tejado, y una bandada de palomas salió volando al oírlos. Sin embargo, el ala izquierda de dos plantas tenía tejas nuevas. 


El murete de piedra parecía estar a medio derrumbar, pero habían reemplazado piedras en algunas partes.


—Alguien ha estado trabajando en el edificio —comentó Pedro.


—Es perfecto —dijo Paual, señalando la zona derecha del patio. Allí, tras otro murete de piedra, se encontraba un jardincito perfecto... salvo que parecía sacado de un libro de jardinería del siglo XVIII. Tenía senderos de gravilla dispuestos en dos círculos concéntricos, atravesados por una X. En cada una de las secciones, crecían plantas que parecían malas hierbas, todas de diferentes colores, alturas y texturas. Y todas habían sido cuidadas con esmero—. A menos que me equivoque, son hierbas medicinales —continuó con una sonrisa—. Y eso quiere decir que todavía hay un Tomas por estos lares.


Pedro y Facundo intercambiaron una mirada antes de desviar la vista hacia ella.


—¿Qué quieres decir? —preguntó Facu.


—Los Tomas son médicos, así que... —dijo Paula.


—Hierbas medicinales —concluyó Pedros por ella.


—Todos los Tomas son unos hachas con las plantas. Cuando éramos niños, hacíamos que Tomy plantara cosas para nosotros. Si las plantaba él, arraigaban seguro. Cuando los demás plantábamos algo, la mitad de las veces se marchitaba.


—Así que a lo mejor un descendiente es el dueño de este lugar —comentó Facu.


Una teja se deslizó por el tejado, haciéndose añicos al caer al suelo.


—Uno que no puede permitirse la restauración —añadió Pedro, mirándola—. Creo que vas a encontrar a algunos parientes aquí.


Paula miró a Facu.


—Encontrar parientes, sobre todo si desconocías su existencia, puede ser muy gratificante, ¿no crees? —le dijo ella.


—También puede ser aterrador —replicó el aludido en voz baja—. Y traumático.


—A lo mejor. Pero a mí me parece que saber la verdad es muchísimo mejor que guardar un secreto.


—Depende de cuál sea la verdad —repuso Facu. Tenía una expresión risueña, como si estuviera disfrutando de lo lindo de la conversación.


Pedro echó a andar hacia el centro del edificio y abrió una puerta.


—¿Vais a quedaros todo el día ahí plantados con vuestro debate misterioso y filosofal o vamos a echar un vistazo?


—Voto porque escales el muro y andes por el caballete. Demuéstranos lo que aprendiste en Hollywood —dijo Facu.


—Solo si tú nos demuestras que sabes hacer algo —replicó Pedro mientras cruzaba el umbral.


Facu echó a andar hacia la puerta, pero se volvió hacia Paula.


—¿Vienes?


—Yo... —El jardín medicinal tenía algo que le gustaba. Quizá fuera su forma o la luz reflejada en las hojas amarillentas de una de las plantas, pero se alegraba de llevar consigo el cuaderno de dibujo.


Pedro apareció por la puerta y se acercó a ella.


—¿Por qué no te quedas aquí y dibujas? El chaval y yo encontraremos el cementerio y lo grabaremos todo. —Le dio un beso en la coronilla.


Paula agradeció su comprensión. Cuando la asaltaba el afán creativo, tenía que prestarle toda su atención. Si lo relegaba a un segundo plano, podía desaparecer. Además, a diferencia de sus primos, que eran amantes de la Historia, Paula no soportaba los cementerios.


—Gracias —dijo.


—No te alejes, no hables con desconocidos y...


—Y no te comas ninguna de esas plantas —terminó Facu.


—Intentaré comportarme —replicó Paula mientras les indicaba que se fueran. Se moría por dibujar esas formas.


Pedro volvió a besarla, en esa ocasión en la mejilla, y echó a andar hacia la puerta.


—Creía que eras un donjuán —escuchó Paula que decía Facundo—, pero ni siquiera sabes dónde besarla.


