miércoles, 6 de abril de 2016

CAPITULO 27 (SEGUNDA PARTE)




Una vez en la librería, a Paula le agradó comprobar que a Pedro no le importaba revisar las cajas polvorientas para sacar libros descatalogados y panfletos locales. Descubrió un libro de cocina editado en los años veinte por las mujeres de la iglesia local.


Lo hojearon y al ver que no había contribuido nadie apellidado Janes, Paula dijo que no les servía. Sin embargo, Pedro replicó que una persona nunca sabía de dónde iban a salir sus parientes. Paula hizo ademán de preguntarle a qué se refería, pero Pedro se alejó. Se fue a hablar con el propietario de la librería mientras ella revisaba los estantes con los libros dedicados a la historia de la joyería. Escogió uno bien grande que versaba sobre Peter Carl Fabergé.


Salieron de la librería con una caja llena de libros, que Pedro dejó en el Jeep que le había requisado a Facundo.


—¿Crees que ha tenido que andar?


—¿Quién? —preguntó Pedro.


—Facundo. Lo dejaste en el antiguo molino sin medio de transporte. ¿Crees que ha tenido que volver andando... adonde sea que haya ido?


—Seguramente ha llamado a Penny para que lo recogiera —contestó Pedro.


—¿Cuánto tiempo lleva trabajando para ti? —Volvían a cruzar la calle.


—Desde que empecé a trabajar para mi padre.


—¿Y tu padre renunció a ella para que trabajara para ti?


—¿A qué vienen todas estas preguntas?


—Solo quiero saber cómo es tu vida, nada más.


Pedro se detuvo delante de una tiendecita con ropa muy mona en el escaparate.


—Cuando mi padre me obligó a trabajar para él, Penny dijo que iba a ayudarme. Mi padre no quería renunciar a sus servicios, pero ella amenazó con dimitir si no la dejaba, y como ella sabe más del negocio que él, eso sí que no podía permitirlo.


—¿Por qué insistió tanto en trabajar para ti?


—Supongo que me tenía lástima. Acababa de llegar de Hollywood y me enfrentaba a todo con métodos físicos. Me costaba recordar lo que había aprendido en Derecho.


—¿Y la señora Pendergast te tomó bajo el ala y te cuidó como una madre?


Pedro resopló.


—Me daba tirones de orejas a todas horas. Me hacía pensar. De hecho, hizo que me olvidara de la rabia que sentía hacia mi padre para poder cumplir con el trabajo. El primer año fue infernal. ¿Te gusta?


—¿Que tu primer año fuera malo?


—No. Me refiero a la camisa. Y a los pantalones. Creo que te quedarían genial.


—Y si me los pruebo, no podría interrogarte, ¿no?


—No quiero tener que enfrentarme contigo en un tribunal. —Le puso la mano en la espalda y la instó a ir hacia la puerta.


Pasaron dos horas yendo de tienda en tienda. 


Aunque Pedro había dicho que no le gustaba ese tipo de actividad, era maravilloso comprar con él. Se sentaba y esperaba mientras Paula se probaba la ropa, y le daba su opinión sobre cada prenda.


Sin embargo, aunque parecía prestarle toda su atención, en dos ocasiones lo pilló hablando por el móvil, y en ambos casos la miraba con el ceño fruncido. Le preguntó qué pasaba.


—Estoy cerrando un trato. ¿Estás lista ya para comer?


Cuando Paula se volvió, recordó todo lo que se les avecinaba, sobre todo el juicio por el divorcio.


—Claro —contestó mientras Pedro le abría la puerta y la sujetaba para que pasara.


No obstante, nada más salir a la calle, el móvil de Pedro volvió a sonar.


—¡Joder! —masculló al mirar la pantalla—. Es Penny. Tengo que... —La miró, como si le pidiera permiso.


—Cógelo —le dijo ella—. Nos vemos en el restaurante.


Sin embargo, vio algo en el escaparate de una tienda de antigüedades al otro lado de la calle que le llamó la atención. 


Era el brazo de la señora Pendergast, que le hacía señas con una mano mientras que con la otra sujetaba el móvil contra la oreja.


Paula miró la espalda de Pedro y después volvió a mirar a la señora Pendergast. Le hacía señas para que entrara en la tienda. Necesitaban hablar.


—Nos vemos dentro de media hora en el restaurante —le dijo a Pedro, y este asintió con la cabeza mientras respondía el teléfono con el ceño fruncido.


Paula cruzó la calle a toda prisa.