—Podría enseñarte muchas cosas sobre... —escuchó que comenzaba Pedro antes de que sus voces se perdieran en la distancia.


Paula se sentó en una piedra plana cerca de las plantas que más le habían llamado la atención. Eran altas, con flores llenas de semillas que parecían tan delicadas como los rayos del sol. Sacó el móvil, les hizo una foto y se la envió a su primo Tomas.


«¿Qué es esto?», le preguntó por mensaje.


Paula empezó a dibujar, convirtiendo las formas en joyas. La cadena estaría formada por largos y delicados zarcillos, como las hojas de la planta. Trazó una forma curva con delicadas espirales en el interior, que se engarzarían en un extremo de la cadena. Pondría una perla en el centro de cada una. Los pendientes serían una fina hoja que se curvaría sobre la oreja.


El móvil vibró, era Tomas.


«Angélica. ¿Dónde la has visto?», le preguntó su primo.


Se puso de pie y retrocedió para obtener una vista completa del jardín. Al comprobar que no podía encontrar el ángulo adecuado para captar el diseño del jardín, se subió al murete de piedra, hizo la foto y se la envió a Tomy.


Cuando intentó bajarse, las piedras sueltas se escurrieron bajo sus pies, haciéndole perder el equilibrio. Se habría caído de no ser por el fuerte brazo que la sujetó.


Era Red, el jardinero.


—¿Se encuentra bien? —le preguntó él mientras la ayudaba a bajar.


—Sí, y gracias.


—Le dije que este lugar era peligroso —la reprendió con voz seria—. El año pasado una mujer estuvo a punto de romperse una pierna.


Paula se sentó a la sombra, en un antiguo umbral.


—No se apoye en la puerta —le dijo él—. No parece que esté bien sujeta a las bisagras.


Se limpió el polvo de los pantalones y se quitó un poco de arena del pelo.


—¿Es usted el guarda del pueblo?


—Más o menos —respondió él—. Iba de camino al garaje, pero di un rodeo y me pasé por aquí. Parece que mi preocupación no era en vano. ¿Ha venido sola?


—No. Me acompañan dos hombres grandes y fuertes.


Red soltó una carcajada.


—Su pretendiente ¿y...?


—Su... —Titubeó—. Su amigo.


—Pero ¿el suyo no? —Red se inclinó para recoger su cuaderno de dibujo—. ¿Puedo?


Paula le hizo un gesto para indicarle que no le importaba que viese lo que había dibujado.


—Son bonitos —dijo él mientras le quitaba un poco de polvo—. ¿Los transforma en joyas?


—Sí. Tengo una joyería en Edilean. Está en...


—¡Virginia! —terminó él—. Solía ir a pescar a ese lugar. Bonito pueblo. Me gustan las casas antiguas. No recuerdo una joyería, pero sí recuerdo una tienda que vendía ropa de bebé. —Red se sentó en el murete—. ¿Por qué me acuerdo de eso?


—Porque la ropa es maravillosa —contestó Paula—. La tienda se llama Ayer y la dueña es una mujer encantadora, la señora Olga Wingate.


—¿Ella confecciona la ropa?


—No. Lucia la hace casi toda.


—¿Lucia Wingate?


—No. Se lla... —Paula se interrumpió. Todo lo relacionado con Lucia era un secreto demasiado importante como para ir contándolo por ahí—. ¿Sabe quién es el dueño de este sitio? 


—Abarcó el antiguo molino con un gesto de la mano.


—No estoy seguro —contestó él—. He visto a una joven por aquí, pero no sé quién es.


—¿Tiene menos de cuarenta años?


Red sonrió por su buena memoria.


—Pues sí, los tiene. Estoy seguro de que podría averiguar de quién se trata si consulta el registro de la propiedad que hay en el juzgado del condado.


—¿Hoy sábado?


—Ah, claro —dijo—. En fin, en ese caso, no creo que quiera perder el tiempo con su pretendiente en un polvoriento juzgado, ¿verdad?


—No —contestó Paula—. Sobre todo porque no nos queda mucho tiempo antes de que... —Agitó una mano.


Red la miró, preocupado.


—Parece que esté enfermo. Vaya por Dios, querida, por favor, dígame que no es el caso.


—No, no —le aseguró Paula—. Es que...


—¿Está en el ejército? ¿Lo envían al frente?


—No —respondió Paula—. Tiene que encargarse de un asunto muy importante, así que tiene que marcharse.


Red suspiró, aliviado.


—Eso no suena tan malo.


Paula resopló.


—Tiene que ver con su padre, y por lo que me han contado... —Agitó una mano de nuevo—. Es algo...


—Lo entiendo. Privado. Pero en el pueblo me consideran el abuelo de todos por algo. Se me da bien escuchar.


Paula sonrió.


—Así se describió Pedro.


—¿Y es verdad?


—Sí, se le da muy bien escuchar.


—¿Tiene otras cualidades?


—Por supuesto. Muchísimas.


—En ese caso, a lo mejor... —Se interrumpió.


—A lo mejor ¿qué?


—En ocasiones, los hijos no ven a sus padres con claridad. Recuerdan que su madre no los dejaba comer lo que ellos querían. Pero no recuerdan que querían comer pintura con
plomo que habían rascado de una pared vieja.


Según tenía entendido, el padre de Pedro no había estado a su lado el tiempo suficiente para saber qué comía su hijo. 


¿Habría tenido una aventura con la señora Pendergast todos esos años? Sin embargo, no podía decírselo a nadie, mucho menos a un desconocido.


Red se puso en pie.


—Creo que sus hombres vuelven, así que será mejor que me vaya.


Paula también se puso en pie.


—Quédese y se los presento.


—A lo mejor esta noche —se apresuró a decir mientras se alejaba—. Acabo de recordar que tengo unos cuantos kilos de hielo en el cajón de la camioneta.


—Seguramente ya se habrá derretido —le gritó mientras Red se perdía de vista a toda prisa.


—¿Hablabas con alguien? —le preguntó Pedro al salir al patio, seguido de Facu.


—El jardinero del hotel ha pasado por aquí. Es... —Se interrumpió porque le vibró el móvil. Era un mensaje de Tomas.


«Precioso jardín. Quiero conocer a quien lo haya diseñado. Veo consuelda. ¿Consuelda rusa, tal vez? Necesito un poco para hacer té de compost.»


Le pasó el teléfono a Pedro para que lo leyera y, después, se lo dio a Facu.


Los tres miraron el jardín medicinal. Para alguien que no tenía ni idea de plantas, todas parecían iguales. ¿Cómo podía su primo distinguir una en concreto a partir de una foto hecha con un móvil?


—Os lo dije —se jactó Paula—. Aquí hay un Tomas. Bueno, ¿qué habéis averiguado?


Pedro fue el primero en hablar:
—Doctor Tomas Janes, nacido en 1861 y muerto en 1893, a la edad de treinta y dos años. —Se volvió hacia Facundo—. ¿Qué decía la lápida?


—«Un hombre querido» —contestó Facu—. No es malo que los demás digan eso de ti. Lo siento, pero no hay pruebas de una mujer ni de hijos.


—Su padre se llamaba...


—Gustav —suplió Paula.


—Eso —dijo Pedro—. Sin duda alguna, te lo dijo tu misterioso hombre llamado Red.


—¿Qué tiene de misterioso?


—Que desaparece cada vez que nosotros aparecemos —contestó Pedro.


—Seguramente se ha enterado de que eres un Alfonso y sale huyendo —adujo Facu—. Muy listo.


Paula miró a Facundo con los ojos entrecerrados. Él era tan Alfonso como Pedro.


Facu esbozó una sonrisa torcida. Había captado la expresión de Paula a la perfección.


—Bueno, ¿qué hacemos ahora?


—No vamos a hacer nada —contestó Pedro—. Tú vas a darte una vuelta por el pueblo haciendo preguntas hasta que encuentres al dueño de este sitio. Paula y yo nos vamos a ver joyerías.