***


Juan Layton inspiró hondo un par de veces mientras levantaba el auricular del teléfono de su despacho. Era un fiel seguidor de los teléfonos con cable. Tenían mejores conexiones y menos probabilidades de interferencias, y dado que la llamada que estaba a punto de hacer cambiaría su vida, y también la de Lucia, quería escuchar todas y cada una de las palabras.


Había sido muy sencillo conseguir el número del cuartel general de Industrias Alfonso; sin embargo, no resultaría tan sencillo conseguir que el jefe en persona se pusiera al aparato. Juan sopesó la idea de decirle a quienquiera que cogiese el teléfono que era un asunto de vida o muerte. Así mantendrían la verdad entre Alfonso y él. No obstante, la estirada que acabó contestando el teléfono tras una larga sucesión de secretarias hizo que mascullara la verdad.


—No puede llamar y esperar que le pasemos con el señor Alfonso —le dijo con superioridad y con un deje burlón. Era evidente que se consideraba una mujer cultivada mientras que él solo era un paleto.


Juan ya estaba harto de toda esa gente.


—Dígale que soy el hombre que quiere casarse con su mujer.


La secretaria guardó silencio un instante, pero después adoptó un tono seco y eficiente.


—Veré si está disponible.


En un abrir y cerrar de ojos, Salvador Alfonso se puso al teléfono.


—Así que tú eres Juan Layton.


—Parece que es imposible guardar un secreto —repuso Juan.


—Si quiero saber qué se cuece, nadie es capaz de ocultarme nada. Bueno, ¿qué trama Lucia ahora?


—Quiero zanjar este asunto entre tú y yo.


—¿Con lo de «asunto» te refieres a un divorcio? —preguntó Salvador.


—Sí, me refiero a eso.


—Layton, no te has caído de un guindo —masculló Salvador con un tono que solía intimidar a los demás—. Estamos hablando de algo más que calderilla.


Juan no se sintió intimidado en lo más mínimo.


—Quédate tu dinero —gruñó—. Quédate hasta el último centavo.


—Una idea interesante. ¿Y qué pasa con el dinero que me robó?


—¿Te refieres al dinero que de forma tan conveniente dejaste a la vista para que ella lo encontrara?


Salvador soltó una carcajada.


—A Lucia siempre le han gustado los hombres listos.


Juan no replicó. Cuando Lucia le contó que había visto «accidentalmente» el portátil de su marido conectado a su cuenta bancaria, Juan supo que Alfonso quiso que ella lo viera. Lucia dijo que había cinco millones en la cuenta y que ella se llevó tres y medio. Juan admiraba su contención. 


También le dijo que era muy raro que Salvador dejara el portátil donde ella pudiera verlo. «Debía de estar muy estresado», comentó ella en su momento. Y lo dijo con voz culpable, indicando que se sentía mal por lo que había hecho. La idea de que la mitad de la fortuna de Alfonso le pertenecía no parecía ni habérsele pasado por la cabeza.


Si Alfonso había dejado el portátil conectado a su cuenta, lo hizo por un motivo concreto. Si Lucia fuera otra clase de mujer, Juan habría pensado que Alfonso sospechaba que tenía una aventura y que quería saber adónde iba con el dinero. Sin embargo, conforme Juan se enteraba de más cosas acerca de Lucia, pensó que cabía la posibilidad de que Alfonso le estuviera dando la libertad a su mujer.


Tal vez Alfonso creía que había fracasado con su hijo, de modo que ya no necesitaba a Lucia para controlarlo. Si había algo en lo que Juan era un experto, era en el dolor y el placer que ofrecía la familia. Quería a su hijo con toda el alma, pero a veces su nuera lograba que ardiera en deseos de desheredarlo.


—Bueno, ¿cómo está Pedro? —preguntó Salvador, rompiendo el silencio. El deje de su voz le comunicó muchas cosas a Juan. Ese hombre quería mucho a su hijo.


—Es un buen chico —contestó—. Lo has criado bien.


En ese momento fue Salvador quien guardó silencio antes de decir:
—Lucia puede quedarse el dinero y le concederé el divorcio... y seré justo con ella.


Juan inspiró hondo.


—Si con eso te refieres a darle más millones, ¡ni se te ocurra! Resérvalos para Pedro... y para ese otro hijo tuyo que he visto por el pueblo. Parece que su madre es tu antigua secretaria. Debió de ser un arreglo muy conveniente para ti.


Salvador soltó una carcajada.


—Layton, si alguna vez quieres un trabajo, es tuyo.


—No, gracias —replicó Juan, que colgó con una sonrisa






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