—¿En serio? —preguntó Facu con una ceja enarcada.


—Por los diseños —se apresuró a aclarar Paula.


Pedro se colocó su mano en el brazo.


—Las llaves —le dijo a Facundo con la mano extendida.


—Tengo que...


—¡Las llaves! —exigió Pedro con una voz que no admitía una negativa.


Facu soltó una carcajada.


—El herma... un Alfonso ordena. —Le lanzó las llaves a Pedro.


Paula estaba segura de que Facu había estado a punto de decir que «el hermano mayor» ordenaba.


Facu sonrió y le guiñó un ojo.


Se lo estaba pasando en grande, pensó Paula. Y se lo iba a pasar mejor todavía cuando dejara caer la bomba de que era su hermano.


Una vez en el coche, Paula quiso saber de qué habían hablado Facu y Pedro mientras estaban solos.


—De poca cosa. ¿Por qué?


—¿Habéis discutido todo el tiempo que habéis pasado dentro?


—Qué va —le aseguró él con una sonrisa—. Eso lo hacemos porque tú estás delante. La verdad es que me ha echado una mano. Solo hay seis lápidas en el cementerio, yo hice las fotos mientras Facu anotaba los nombres y las fechas. Supuse que tus amigas querrían la información.


—Seguro que sí.


—Bueno, ¿qué has hecho aparte de reunirte con otro hombre en secreto?


Paula pasó del comentario mientras abría el cuaderno de dibujo. Habían llegado al centro del pueblo y Pedro aparcó en línea sin problemas, apagó el motor y cogió el cuaderno para ver sus diseños.


—¿Se desliza alrededor del cuello? —preguntó él.


—Sí, y los pendientes suben.


—¿No van hacia abajo? ¿No le rozan los hombros?


—No me gustan mucho los pendientes largos.


—A mí tampoco. Estorban. —Se inclinó sobre el asiento y le besó el lóbulo de la oreja. Paula llevaba unos diminutos pendientes de oro con citrinos un poco descentrados.


Lo miró con una sonrisa y se alegró de que hubiera entendido sus dibujos. La mayoría de las personas les echaba un vistazo y le decía que eran muy bonitos, pero no captaban realmente sus diseños.


—¿Quieres deambular por todas las tiendas o prefieres ir directa a la única joyería del pueblo?


Lo miró sin dar crédito.


—No me digas que eres de esos hombres a los que les gusta ir de tiendas con las mujeres. A los que les gusta entrar y salir de cada tienda, reparando en todos y cada uno de los artículos.


—En fin... —Clavó la vista en la luna delantera.


—Ya veo. Solo estabas siendo amable. Has añadido lo de la joyería al final para que vayamos concretamente a ella.


—Me alegro de que no presidas ningún juzgado, porque de lo contrario jamás sería capaz de colarte una. Te lo diré claramente: hoy soy todo tuyo. Entraré y saldré de todas y cada una de esas insufribles y perfectas tiendecitas, pero en el futuro...


—¿Me las tendré que apañar sola? ¿Tú te tomarás una cerveza mientras yo voy de tienda en tienda?


—Básicamente —contestó él, y se sonrieron. Hablaban como si su futuro en común fuera algo seguro, una certeza, una seguridad, y eso los complacía a ambos


Salieron del coche y se quedaron en la acera, cogidos de la mano. «Tan normal —pensó Paula—. Tan... tan satisfactoria y plenamente normal.»


—¿Adónde vamos primero? —preguntó Pedro.


—Allí. —Paula señaló una librería de segunda mano situada al otro lado de la calle. El escaparate estaba cubierto por años de polvo y los pocos libros que se veían tenían las tapas dobladas y descoloridas.


—Historia local, ¿no? —quiso saber Pedro. Cuando Paula asintió con la cabeza, se llevó una mano a los labios y la besó—. ¿La joyería para el final? ¿Para disfrutarla a placer?


—Exacto —contestó ella.





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